Comentario al evangelio del Domingo 18 de Diciembre del 2011
Encuentros y bendiciones
La Navidad es el encuentro pleno y definitivo entre Dios y
el hombre. A decir verdad, no ha sido éste un encuentro fácil. Dice el libro del Génesis que cuando,
según su costumbre, Dios “paseaba por el jardín a la hora de la brisa” (cf. Gn 3, 8) el hombre temió y
se ocultó de su vista al comprender que estaba desnudo. El lenguaje usado habla de una familiaridad
cotidiana entre Dios y el hombre. Pero la conciencia de la confianza traicionada hace que el ser
humano se sienta desnudo: así nos sentimos siempre cuando nos damos cuenta de que “nos han
pillado”. Y esa vergüenza engendra temor y el deseo de huir y desaparecer. Y el temor, el deseo de
esconderse y huir ha impedido que ese encuentro buscado por Dios por largo tiempo haya podido
realizarse.
Por otro lado, es verdad que el ser humano ha desplegado su dimensión religiosa a lo largo de la
historia de múltiples formas. Ha construido templos y parece que le ha ofrecido a Dios su hospitalidad.
Es lo que nos narra la primera lectura. Pero ahí vemos que Dios se resiste a esa hospitalidad: el Señor
del universo no se deja encerrar en una casa, ni de cedro, ni de mármol. Y es que detrás de esa aparente
generosa hospitalidad se ha escondido con mucha frecuencia la voluntad humana de encerrar a Dios en
sus templos, es decir, en sus conceptos y planes, y de usarlo para sus fines. El poder político ha sido
especialmente sensible a esa manipulación. Y en la Biblia hay toda una corriente de crítica sistemática
del poder político y su intento de dominar a Dios (pues ése fue el pecado fundamental narrado en el
tercer capítulo del Génesis, la voluntad de ocupar el lugar de Dios), que se refleja, entre otras cosas, en
la crítica del culto oficial en el templo. Por eso, pese a la buena disposición de David, Dios aplaza el
proyecto y, a cambio, promete que será Él quien le dará una casa, una descendencia, precisamente,
Jesús, el verdadero templo de Dios en la tierra.
En síntesis, el temor humano por la vergüenza del pecado, y el pecado desvergonzado de querer
manipular a Dios han producido, más que encuentros, desencuentros y encontronazos.
¿Qué ha hecho Dios entre tanto? Dios ha seguido buscando al hombre desde el respeto de su libertad,
ha preparado los pasos para un encuentro definitivo, de reconciliación y amistad. No podía ser más que
un encuentro a la altura del hombre, para evitar el temor: la Palabra había de tomar carne humana, para
hablar al hombre huidizo, temeroso y, al tiempo, sediento de poder, en un lenguaje que pudiera
comprender y aceptar. Y, como todos los encuentros de “alto nivel”, había de estar precedido de otros
encuentros que lo prepararan. Toda la historia de Israel no habla sino de esto: largas tratativas
repetidamente frustradas por el temor y el orgullo, pero que fueron dando sus frutos al encontrar
también corazones bien dispuestos.
En estos días previos a la Navidad, especialmente entre el 17 y el 24, cuando el Adviento aumenta la
tensión de la espera en intensidad creciente, prodigando signos cada vez más claros de la cercanía del
“que ha de venir”, asistimos a los últimos encuentros preparatorios. El ángel y Zacarías, marido de
Isabel, representantes de una Alianza ya vieja y en apariencia estéril y muda, pero que va a dar un
último y decisivo fruto: la voz, el profeta precursor, Juan; el encuentro de Isabel con María; y, por fin,
el que hoy nos presenta el Evangelio, el encuentro del ángel con María. Este último es del todo
especial y está lleno de revelaciones esenciales. Si cabía aún alguna duda sobre el ánimo con el que
Dios viene a nuestro encuentro, basta que escuchemos las palabras del Ángel: ni un reproche, ni una
amenaza, ningún anuncio de castigo. Sólo piropos, bendiciones y halagos, hasta la exageración:
“Alégrate”, “agraciada”, “el Señor está contigo”. Y si todavía queda algún espacio para el temor, basta
seguir escuchando: “No temas”, “Dios te mira con benevolencia”, “la vida florece en ti”. Se me dirá:
“claro, está hablando con María”. Pero María no es un personaje extraño, ajeno, una especie de
extraterrestre. María es el ser humano buscado por Dios desde el comienzo de la historia, ese que salió
de sus manos sin sombra de mal, “muy bueno” (cf. Gn 1, 31), es decir, “lleno de gracia”. María es un
personaje histórico real, que realiza de manera transparente, de forma plena, algo que cada ser humano
esconde en sí, más o menos oculto por el pecado: la huella de Dios, su imagen y, por tanto, la
capacidad de responder positivamente a la llamada del Dios que viene a pasear y comunicarse con él
“a la hora de la brisa”. María significa y realiza lo mejor de la humanidad, su núcleo no contaminado
por el pecado y, por tanto, la que vive en lugar abierto, la que no se esconde.
El papel de María es fundamental en la venida de Dios a nuestro mundo. Porque, al ser nosotros
imágenes de Dios, es decir, libres, no puede Él comunicarse con nosotros y entrar en nuestro mundo
sin nuestro consentimiento. Pues sin ese consentimiento libre Dios no se haría presente como amigo,
hermano (en Cristo), Padre, salvador… Y no podría despejar el temor que nos atenaza y la vergüenza
que nos empuja a escondernos. María, con el valor que da la confianza, acoge la Palabra, arriesga y se
pone libremente al servicio del mayor proyecto de liberación que los han conocido siglos: he aquí la
sierva, hágase.
Este encuentro luminoso, pleno de bendiciones y alegres palabras nos hace comprender cuál es el
verdadero templo de Dios, el lugar en el que quiere habitar entre nosotros: es el corazón mismo del
hombre, su corazón de carne, la carne que acoge a la Palabra y que, al acogerla, se hace presente en
medio de nosotros. Es un templo vivo, del que cada uno de nosotros somos piedras vivas, la
humanidad de Cristo es la piedra angular y María y su “sí” han sido la puerta de entrada.
La liturgia de hoy es toda ella luminosa y alegre. Es verdad que el destino del que ha de nacer no será
en absoluto fácil ni triunfante. Y es que los temores y los orgullos no dejarán de acosar su presencia y
de cerrarse al diálogo. Pero en María descubrimos otra posibilidad que se nos abre a todos: vencer el
temor con la confianza, el orgullo con la humildad, y la voluntad de dominio con la disposición al
servicio. Podemos intentar hacer nuestro su sí, y convertirnos de este modo nosotros mismos en
ángeles que anuncian buenas noticias, procuran encuentros salvíficos, transmiten bendiciones y
preparan templos vivos en los que Dios encuentra un lugar donde habitar en medio de los hombres.
Porque, como nos recuerda hoy Pablo, el misterio de Cristo, mantenido en secreto durante siglos, no se
ha encarnado para permanecer escondido entre las cuatro paredes de una pequeña capilla sectaria, sino
para ser manifestado y dado a conocer a todas las naciones, a todos los hombres y mujeres del mundo,
que estuvieron representados ante el ángel por el sí de María.
José María Vegas, cmf