Fiesta. El Bautismo del Señor
Padre Julio Gonzalez Carretti OCD
Lecturas:
a.- Is. 55, 1-11: Acudid por agua; escuchadme y viviréis.
La primera lectura, nos presenta este oráculo que ha de ser contemplado desde la
perspectiva de los oráculos de salvación, y luz que siguen a la humillación del
destierro. Se pasa del símbolo y las imágenes a la realidad: es la invitación a todos
al banquete escatológico de los tiempos mesiánicos. Basta ser necesitado, tener
sed, para considerarse invitado. Son los pobres de Yahvé o los Anawin, los ahora
invitados a comer y beber gratis. El banquete bíblico, es imagen del amor de Dios
para su pueblo. Queda patentado en las relaciones de Dios con los hombres, que
culminan con un sacrificio y un banquete como: en la salida de Egipto, en la Alianza
del Sinaí, el banquete de la Sabiduría y en el Cantar de los Cantares entre Dios e
Israel, hasta el banquete de la nueva y eterna alianza, el banquete escatológico en
el Reino de Dios. Socialmente, el festejar entre los hombres se hace comiendo y
bebiendo, con el deseo de manifestar el deseo de ser feliz. Hay una condición que
es saber escuchar, dar oídos, pues la felicidad está en la Palabra de Dios aprendida
como precepto, alianza, etc. Quienes oigan, tendrá viva para siempre (v. 3). Vida
plena, que en el NT., es vida eterna. Es necesario realizar la nueva y eterna alianza,
de la que Abraham fue testigo para su pueblo, lo mismo ahora el pueblo entero
será testimonio para todas las naciones (v.3). No un testimonio de fuerza, al estilo
de David, es decir, militar, sino que serán atraídos a Jerusalén por el Santo de
Israel, por la santidad de su pueblo, por su fidelidad a la Nueva Alianza. Se trata
de volver a Yahvé, al camino de la conversión por parte de todos los pueblos, es
decir la vida de redimidos y perdonados. La justicia es la mejor señal de la libertad
de todas las esclavitudes. La cercanía de Dios, es causa de alegría y salvación. La
Palabra de Dios, es su plan de salvación para todos los hombres, que en Cristo se
hizo carne. El banquete eucarístico, es Palabra bajada del cielo, salida de Dios,
ofrecida en sacrificio y alimento de su pueblo para cuantos tienen sed y hambre de
justicia y verdad, de amor y paz.
b.- 1Jn. 5, 1-9: El Espíritu, el agua y la sangre como testigos.
El apóstol y evangelista Juan, nos enseña que fruto del misterio de la Encarnación,
es el hecho que los hombres ingresen a la familia de Dios, y son capaces de vencer
al mundo y sus influencias. Prueba de todo esto, es amar a Dios y al prójimo,
cumplir los mandamientos que le agradan. La victoria sobre el mundo, se logra por
la fe. La voluntad de Dios, supone una batalla que se libra en lo interior y en lo
exterior, donde se conjuga la voluntad de Dios y la purificación de la propia. Dios y
el mundo, se excluyen mutuamente. La lucha de la fe, es contra lo que se opone a
Jesucristo y su Reino, es decir, las tinieblas del mal, del pecado y del demonio. Es
una batalla, que tiene garantizada la victoria, porque la vida de Dios está por sobre
la que ofrece el mundo. (cfr. Jn. 16, 33). La unión con Dios, es fuerza y vida nueva
para el creyente. La fe que vence al mundo se tiene en una persona concreta:
Jesucristo, el Señor. Es el mismo que se bautizó, con agua y Espíritu, (cfr. Mc.
1,11; Jn. 1, 33) que sufrió la pasión, la cruz, resucito y ascendió a la diestra del
Padre (cfr. Jn.1, 7. 29). Sigue viniendo a nosotros, por el agua y el Espíritu en el
Bautismo, lo que nos hizo cristianos, y por la sangre derramada en su muerte
sacrificial, que se actualiza en cada celebración eucarística. El que da testimonio de
esto hoy, es el Espíritu Santo, quien garantiza la verdad y la eficacia salvadora de
la fe.
c.- Mc. 1, 7-11: Tú eres mi Hijo amado, mi preferido.
El evangelista, nos presenta el Bautismo de Jesús, escueta y austera los elementos
básicos son Jesús viene de Nazaret de Galilea, para ser bautizado en el Jordán. Una
vez bautizado se abren los cielos, el Espíritu Santo baja de los cielos y se escucha la
voz del Padre, una declaración, que lo reconoce como el Hijo amado en quien se
complace (v.11). El perfil que nos presenta el evangelista, es nítido lo que revela su
identidad y su obra: las palabras proféticas de Juan (v.7), la presencia del Espíritu
(v.10) y las palabras reveladoras del Padre (v.11). Con el bautismo Jesús inicia su
misión, con autoridad plena, la presencia y garantía del Espíritu, el testimonio
amoroso del Padre. El Bautista, había preparado al pueblo con una predicación que
invitaba a la purificación, penitencia por los pecados cometidos, suscita un
movimiento espiritual de conversión. Es su tiempo que se cierra, para dar paso a la
novedad del evangelio, predicado por Aquel que es más fuerte que él (v.7; cfr. Is.
9,6). La inmersión en las aguas del Jordán, son el espacio donde los pecadores son
acogidos y preparados para el encuentro con el Mesías. Es la disposición interior de
quienes buscan la salvación, un camino de santidad que está por inaugurarse por
Aquel, que es más fuerte y bautizará con Espíritu Santo. Si Jesús trae consigo al
Espíritu, es porque la historia está llegando a su plenitud. Jesús viene desde
Galilea, baja del norte de Nazaret a Galilea, es decir, de la tierra de los paganos a
un contacto más directo con los judíos. Jesús se acerca al Bautista para ser
bautizado. Toma la condición de un pecador, se hace pecado (cfr. 2 Cor. 5, 21),
aparece como un peregrino más del arrepentimiento, que concretiza su gesto de
arrepentimiento con el agua derramada y el compromiso de cambiar de vida. Pero
sucede lo extraordinario, el reconocimiento de su verdadera identidad que vienen
no de los hombres, sino de lo alto: la presencia del Espíritu y la voz del Padre. Se
oye la voz del cielo. “En cuanto sali del agua vio que los cielos se rasgaban y que
el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él. Y se oyó una voz que venía de los
cielos: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco.» (vv. 10-11). Se enfatiza lo
humano comparte la condición de pecador, pero al mismo tiempo se subraya su
dimensión divina, condición única entre los profetas que ha conocido el pueblo de
Dios. Jesús es hombre y Dios, pecador e inocente por nosotros. Lo humano y
divino, se conjugan en forma admirable en Cristo Jesús. Al recibir el Bautismo, se
hace plenamente solidario con la humanidad pecadora, es el “verdadero Hombre”,
pero también reconocido como “verdadero Dios”, por el Padre y el Espíritu Santo. El
Padre proclama a Jesús como su verdadero Hijo amado, en quien se complace, con
quien tiene pleno entendimiento. Es la revelación de su condición divina, que más
tarde el mismo Jesús confesará: “El Padre y yo somos uno” (Jn.10, 30). Si el Padre
lo reconoce como Hijo, la presencia del Espíritu Santo, habla de su presencia en la
vida de Jesús en forma estable, ontológica, consustancial, definitiva. Esta presencia
del Espíritu hace más comprensible la identidad de Jesús y consigue que el mundo
de los hombres y el de Dios, enemistados por el pecado, ahora puedan abrirse a la
comunión, es el abrirse de los cielos, para que descienda el Salvador y el hombre
ascienda como hijo de Dios. Pura gracia de Dios. Esto ayuda a comprender, como la
Iglesia, deberá también compartir su condición de pecadora pero también deberá
ser pura y santa desde lo interior de sí misma para luchar contra el pecado. La
inmersión de Cristo, en el mar de los pecados de la humanidad, es para redimirla
con su misterio pascual de muerte y resurrección. Lo mismo hace la Iglesia, cuando
evangeliza en nombre de la Trinidad, lo hace para que nazca, en el corazón de los
hombres, el arrepentimiento y la conversión. La renovación personal, eclesial y
social, será una realidad, cuando cada cristiano asuma su condición de bautizado.
Ser hijo en el Hijo, darle en su vida, el primer puesto a Jesús, por la experiencia
que tiene del Padre y del Espíritu, es el más Fuerte, lo que para nosotros es
fundamental, porque arrimados a ÉL y con la presencia amorosa de su Espíritu,
daremos una respuesta más original en fidelidad a los deseos del Padre.
Sor Isabel de la Trinidad, mística de lo Invisible, contempla en el alma de sus
sobrinas, pequeos tabernáculos, donde adorar a Dios, Uno y Trino. “Me llena de
satisfacción poder adorar a la Santísima Trinidad en esta alma constituida en su
templo por el Bautismo. ¡Qué misterio!” (Cta.174)