Domingo 1 de Adviento (B)
“Oh Señor, Tú eres nuestro Padre” (Is. 63,16)
En la primera lectura el Profeta Isaías (Is. 63,16-17.19; 64,2-7) con su oración, pareciera querer
apresurar la venida del Salvador: ¡Oh, si rasgaras los cielos y bajaras! (Ib.19). La historia de la
salvación nos dice que verdaderamente fue escuchada esa oración y súplica al cumplirse la
promesa de Dios: los cielos se rasgaron verdaderamente y vino a la tierra nuestro Salvador
Jesucristo. Y el mundo fue redimido de su pecado y encontró en Él a su Salvador. Sin embargo
hoy la liturgia -y durante este tiempo especial del Adviento- sigue adentrándonos en el misterio
que contiene ese grito: ¡Ven Señor Jesús! El Señor ya ha venido históricamente y con su
pasión, muerte y resurrección nos ha traído la salvación. El que nació en un pesebre en Belén
nos ha liberado. Antes se clamaba ¡que se rasguen los cielos! para que venga el Salvador en la
historia. Hoy clamamos ¡que se rasguen los cielos! para que venga el Salvador en la Gloria.
Desde el corazón de la primitiva comunidad cristiana, tan próxima a la presencia histórica del
Señor brota el grito de todos y que perdura hasta hoy: ¡Ven Señor Jesús! Y por eso esta
oración de Isaías es actual y la liturgia la hace propia, porque este misterio de la muerte y
resurrección ya cumplidos en la historia, debe primero hacerse propio en el corazón de cada
uno y debemos prepararnos en el tiempo y en la historia para recibir al Señor Jesús en su
Gloria y comulgar con Él eternamente (1 Cor. 1, 9) y mientras esa comunión no sea perfecta
como se da durante nuestra vida terrenal, en la gracia y el amor de Dios, esperamos la venida
del Señor.
Hoy somos caminantes en la vida y mientras vamos haciendo la historia, nos alimentamos con
los sacramentos que nos dan la fuerza necesaria para crecer en la gracia y el amor de Dios.
Debemos desear interiormente y a través de nuestras acciones que venga el Señor Jesús. Por
eso la Iglesia canta a coro con sus hijos diciendo: ¡Ven, Señor Jesús! (Ap. 22,17-20). El
Adviento así nos muestra un doble rostro, que ya vivimos en la gracia por Jesucristo Nuestro
Señor y al mismo tiempo, como lo hace el Apóstol San Pablo con los Corintios, nos sentimos
exhortados a la espera del Señor en su manifestación definitiva (1 Cor 1, 4-7). Estos son los
dos rostros del Adviento cristiano: el recuerdo y la vivencia agradecida por el nacimiento del
Salvador y sus dones de gracia y amor, que preparamos durante estas semanas hasta la
Navidad y el de su “manifestacin gloriosa al final de los tiempos”.
Debemos vivir en “vigilante espera” y el Adviento es un tiempo fuerte, especial, que en la
proximidad de la Navidad nos ayuda a pensar y vivir con la ayuda del Evangelio y de los dones
sacramentales -especialmente la Penitencia y la Eucaristía- de una manera distinta en el
mundo. Penitentes, porque tenemos la conciencia de ser pecadores. Agradecidos, porque
sabemos que el Señor nos ayuda con su gracia a caminar con la esperanza confiada en que Él
“nos confirmará hasta el fin para que seamos irreprensibles en el día de Nuestro Señor
Jesucristo” (1 Cor. 1, 8).
El Señor nos mandó a velar y orar, pues no sabemos cuándo vendrá de nuevo. Mientras tanto,
debemos ser fieles en el servicio y el cumplimiento del propio deber sin rendirnos al cansancio
o a la pereza (Mc. 13, 34-37) como lo hace el siervo bueno y diligente que no duerme durante
la ausencia del amo, sino que trabaja en las tareas que le han sido encomendadas, de manera
que cuando vuela su seor, lo encuentre en su puesto “por la tarde, a medianoche, o al canto
del gallo a la madrugada” (Ib. 35), no entregado a la vagancia o al vicio en las cosas de la vida,
sino construyendo diligentemente, con toda su vitalidad el campo de su amo, que es la tierra y
en ella la tarea que cada uno tenga, con el corazón cargado de alegre esperanza en la fe de
saber que Dios es fiel y que al volver lo recibirá con amor y lo entregará en manos de su Señor
que es también su Padre.
Que María, nuestra Señora de la Esperanza cristiana nos ayude en este tiempo a esperar al
Señor.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto Iguazú