Tiempo y Eternidad
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José Manuel Otaolaurruchi, L.C.
¡Feliz navidad!
“El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían en tierra de
sombras, una luz resplandeci” (Is. 9,1). Para adentrarnos en el misterio de Belén se
necesita la luz de la gracia, la luz de la fe. Para celebrar el nacimiento de todo un Dios que
se hace niño, hay que tener el corazón limpio, pues la gracia es la luz que ilumina el
misterio. Hace dos mil años muchos vieron al niño Jesús, pero como no lo contemplaban
con los ojos del alma, no pasaba de ser otro niño cualquier; pero los que tenían la mirada
pura, como los reyes magos o los pastores, se alegraron al ver al Dios hecho hombre.
Si nos acercándonos a la cueva, lo primero que nos impacta es la pobreza y sencillez de la
Sagrada Familia. María tuvo que dar a luz en un pesebre, porque no había sitio para ellos en
la posada. El niño, envuelto en pañales, yace recostado en una cuna de paja y heno, no
existen más datos. ¡Cómo nos conmueve la escena, tan desprovistos de tantas cosas
materiales, pero al mismo tiempo cobijados por el inmaculado corazón de la Virgen María
que apenas es una doncella. Lo paradójico está en que siendo el niño Jesús pobre, nos
colmó de bienes y dones espirituales. Del cielo se trajo tres regalos comenzando con el de
nuestra redención. Nos abrió las puertas del cielo que estaban cerradas desde el pecado de
nuestros primeros padres, es decir, que nos devolvió la amistad con Dios. Este niño nos
trajo el amor de Dios y nos enseñó a invocarlo con el nombre de Padre. Como dice san
Pablo, “por su nacimiento, tenemos libre acceso al Padre pues ya nos somos extraños ni
forasteros, sino hijos” (Efe 2,18).
El segundo gran regalo que nos concedió fue el permitirnos conocer el rostro de la
divinidad. La humanidad finalmente pudo entrar en contacto con él, escucharlo, tocarlo,
hablarle. La encarnación del Verbo nos revela a un Dios rico en misericordia, que no sólo
es omnipotente, sino también bondad infinita; que no sólo es omnisciente, sino también
ternura y cariño. “Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. Yo les
aseguro que muchos profetas desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron y oír lo que
vosotros oís y no lo oyeron” (Mt. 13,16). Exultar de gozo como Simeón pues nuestros ojos
han visto al Salvador, luz de las naciones y gloria del pueblo de Israel.
Finalmente nos trajo el don de la paz. “Un nio nos ha nacido, un hijo se nos ha dado; lleva
sobre sus hombros el signo del imperio y su nombre será: Príncipe de la paz. Este niño nos
reconcilió con Dios y con nosotros mismos. La paz es un don del cielo que el mundo desea,
pero no logra conquistarla porque no la conoce. La paz es fruto de la presencia de Dios en
el alma. ¡Feliz navidad y un año colmado de bendición para todos nuestros lectores!
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