Comentario al evangelio del Domingo 15 de Enero del 2012
Vieron dónde vivía
«Me preguntan sin cesar: “¿Dónde está tu Dios?”»
Estas palabras del salmo 42 expresan muy bien un rasgo propio de nuestra cultura contemporánea.
Parece que se ha perdido de vista a Dios, y las personas que todavía seguimos afirmando nuestra fe en
Él nos encontramos continuamente cuestionadas: «¿Dónde está vuestro Dios?» Y no siempre sabemos
bien qué contestar, en qué dirección indicar. Como en tiempos de Samuel, pudiera parecer que también
en nuestro tiempo se ha hecho rara la Palabra del Señor (1 Sam 3, 1). Y los argumentos más o menos
teóricos a favor de la existencia de Dios apenas mueven a nadie. Por mucha validez que esos
argumentos puedan tener (que la tienen, y más de la que a veces se quiere reconocer), es verdad que
por sí solos no sirven para fundar una experiencia religiosa. Y menos aún una experiencia religiosa
cristiana. Porque esta es la cuestión decisiva sobre la que la Palabra de Dios llama hoy nuestra
atención: convencernos de que Dios habita entre nosotros, de que se ha hecho cercano con la cercanía
de la carne, y está pasando junto a nosotros. Ante la pregunta desafiante «¿Dónde está tu Dios?», Juan
nos ofrece hoy una respuesta chocante y atrevida, pero que es la única definitivamente válida, la que
los cristianos tenemos que dar: «Éste es el Cordero de Dios» mientras señalamos a Jesús que pasa.
Dios no está sólo en el Cielo, sino que está también entre nosotros, caminando por nuestras calles y
plazas. Y nosotros, que nos decimos creyentes, tenemos que aprender a reconocerlo mientras pasa.
Hoy Juan cumple su misión llevándola hasta el final, cuando remite a sus propios discípulos a Aquel
que es mayor que él, y ante el que él tiene que ceder y hacerse pequeño. Las postreras palabras
proféticas de Juan señalan a Jesús no sólo como el Mesías, sino como el “Cordero de Dios”, con lo que
da ya a entender el sentido sacrificial y no triunfante de este mesianismo. Este detalle nos hace
entender por qué es tan difícil escuchar las palabras de los profetas auténticos, que nunca nos regalan
los oídos; pero también por qué es tan importante prestarles atención: sin ellos no nos sería posible (o,
al menos, nos resultaría muy difícil) discernir la presencia del Señor, descubrir su Palabra. Estas
mediaciones son imprescindibles y no siempre dependen de la calidad moral o de la santidad del
mediador: El poco ejemplar Elí hace de mediador para Samuel, igual que el mayor de entre los nacidos
de mujer, el irreprochable profeta Juan, hace de mediador para Andrés y el otro discípulo (que solemos
identificar con el discípulo amado, aunque el texto nada diga al respecto). En el inicio del ministerio de
Jesús, al comienzo de este tiempo litúrgico ordinario, Eli y Juan nos invitan a meditar sobre el papel
mediador de los que nos han ayudado a creer, también sobre el necesario papel mediador de la Iglesia,
que no podemos juzgar (aceptar o rechazar) sólo por la calidad moral de sus representantes, si bien esa
calidad es ciertamente de gran ayuda.
Ahora bien, la mediación de profetas y sacerdotes no debe sustituir la experiencia propia. Andrés y el
otro discípulo, tras escuchar a Juan, se van en pos del Maestro y le preguntan dónde vive; quieren
establecer con él un contacto personal, entablar una relación de tú a tú. En el camino de la fe no
podemos contentarnos con vivir de las rentas o de las migajas de la experiencia ajena. Esto es muy
frecuente por desgracia: vivir parasitariamente de la fe y del compromiso de otros, que damos por
supuestos, incluso por buenos, a los que acudimos de cuando en cuando, en momentos puntuales,
cuando nos conviene y nos hace falta (ya se sabe, bautizos, bodas y funerales), pero sin buscar la
experiencia propia, el encuentro personal, la relación directa con Aquél que ha venido a nuestro
espacio y nuestro tiempo, que vive entre nosotros y es accesible a todos los que lo quieran encontrar.
Como quisieron Andrés y el otro discípulo, que se fueron siguiendo a Jesús.
El Evangelio de hoy nos da a entender lo importante que es el ver y el mirar: Juan “se fijó” en Jesús,
éste les dice a los discípulos “venid y veréis”, ellos fueron y “vieron”, Jesús se “quedó mirando” a
Pedro. El ver, mirar, fijarse habla precisamente de una experiencia propia, directa, que cada uno tiene
que hacer; el contacto es tan importante como los contenidos de la conversación, o más, pues la palabra
requiere el “estar-con”, que es la esencia de la vida cristiana.
Y este mismo texto nos sugiere que es necesario y urgente tomar una decisión. La hora del encuentro,
la hora décima, las cuatro de la tarde, nos habla de un día que todavía da de sí, pero que empieza a
declinar: tenemos tiempo para seguir, interrogar, ir, ver y estar con el Maestro, pero no podemos dejar
escapar la oportunidad, no podemos dejarlo “para más tarde”, pues después será ya “demasiado tarde”,
se hará de noche. Jesús pasa, está en camino, no se detiene (más que si lo seguimos y le pedimos
quedarnos con él). Mirando el texto evangélico a la luz de la primera lectura podemos entender que
Jesús pasa llamando (es él quien llama), y que la pregunta de los discípulos (“¿dónde vives?”) tiene el
mismo sentido que la respuesta de Samuel: “habla Señor, que tu siervo escucha”.
Esta apertura es fundamental en la relación con Dios: cuando vamos a donde vive Jesús, Él mismo
empieza a vivir en nosotros: su Palabra se aloja en nosotros, nos hace templos de su presencia cercana,
santuarios del Espíritu Santo. Pablo nos enseña hoy que esa cohabitación nuestra con Jesús y de Jesús
y su Espíritu en nosotros no es compatible con cualquier forma de vida, con cualquier comportamiento.
Es contradictorio vivir con Jesús, allí donde Él vive, como él, el Cordero de Dios que entrega su vida
por amor, y, al mismo tiempo, vivir de manera egoísta, para sí, como “nos da la gana”, tal vez
manipulando a los demás según nuestros antojos (que ese es el sentido de la fornicación). Si hemos
visto dónde vive Jesús y nos hemos quedado con él, hemos de vivir como Jesús, para los demás, dando
la vida; y ahí encontramos el sentido profundo, oblativo, auténtico y más hermoso también de la
sexualidad vivida desde la fe en Cristo.
Por fin, cuando vamos a dónde está y vive Jesús y permanecemos con Él, y dejamos que habite en
nosotros, nos convertimos nosotros mismos en profetas, mediadores y apóstoles que anuncian lo que
han visto y oído, y llevan a los demás (a sus hermanos) a Jesús, para que también ellos puedan hacer la
experiencia personal del encuentro con el Maestro, para que puedan ser objeto de la mirada de Jesús,
de modo que él mismo les revele, como hoy a Pedro, su auténtica identidad y su vocación.
José María Vegas, cmf