Comentario al evangelio del Domingo 29 de Enero del 2012
Asombrados de su doctrina
La admiración y el asombro que suscita la predicación
de Jesús índica muy a las claras la índole de esa predicación y, sobre todo, la de quien predica. Jesús no
es sólo un “predicador” que transmite una nueva filosofía de la vida o una elevada doctrina moral, ni
siquiera una nueva religión. De hecho, el texto de hoy nos da a entender que no es sobre todo el
contenido de su predicación, sino el modo de transmitirla lo que provoca el asombro de sus oyentes: no
predica como los escribas, sino con autoridad. Con autoridad significa que enseña desde sí mismo: no
se limita a transmitir o comentar una palabra ajena, sino que por medio de sus palabras es Él mismo el
que se revela y se da. Jesús es el cumplimiento de una antigua promesa, la que hoy leemos en la
primera lectura: la promesa de un profeta al que se puede escuchar, que habla palabras de vida y no de
muerte, un profeta que no suscita el terror sagrado porque es uno sacado de entre nosotros, “de entre
tus hermanos”. Pero Jesús, además, supera con creces esa promesa, porque no se limita a transmitir
palabras verdaderas de parte de otro, sino que Él mismo es la Palabra encarnada, que porta en sí la
Verdad de Dios. De ahí la autoridad que despierta la sorpresa de una novedad inaudita.
La autoridad de la palabra y persona de Jesús se manifiesta, además de en la novedad de la doctrina y
en el modo de comunicarla, en su eficacia: Jesús cura o, como queda patente en el evangelio de hoy,
somete a las fuerzas del mal.
A veces sentimos desaliento y desánimo ante la potencia y la omnipresencia de estas fuerzas, de los
espíritus inmundos. Tenemos la impresión de que esos espíritus son más fuertes y eficaces que el
espíritu del bien. Están por todas partes, no sólo en los “centros oficiales del mal”, sino que se sientan
también en la Sinagoga, en la Iglesia, en los lugares santos. Esto significa que debemos evitar la
frecuente tentación simplificadora de identificarlos con una causa única, que además solemos colocar
fuera de nosotros, que siempre se encuentra en “los otros”. Unos hablan de “los mercados” o el
“neoliberalismo”, otros del “marxismo” o del “ateísmo”, los de más allá de los masones o qué sé yo
que grupos, como queriendo así exorcizarlos de sí, del propio entorno. Pero el evangelio de hoy nos
dice que el espíritu inmundo lo tenía “un hombre”, uno cualquiera, en nada distinto de cada uno de
nosotros. Y que se sentaba “precisamente” en la sinagoga. La raíz del mal anida en nuestro interior,
está entre nosotros, incluso en los que se sientan o nos sentamos en el ámbito de lo sagrado. Todas esas
otras expresiones del mal a que hemos aludido lo serán en una u otra medida, pero al final, si queremos
combatirlo en su raíz, tenemos que mirarnos a nosotros mismos, y tratar de identificar qué espíritus
inmundos nos habitan en concreto.
Los espíritus inmundos, que poseen tantos rostros y tantas formas de presencia, tienen en común que
no escuchan la Palabra, sino que, al contrario, se encaran con ella, y la desafían a gritos. Aunque al
hacerlo ya están reconociendo con temor la autoridad de Jesús. Nosotros, que sabemos por experiencia
(propia y ajena) la enorme dificultad, la casi imposibilidad de vencer a esos espíritus inmundos en
nosotros y en nuestro mundo, podemos hacer la experiencia de someternos a la Palabra de la Verdad
que es Jesús, y sentir así el asombro de su autoridad y la admiración de su eficacia. Sólo esa Palabra
cercana (es uno de nuestros hermanos) es capaz de desenmascarar, mandar, hacer callar y expulsar al
espíritu inmundo. Jesús vence al mal, pero salva al que está poseído por él, destruye el pecado pero
salva y libera al pecador. La Palabra, la persona de Jesús es el único exorcismo eficaz contra las
fuerzas del mal, contra los espíritus inmundos, porque, allí donde suena y actúa, y donde es acogida, va
abriendo espacios al Reino de Dios. Por eso no suscita terror, sino asombro y, sobre todo, confianza.
La confianza es la dimensión central de la fe en Dios, en el Dios cercano que es Jesucristo.
Esta fe confiada hace reales posibilidades inéditas de vida nueva. Las palabras de Pablo en la segunda
lectura de hoy son una buena ilustración a este respecto. Percibimos en ellas una exhortación a un
género de vida que en nuestros días no goza de buena prensa. Son muchos los “espíritus inmundos”
que gritan desafiantes contra él declarándolo imposible e inhumano. Lo más curioso (y triste) es que
esos gritos se escuchan con frecuencia dentro de la misma Iglesia (aunque después de leer el evangelio
de hoy no debe extrañarnos). Pablo, que en ningún momento rechaza o cuestiona el matrimonio, antes
bien, lo ensalza como una vocación cristiana de extraordinario valor, señala también el camino de la
plena consagración a Dios, en una vida célibe, la que él mismo ha elegido para sí. Es un ideal
realmente inaudito, que requiere una libre elección (cf. 1Cor 7, 25), y que, por muy imposible que le
pueda parecer al espíritu del mundo, es una posibilidad abierta por el mismo Cristo, que vivió con un
corazón indiviso, completamente entregado a las cosas del Padre. Para poder hacer propio ese género
de vida es preciso abrirse a la eficacia y la autoridad de la Palabra que nos libra de nuestros espíritus
inmundos, que nos habilita para lo que a nosotros mismos nos parece fuera de nuestro alcance, cada
uno en su vocación: el casado en entrega fiel a su cónyuge y sus hijos, el llamado a la virginidad
consagrada en un género de vida célibe, preocupado de los asuntos del Señor; unos y otros abiertos en
fe a la admiración y el asombro ante esta Palabra nueva, cercana, eficaz, llena de autoridad y de vida.
José María Vegas, cmf