“Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa”
Mt 8, 5-11
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds
Lectio Divina
EL ROSTRO DE NUESTRO DIOS VINIENDO A VISITAR A NUESTRA HUMANIDAD
En Jesús, dirigiéndose a la casa del centurión, descubro el rostro de nuestro Dios
viniendo a visitar a nuestra humanidad. Y si Dios manifestado en el Nazareno es aquel
que quiere entrar en mi casa, en mi vida, también es el que -como indica el profeta
Isaías- desea llevar a cada uno de nosotros a morar en su casa, a compartir su propia
vida. Si acepto su Palabra poniéndome en camino, me abrirá la intimidad de su morada.
Su amor actúa para formar en mí, en mis hermanos y hermanas una humanidad que
olvide el odio, las guerras y el pecado en cualquiera de sus manifestaciones y se dirija
hacia la meta de una reconciliación con él y hacia una renovada unión y comunión entre
las personas, los grupos y los pueblos.
Dios me invita a colaborar con su sueño, sobre todo acogiéndolo con fe, amando su
voluntad y deseando sus promesas. La fe no es herencia étnica, cultural o algo por el
estilo, ni siquiera un habitus religioso de algunos, sino la decisión de mi libertad humana
por ser alumno en la escuela de la Palabra de Dios que me atrae a sí. Entonces, como el
centurión, experimentaré en mi interior sentimientos de humildad y confianza.
Humildad renunciando a salvarme por mis propios medios en un delirio de
autosuficiencia; confianza consciente de que el Señor puede salir a mi encuentro en
cualquier situación dirigiendo mis pasos por sus caminos de vida y de luz.
ORACION
¡Ven, Señor! El mundo te necesita y necesita tu promesa; necesita que tus palabras nos
instruyan en lo hondo del corazón y nos muestren los caminos de la paz. Sin ti nuestro
pobre mundo sólo conocería la prepotencia y los senderos insensatos de las
incomprensiones, de las divisiones y de la violencia. Pero si tú vienes a instruirnos,
veremos el nacer de una nueva humanidad, una humanidad capaz de mirar a lo alto y
caminar sin prevaricaciones y en solidaridad hacia un centro de atracción común.
¡Ven, Señor! ilumina nuestras pasos con tu luz y fortalece nuestros corazones, para que
tengamos la osadía de forjar podaderas de las lanzas y arados de las espadas. Sólo con
tu amor podremos emplear para el bien las energías que tenemos en vez de la fuerza
terrible de laceración y disgregación. ¡Ven, Señor, no tardes!
¡Ven, Señor! Esperamos tu venida en nuestras vidas; contigo tenemos luz, curación, paz.
Con el centurión del evangelio te manifestamos la admiración y gratitud por haberte
hecho compañero de viaje y nuestro huésped:
(“Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi criado
quedará sano” (Mt 8,8).