BAUTISMO DE JESÚS
+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
Ungido para servir
No sólo en la Iglesia tenemos sacramentos, también nuestra vida diaria está
poblada de pequeños o grandes sacramentos humanos: realidades o signos que,
más allá de su materialidad visible, son portadoras de un significado o de una
presencia invisible. Recuerdo el dolor inconsolable, resuelto en llanto, de aquella
joven que perdi un anillo durante la acampada en la montaa. “No lloro por el
valor material, que es muy poco, sino por lo que significa para mí”- decía entre
gemidos. Era un recuerdo que le hacía presente todo el amor de la buena abuela
que tanto la quiso y que había fallecido unos meses antes.
Los sacramentos de la Iglesia son signos portadores de una singular presencia del
amor de Dios y de su gracia por la fuerza de la Palabra de Dios y la acción del
Espíritu Santo, que les dan su eficacia. Las palabras son admirables, pero resultan
recipientes demasiado pequeños; a veces, incluso, las cosas no se pueden expresar
con palabras. Los signos, en cambio, al no quedar limitados a la realidad que
directamente expresan, sino abiertos a otros “significados”, son más aptos para
expresar los tesoros que Dios nos quiere comunicar por ellos.
Jesús usó para los sacramentos signos sencillos, tomados de la vida corriente: el
agua, el pan, el vino, el aceite…Signos que Él cargaba con una densidad superior
para expresar con ellos misterios que nos sobrepasan. Adentrarse en los
sacramentos es como introducirse por una puertecita casi imperceptible en una de
esas oquedades en que el paso de los siglos y el agua han ido forjando imágenes
maravillosas.
El bautismo existía antes de Cristo. Juan el Bautista lo utilizaba de una manera
sencilla: La gente, después de escuchar su palabra certera, recia y cortante como el
acero, se arrepentía de su pasado y, descalzos, se introducían en la corriente del
Jordán. Juan los bautizaba como señal de purificación.
Lo anterior viene a cuento de la fiesta del bautismo de Jesús, que hoy celebramos.
Ha terminado el tiempo de Navidad y la vida ha vuelto a discurrir por los cauces de
la normalidad. Se han retirado de las calles las guirnaldas de luces de colores,
vuelven los obreros a su tajo, los estudiantes a sus clases, empieza, este año más
empinada que nunca, la cuesta de enero. La liturgia deja atrás las tiernas escenas
de la Navidad y salta muchas páginas. Pasa por alto los largos años de vida oculta
de Jesús en Nazaret, la vida sencilla de familia en una aldea insignificante.
Saltamos para encontrar a Jesús en la madurez de los treinta años.
Vemos hoy a Jesús, hombre hecho y derecho, acudiendo también él para ser
bautizado, a pesar de la resistencia del Bautista a hacerlo. El que no conocía el
pecado, pero que iba a cargar con nuestros pecados, se pone, como uno de tantos,
en la fila de los pecadores. No quiso salvarnos desde fuera, sino penetrando hasta
lo más hondo de la llaga, para poner ahí, como buen samaritano de nuestra
humanidad herida, la medicina del agua de la gracia, el aceite del Espíritu, el vino
de su amor entregado.
Le gustó tanto a Jesús el rito del bautismo de Juan que hizo de él no sólo el punto
de arranque de su actividad pública, sino que, desde entonces, pasaría a significar y
hacer presente la vida nueva de aquellos que, andando el tiempo, iríamos creyendo
en Él. El bautismo de Juan era un signo de arrepentimiento; el bautismo
inaugurado por Cristo nos da la nueva vida de hijos de Dios. “Yo slo os bautizo con
agua; Él os bautizará con Espíritu Santo” anunciaba certeramente el Bautista.
“Apena sali del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu que bajaba hacia él como
una paloma. Se oy una voz desde los cielos: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me
complazco”.
El que entró en las aguas del Jordán confundido con la gente, como un pecador más
que necesitara implorar el perdón de Dios y su misericordia, es el Hijo amado del
Padre. Al salir del agua, levanta consigo a la humanidad renovada, se rasga el cielo
y se toca con la tierra. Se siente ahora bautizado no por Juan, sino por el Espíritu.
La palabra “Hijo” resuena en toda su alma, inundada por la presencia del Padre.
Luego, un poco más tarde, explicaría en su primera homilía que había sido
bautizado, ungido, para servir, para llevar la Buena Noticia a los pobres, para
vendar los corazones rotos.
El bautismo de Jesús nos invita a pensar en nuestro bautismo. ¿Qué significa en
nuestra vida, en nuestra relación con el Padre Dios, con nuestros hermanos, con los
pobres y los necesitados? ¿El signo de la inmersión en el agua significa nuestra
inmersión en Cristo para ser hijos en el Hijo, partícipes de su muerte y de su
resurrección, llamados a servir, a curar? Qué bien si el Padre Dios pudiera decir de
cada uno: “Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco”.