La Epifanía del Señor
Isaías 60, 1-6
¡Levántate, resplandece, porque llega tu luz y la gloria del Señor brilla sobre ti! Porque
las tinieblas cubren la tierra y una densa oscuridad, a las naciones, pero sobre ti brillará
el Señor y su gloria aparecerá sobre ti. Las naciones caminarán a tu luz y los reyes, al
esplendor de tu aurora. Mira a tu alrededor y observa: todos se han reunido y vienen
hacia ti; tus hijos llegan desde lejos y tus hijas son llevadas en brazos. Al ver esto,
estarás radiante, palpitará y se ensanchará tu corazón, porque se volcarán sobre tilos
tesoros del mar y las riquezas de las naciones llegarán hasta ti. Te cubrirá una multitud
de camellos,
de dromedarios de Madián y de Efá. Todos ellos vendrán desde Sabá, trayendo oro e
incienso, y pregonarán las alabanzas del Señor.
San Pablo a los Efesios 3, 2-6
Hermanos: Habéis oído hablar de la distribución de la gracia de Dios que se me ha
dado en favor vuestro. Ya que se me dio a conocer por revelación el misterio, que no
había sido manifestado a los hombres en otros tiempos, como ha sido revelado ahora
por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas: que también los gentiles son
coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo, por
el Evangelio.
Evangelio: Mateo 2,1-12
Jesús nació en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes. Entonces, unos magos de
Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: «¿Dónde está el Rey de los judíos
que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo.» Al enterarse
el rey Herodes, se sobresaltó, y todo Jerusalén con él; convocó a los sumos sacerdotes
y a los escribas del país, y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías. Ellos le
contestaron: «En Belén de Judea, porque así lo ha escrito el profeta: ?
“Y tú, Belén, tierra de Judea, no eres ni mucho menos la última de las ciudades de
Judea, pues de ti saldrá un jefe que será el pastor de mi pueblo Israel."» Entonces
Herodes llamó en secreto a los magos para que le precisaran el tiempo en que había
aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles: «Id y averiguad
cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también
a adorarlo.» Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y de pronto la estrella
que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde
estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa,
vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después,
abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra.
Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se
marcharon a su tierra por otro camino.
El misterio de la Navidad es tan grande y tan profundo, que no basta un día para entrar a
fondo en él y descubrir todas sus dimensiones. A la noche y el día de Navidad, en que
contemplamos la luz del niño Dios nacido en Belén, le siguen otras fiestas que van completando
un cuadro armonioso. La fiesta de la Sagrada Familia nos habla de un contexto de relaciones
humanas, del que la verdadera humanidad de Jesús tenía necesidad para desarrollarse y crecer.
Las fiestas de San Esteban y de los santos inocentes, para evitar un exceso de sentimentalismo,
nos recuerdan que Jesús nace en un mundo violento e injusto y que Él mismo y otros por su
causa habrán de sufrir las consecuencias de esa situación “no ideal” del mundo en la que tiene
lugar la encarnación.
El misterio se va completando con esta fiesta de la Epifanía o Manifestación de Cristo a los
gentiles, nuestra popular fiesta de los reyes magos. Es una fiesta que enlaza directamente con la
del domingo siguiente: el Bautismo del Señor, otro momento de manifestación, pues es el
momento del comienzo del ministerio público de Cristo; y con la Bodas de Caná, que Juan nos
presenta como el comienzo de los “signos” del Reino de Dios que Jesús realiza para anunciar
que Dios está ya cumpliendo sus promesas. De hecho, la liturgia oriental reúne en una sola fiesta
(aquí en Rusia es el día 7 de enero, mañana para quien esto escribe) la navidad, y la epifanía
(“bogoyavlenie”).
Mateo dice con el episodio de los sabios de oriente que ya desde el mismo nacimiento de
Jesús su encarnación tiene una significación universal, para todo el mundo, sin distinción de
razas, culturas y nacionalidades. Que Dios se haga hombre (ser humano) es algo que tiene que
importarle a todo el mundo. No puede ser algo exclusivo de un grupo, un pueblo, incluso una
confesión religiosa, por paradójico que parezca. Ya, antes de Cristo, y pese al tono fuertemente
nacionalista de la religión judía, se dieron cuenta de ello los Profetas. Isaías hoy los representa a
todos. Es algo que se deriva naturalmente de su fuerte monoteísmo: si el Dios de Israel es el
único Dios verdadero, significa que es el Dios de todos los hombres sin distinción; luego la
revelación que Israel ha recibido no es sólo para él, sino para todo el mundo. Israel descubre así
su vocación sacerdotal, de mediador entre Dios y la humanidad. Y después de la muerte y
resurrección de Cristo, Pablo es el gran batallador por la comprensión universalista de la fe
cristiana y que impide que ésta se reduzca a una insignificante secta dentro del judaísmo.
Dios nace y se manifiesta: nace para manifestarse, para comunicarse, para hacerse accesible a
todos. Esto tiene desde luego una importante consecuencia para la comprensión de nuestra fe. La
fe no puede reducirse a una “opción privada”, a una íntima convicción que no debe manifestarse,
sino que debe permanecer dentro de cada uno. Es algo a lo que se nos invita en nombre de una
tolerancia mal entendida. Se nos invita a profesar nuestra fe con tal de que no la manifestemos,
de que la practiquemos en nuestro fuero interno, en el ámbito privado de nuestras asambleas
litúrgicas, pero renunciando a tratar de permear nuestro actuar, nuestro pensamiento, nuestra
presencia pública con nuestra fe cristiana. Es pedir un imposible. Jesús no vino al mundo a
fundar un club privado, sino a decirnos que Dios es nuestro Padre, que nosotros somos sus hijos
y que todos somos hermanos.
Así pues, respetando sin ambages la libertad de todos y renunciando a imponer nada a nadie,
los cristianos no podemos dejar de proclamar el significado y la importancia para todos de lo
que nuestra fe proclama, y de testimoniar invitando a todos a acercarse a conocer personalmente
al hijo de Dios hecho hombre. Y es que la nuestra es una opción personal, pero no en modo
alguno una opción privada.
Un segundo aspecto de esta fiesta que a mí me motiva especialmente es el de la estrella. Los
sabios de oriente representan, se me antoja, la sabiduría humana. No eran magos, sino sabios,
buscadores de la verdad. Posiblemente eran astrólogos o, dicho en lenguaje actual, astrónomos,
una especie de físicos, indagadores de la naturaleza, además de filósofos. En aquel tiempo los
saberes no estaban tan especializados. Que estos sabios siguiendo la estrella buscaran al niño
para adorarlo significa, me parece a mí, que entre la fe y la razón no hay contradicción alguna,
que la ciencia y la revelación no son divergentes sino convergentes, pues por caminos distintos
se encaminan a la verdad, el bien y la justicia, que, por vía natural o por vía revelada tienen un
mismo Autor.
La razón tiene sus limitaciones y en ciertos momentos necesita del apoyo de la revelación.
Así, el hombre puede admirar la grandeza y el poder de Dios al contemplar la naturaleza, pero no
puede llegar por la sola razón al contenido revelado, que le dice que a ese Dios creador que
busca en las estrellas lo puede encontrar en medio de los hombres. Por eso los reyes magos
siguiendo la estrella se acercan mucho, pero no pueden llegar hasta el final. Tienen que preguntar
a los representantes del pueblo sacerdotal, depositario de la revelación. Estos tuercen el gesto
pero consultan el depósito que se las ha confiado y hallan la respuesta. Es un texto de Isaías el
que despeja el camino hasta el niño recién nacido. Pero causa admiración y perplejidad que
mientras los sabios de oriente se muestren tan abiertos (a la razón y a la fe), esos representantes
estén tan cerrados a lo que sus propias escrituras les dicen (y que transmiten a los extranjeros que
les preguntan). Y es que vemos que ni la razón ni la revelación bastan por sí mismas. Hacen falta
además disposiciones personales, es decir, un corazón bien dispuesto. Si no se da esto, la sóla
razón puede llevar a la soberbia y a la negación de Dios; y la actitud religiosa puede convertirse
en fanatismo, y en la negación del hombre al que en nombre de una verdad mal entendida se está
dispuesto a matar.
Nuestros sabios de oriente, bien dispuestos y abiertos a las evidencias de la razón y a las
revelaciones de la escritura, encuentran al niño y le ofrecen sus dones. Son toda una profesión de
fe: oro (el niño es el rey celestial), incienso (es el Hijo de Dios), y mirra (su trono y su gloria será
la cruz).
Una afortunada tradición ha querido que los reyes magos sigan trayendo sus regalos a niños y
mayores del mundo entero (últimamente se distribuyen el esfuerzo con San Nicolás, también
llamado Santa Klaus). Pero solemos darle a esta tradición un moralismo indebido: los regalos
dependen de si hemos sido buenos y nos hemos portado bien. Como si fueran los regalos el
premio a un mérito acumulado. Pero esto no es así. Los regalos se hacen porque se quiere a la
persona agraciada, y con el regalo se le “dice” ese amor, se confirma su ser y se celebra que
exista. Es importante que nos hagamos regalos unos a otros, como expresión de esos vínculos
esenciales que están más allá de todo mérito.
Los magos confiesan y testimonian con sus regalos. Nosotros deberíamos tratar de regalar al
mundo el testimonio de nuestra fe, sin miedo y sin vergüenza. Es el mejor regalo que le podemos
hacer, pues el mundo necesita de este niño que ha nacido en Belén. Regalar la luz que hemos
visto en medio de la noche y que hemos recibido con nuestra fe. Sí, ese es el mejor regalo que
podemos y debemos hacer en este mundo no ideal en el que Jesús ha nacido para todos: ser
nosotros mismos estrellas que indican el camino que lleva a Belén a todos aquellos que buscan a
Dios, que necesitan de Cristo aun sin saberlo.
VERSIÓN BREVE
El misterio de la Navidad es tan grande y tan profundo, que no basta un día para entrar a
fondo en él y descubrir todas sus dimensiones. A la noche y el día de Navidad, en que
contemplamos la luz del niño Dios nacido en Belén, le siguen otras fiestas que van completando
un cuadro armonioso. La fiesta de la Sagrada Familia nos habla de un contexto de relaciones
humanas, del que la verdadera humanidad de Jesús tenía necesidad para desarrollarse y crecer.
Las fiestas de San Esteban y de los santos inocentes, para evitar un exceso de sentimentalismo,
nos recuerdan que Jesús nace en un mundo violento e injusto y que Él mismo y otros por su
causa habrán de sufrir las consecuencias de esa situación “no ideal” del mundo en la que tiene
lugar la encarnación.
El misterio se va completando con esta fiesta de la Epifanía o Manifestación de Cristo a los
gentiles, nuestra popular fiesta de los reyes magos. Es una fiesta que enlaza directamente con la
del domingo siguiente: el Bautismo del Señor, otro momento de manifestación, pues es el
momento del comienzo del ministerio público de Cristo; y con la Bodas de Caná, que Juan
presenta como el comienzo de los “signos” que Jesús realiza para anunciar que Dios está ya
cumpliendo sus promesas. De hecho, la liturgia oriental reúne en una sola fiesta (aquí en Rusia
es el día 7 de enero, mañana para quien esto escribe) la navidad, y la epifanía.
Mateo dice, con el episodio de los sabios de Oriente, que ya desde su nacimiento Jesús tiene
una significación universal, para todo el mundo, sin distinción de razas, culturas y
nacionalidades. Que Dios se haga hombre (ser humano) es algo que tiene que importarle a todo
el mundo. No puede ser algo exclusivo de un grupo, un pueblo, incluso una confesión religiosa,
por paradójico que parezca. Ya, antes de Cristo, y pese al tono fuertemente nacionalista de la
religión judía, se dieron cuenta de ello los Profetas. Isaías hoy los representa a todos. Es algo que
se deriva naturalmente de su monoteísmo: si el Dios de Israel es el único Dios verdadero,
significa que es el Dios de todos los hombres sin distinción; luego la revelación que Israel ha
recibido es para todo el mundo. Israel descubre así su vocación sacerdotal, de mediador entre
Dios y la humanidad. Y después de la muerte y resurrección de Cristo, Pablo es el gran
batallador por la comprensión universalista de la fe cristiana, que impide que ésta se reduzca a
una insignificante secta dentro del judaísmo.
Dios nace y se manifiesta: nace para manifestarse, para comunicarse, para hacerse accesible a
todos. Esto tiene una importante consecuencia para la comprensión de nuestra fe, que no puede
reducirse a una “opción privada”, a una íntima convicción que no debe manifestarse. Hoy, con
frecuencia, en nombre de una tolerancia mal entendida, se nos invita a profesar la fe con tal de
que no la manifestemos, de que la practiquemos en nuestro fuero interno, en el ámbito privado
de nuestras asambleas litúrgicas, pero renunciando a tratar de que la fe impregne nuestro actuar,
nuestro pensamiento y nuestra presencia pública. Es pedir un imposible. Jesús no vino al mundo
a fundar un club privado, sino a decirnos que Dios es nuestro Padre, que nosotros somos sus
hijos y que todos somos hermanos.
Así pues, respetando sin ambages la libertad de todos y renunciando a imponer nada a nadie,
los cristianos no podemos dejar de proclamar el significado y la importancia para todos de lo
que nuestra fe proclama, y de testimoniar, invitando a todos, a acercarse a conocer
personalmente al hijo de Dios hecho hombre. Y es que la nuestra es una opción personal, pero
no, en modo alguno, una opción privada.
Un detalle importante de esta fiesta es el de la estrella. Los sabios de Oriente representan la
sabiduría humana. No eran magos, sino sabios, posiblemente astrólogos o, dicho en lenguaje
actual, astrónomos, una especie de físicos y filósofos, indagadores de la naturaleza y buscadores
de la verdad. Que estos sabios siguiendo la estrella buscaran al niño para adorarlo significa que
entre la fe y la razón no hay contradicción alguna, que la ciencia y la revelación no son
divergentes sino convergentes, pues por caminos distintos se encaminan a la verdad, el bien y la
justicia, que, por vía natural o por vía revelada, tienen un mismo Autor.
La razón tiene sus limitaciones y en ciertos momentos necesita del apoyo de la revelación.
Así, el hombre puede admirar la grandeza y el poder de Dios al contemplar la naturaleza, pero no
puede llegar por la sola razón al contenido revelado, que le dice que a ese Dios creador que
busca en las estrellas lo puede encontrar en medio de los hombres. Por eso los reyes magos
siguiendo la estrella se acercan mucho, pero no pueden llegar hasta el final. Tienen que preguntar
a los representantes del pueblo sacerdotal, depositario de la revelación. Estos tuercen el gesto
pero consultan el depósito que se las ha confiado y hallan la respuesta. Es un texto de Isaías el
que despeja el camino hasta el niño recién nacido. Pero causa admiración y perplejidad que
mientras los sabios de Oriente se muestren tan abiertos (a la razón y a la fe), esos representantes
estén tan cerrados a lo que sus propias escrituras les dicen. Vemos que ni la razón ni la
revelación bastan por sí mismas. Hacen falta, además, disposiciones personales, es decir, un
corazón bien dispuesto. Si no se da esto, la sóla razón puede llevar a la soberbia y a la negación
de Dios; y la actitud religiosa puede convertirse en fanatismo, y en la negación del hombre al que
en nombre de una verdad mal entendida se está dispuesto a matar.
Nuestros sabios de Oriente, bien dispuestos y abiertos a las evidencias de la razón y a las
revelaciones de la Escritura, encuentran al niño y le ofrecen sus dones. Son toda una profesión de
fe: oro (el niño es el rey celestial), incienso (es el Hijo de Dios), y mirra (su trono y su gloria será
la cruz).
Una afortunada tradición ha querido que los reyes magos sigan trayendo sus regalos a niños y
mayores del mundo entero (últimamente se distribuyen el esfuerzo con San Nicolás, también
llamado Santa Klaus). Pero solemos darle a esta tradición un moralismo indebido: los regalos
dependen de si hemos sido buenos y nos hemos portado bien. Como si fueran los regalos el
premio a un mérito acumulado. Pero esto no es así. Los regalos se hacen porque se quiere a la
persona agraciada, y con el regalo se le “dice” ese amor, se confirma su ser y se celebra que
exista. Es importante que nos hagamos regalos unos a otros, como expresión de esos vínculos
esenciales que están más allá de todo mérito.
Los magos confiesan y testimonian con sus regalos. Nosotros deberíamos tratar de regalar al
mundo el testimonio de nuestra fe, sin miedo y sin vergüenza. Es el mejor regalo que le podemos
hacer, pues el mundo necesita de este niño que ha nacido en Belén. Regalar la luz que hemos
visto en medio de la noche y que hemos recibido con nuestra fe. Sí, ese es el mejor regalo que
podemos y debemos hacer en este mundo no ideal en el que Jesús ha nacido para todos: ser
nosotros mismos estrellas que indican el camino que lleva a Belén a todos aquellos que buscan a
Dios, que necesitan a Cristo, aun sin saberlo.