La Epifanía del Señor
(Isaías 60:1-6; Efesios 3:2-3.5-6; Mateo 2:1-12)
Una vez era diferente. Entonces el tiempo navideño no era el gran salvador de la
economía. La gente intercambiaba regalos de Navidad, pero no eran tarjetas de
crédito mucho menos coches BMW. Más bien la gente prefería regalar dones que
simbolizaran a sí mismo. Tal vez fuera un poema para los padres hecho de
memorias de la niñez. O posiblemente fuera un reloj para un niño comprado con el
dinero de la venta de nueces cultivadas cerca de la casa. El don de sí mismo es lo
que vemos en el evangelio hoy. Los magos dan a Jesús regalos del más profundo
significado.
Los magos no son reyes sino sabios que estudian la naturaleza para huellas de
Dios. Ven en el cielo occidental una estrella nueva y brillante. Deducen que ella
debe representar a un nuevo rey valiente de los judíos. Pues el rey David, unos mil
años anteriormente, fue anticipado por un tal astro. Los magos vienen para darle
homenaje con regalos de oro, incienso, y mirra. Tan deseoso que sea el oro, tan
fragrante el incienso quemado, y tan útil la mirra para los entierros, no se dan
estos tesoros porque al rey le hacen falta. No, los magos saben que el nuevo rey de
los judíos tiene almacenes de riquezas aún más valiosas. Las regalan a Jesús
porque simbolizan lo más grande de ellos mismos. El oro es la virtud, el atributo
más noble de cualquiera persona. El incienso es la oración, el reconocimiento de
Dios como el que guía a los soberanos. La mirra es el compromiso para ser fiel
hasta la muerte.
Nosotros damos regalos a otras personas en este tiempo porque nos recuerdan de
Jesús. Pero nuestros obsequios, tan grandes como sean, no se acercan el valor del
premio de Dios para nosotros. En primer lugar, el Padre nos ha concedido a Su
propio Hijo, Jesús. Él nos enseña no sólo la voluntad de Dios Padre sino también Su
amor que le da la vida. Como si no fuera suficiente el don de la presencia del Hijo
de Dios, este mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, nos regala Su propia carne en
el pan eucarístico. Este don nos mueve del amor teorético a la acción
verdaderamente amorosa. Por su muerte en la cruz, representada en la Eucaristía,
recibimos la fuerza para sacrificarnos como hizo él. Sí, Jesús nos regala la gracias
que nos hace parecidos a él. Él nos hace en hijas e hijos de Dios.
Padre Carmelo Mele, O.P.