Carta del Obispo de Posadas para el 15 de enero de 2012.
EDUCAR EN LA VERDAD Y EN LA LIBERTAD
(Parte III)
“San Agustín se preguntaba: «Quid enim fortius desiderat anima quam veritatem? - ¿Ama
algo el alma con más ardor que la verdad?». El rostro humano de una sociedad depende
mucho de la contribución de la educación a mantener viva esa cuestión insoslayable. En
efecto, la educación persigue la formación integral de la persona, incluida la dimensión
moral y espiritual del ser, con vistas a su fin último y al bien de la sociedad de la que es
miembro. Por eso, para educar en la verdad es necesario saber sobre todo quién es la
persona humana, conocer su naturaleza. Contemplando la realidad que lo rodea, el salmista
reflexiona: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has
creado. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para que de él te
cuides?» (Sal 8,4-5). Ésta es la cuestión fundamental que hay que plantearse: ¿Quién es el
hombre? El hombre es un ser que alberga en su corazón una sed de infinito, una sed de
verdad no parcial, sino capaz de explicar el sentido de la vida porque ha sido creado a
imagen y semejanza de Dios. Así pues, reconocer con gratitud la vida como un don
inestimable lleva a descubrir la propia dignidad profunda y la inviolabilidad de toda
persona. Por eso, la primera educación consiste en aprender a reconocer en el hombre la
imagen del Creador y, por consiguiente, a tener un profundo respeto por cada ser humano y
ayudar a los otros a llevar una vida conforme a esta altísima dignidad. Nunca podemos
olvidar que «el auténtico desarrollo del hombre concierne de manera unitaria a la totalidad
de la persona en todas sus dimensiones», incluida la trascendente, y que no se puede
sacrificar a la persona para obtener un bien particular, ya sea económico o social, individual
o colectivo.
Sólo en la relación con Dios comprende también el hombre el significado de la propia
libertad. Y es cometido de la educación el formar en la auténtica libertad. Ésta no es la
ausencia de vínculos o el dominio del libre albedrío, no es el absolutismo del yo. El hombre
que cree ser absoluto, no depender de nada ni de nadie, que puede hacer todo lo que se le
antoja, termina por contradecir la verdad del propio ser, perdiendo su libertad. Por el
contrario, el hombre es un ser relacional, que vive en relación con los otros y, sobre todo,
con Dios. La auténtica libertad nunca se puede alcanzar alejándose de Él.
La libertad es un valor precioso, pero delicado; se la puede entender y usar mal. «En la
actualidad, un obstáculo particularmente insidioso para la obra educativa es la masiva
presencia, en nuestra sociedad y cultura, del relativismo que, al no reconocer nada como
definitivo, deja como última medida sólo el propio yo con sus caprichos; y, bajo la
apariencia de la libertad, se transforma para cada uno en una prisión, porque separa al uno
del otro, dejando a cada uno encerrado dentro de su propio “yo”. Por consiguiente, dentro
de ese horizonte relativista no es posible una auténtica educación, pues sin la luz de la
verdad, antes o después, toda persona queda condenada a dudar de la bondad de su misma
vida y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su esfuerzo por construir con
los demás algo en común».
Para ejercer su libertad, el hombre debe superar por tanto el horizonte del relativismo y
conocer la verdad sobre sí mismo y sobre el bien y el mal. En lo más íntimo de la
conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe
obedecer y cuya voz lo llama a amar, a hacer el bien y huir del mal, a asumir la
responsabilidad del bien que ha hecho y del mal que ha cometido. Por eso, el ejercicio de la
libertad está íntimamente relacionado con la ley moral natural, que tiene un carácter
universal, expresa la dignidad de toda persona, sienta la base de sus derechos y deberes
fundamentales, y, por tanto, en último análisis, de la convivencia justa y pacífica entre las
personas.
El uso recto de la libertad es, pues, central en la promoción de la justicia y la paz, que
requieren el respeto hacia uno mismo y hacia el otro, aunque se distancie de la propia forma
de ser y vivir. De esa actitud brotan los elementos sin los cuales la paz y la justicia se
quedan en palabras sin contenido: la confianza recíproca, la capacidad de entablar un
diálogo constructivo, la posibilidad del perdón, que tantas veces se quisiera obtener pero
que cuesta conceder, la caridad recíproca, la compasión hacia los más débiles, así como la
disponibilidad para el sacrificio”.
Les envío un saludo cercano y hasta el próximo domingo. Mons. Juan R Martínez.