Comentario al evangelio del Domingo 01 de Enero del 2012
Santa María Madre de Dios
La plenitud de los tiempos
Al estrenar una nueva “porción” de tiempo, un nuevo
año, es casi inevitable preguntarse por esta cotidiana y misteriosa dimensión de nuestra vida. Tal vez
nadie hizo nunca esta pregunta de manera más inteligente y profunda que San Agustín: “¿Qué es el
tiempo? Si nadie me pregunta yo lo sé. Pero si quiero explicarlo al que me pregunta, entonces no lo sé”
(San Agustín, Confesiones, XI, 14. Quid ergo est tempus? Si nemo ex me quaerat, scio; si quaerente
explicare velim, nescio.) El tiempo es ese eterno fluir en cuyo seno suceden y se suceden todos los
acontecimientos de la naturaleza y de la historia, pero que nos parece que seguiría fluyendo aun en el
caso de que nada sucediera. El ser humano se las ha ingeniado para racionalizar y, en cierto modo,
dominar esta misteriosa dimensión y situarse en ella dividiéndola, clasificándola y asignándole
números. Es verdad que para ello se ha apoyado en los ciclos naturales que se repiten de manera
constante: el día y la noche, el invierno, la primavera, el verano y el otoño. Pero la historia humana, a
diferencia de los ciclos naturales, añade novedad a ese eterno fluir temporal, y hace que la rueda del
tiempo se distienda como una línea abierta. Y, sin embargo, aquel “eterno retorno” se refleja en cierto
modo también en nuestra historia: los problemas, los conflictos, las limitaciones, los sufrimientos, las
injusticias… el mal en suma, con sus múltiples rostros, forman parte de la herencia que cada año que
termina le pasa al siguiente. Pero el corazón humano no se resigna, y no cesa por ello de esperar que el
año nuevo, la porción de tiempo que estrenamos al asignarle una nueva cifra, sea mejor, más propicio,
esté menos gravado por la maldición el mal, y venga, en suma, cargado de mayores bienes, de
bendiciones.
La hermosa bendición del libro de los Números, que la Iglesia lee en los umbrales de cada nuevo año,
expresa con fuerza y profundidad los anhelos más o menos escondidos en el corazón del hombre: “El
Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te
conceda la paz.” Y es que la Iglesia, haciéndose eco de los deseos y las esperanzas en un mundo mejor,
celebra cada 1 de enero la jornada mundial de la paz. La paz, bien entendida, es el fruto que sintetiza
todos los bienes a los que aspira permanentemente el corazón humano y que son como las condiciones
necesarias de aquella: la verdad, la justicia, el amor y la libertad, como afirmó Juan XXIII en su
encíclica Pacem in terris.
Ahora bien, la Iglesia y todos los cristianos celebramos esta jornada apoyados no sólo en buenos
deseos, que pueden revelarse, por lo demás, deseos hueros, sino en una realidad firme, concreta,
encarnada: la bendición de Dios se ha hecho tiempo, historia humana, carne por medio del nacimiento
del Hijo de Dios. Por él, la bendición del libro de los Números no es sólo un buen deseo (“que el Señor
te bendiga…”), sino un acontecimiento histórico: el Señor nos ha bendecido, ha hecho brillar su rostro
sobre nosotros, nos ha concedido su favor, se ha fijado en nosotros, nos ha dado la paz, “él es nuestra
paz” (Ef 2, 14). El tiempo, ese eterno fluir, en apariencia indiferente, ha conocido su plenitud cuando
ha sido visitado por el Dios eterno, por el Señor y creador del tiempo y de la historia, nacido de una
mujer. La jornada mundial de la paz se celebra bajo la protección y el patrocinio de “una mujer”,
María, Madre de Dios. En ese título, “Madre de Dios”, la Iglesia confiesa quién es ese que ha nacido
de ella: el Hijo, el Verbo eterno de Dios, el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, el Mesías y salvador, que
eso significa el nombre que le pusieron, según la ley, a los ocho días: Jesús, “Dios salva”.
Con el título de Madre de Dios la Iglesia expresó (en el Concilio de Éfeso, año 431) su fe en que Jesús
es verdadero Dios y verdadero hombre. Por medio de María, madre de Dios, se nos ha abierto la
posibilidad de ser libres, de ser hijos en el Hijo, de que el Espíritu clame en nosotros “¡Abba! ¡Padre!”.
Y si somos hijos de Dios, quiere decir que somos hermanos, y si todos estamos llamadas a ser
hermanos, significa que podemos y debemos vivir en la paz de la fraternidad.
Pero, seamos sinceros, ese mismo corazón nuestro que anhela la bendición de la paz, sabe, en el fondo,
que en el nuevo año todo seguirá en nuestro mundo más o menos igual… Si Dios nos ha bendecido con
el nacimiento de Jesús, ¿por qué no tenemos paz (verdad, justicia, amor y libertad)? Tal vez porque al
don de la bendición hay que responder de forma adecuada, y eso es lo que probablemente nos falte.
Esto es lo que nos enseñan los pastores: ir al portal y adorar al niño; y, sobre todo, María, que
“conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.” Vivimos demasiado agobiados,
demasiado deprisa, pensando que todo depende de nosotros. Pero el don de la paz, que es fruto de una
bendición, la que se ha producido con el nacimiento de Jesús, es ante todo un don que nos pide correr a
Belén, y allí pararnos, contemplar, adorar, acoger en silencio la Palabra, meditarla y conservarla en
nuestro corazón. Si dedicáramos más tiempo a la adoración y a la contemplación, esas actividades tan
“inútiles”, empezaríamos por pacificarnos a nosotros mismos, a convertirnos desde dentro en agentes
de esa paz que no se consigue ni sólo con pactos ni con imposiciones, ni con puro voluntarismo. Es
verdad que hay que trabajar por la paz. Pero para ello hay que acoger primero la bendición del Señor,
acoger al Señor del tiempo, a la Palabra encarnada, y dejar que eche raíces en nuestro corazón.
Pero ahora, en el umbral del nuevo año, contemplando al niño en brazos de María, madre de Dios,
dejemos que la bendición de Dios descienda sobre nosotros como un rocío benéfico: “Que el Señor te
bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda
la paz.”
José María Vegas, cmf