DOMINGO 4º ORDINARIO (B)
Lecturas: Dt 18,15-20; S. 94; 1Co 7,32-35; Mc 1,21-28
Homilía por el P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.
Sólo Jesús nos libera
del Diablo y su poder
Todo conocedor de los evangelios sabe que las
relaciones de Cristo con Satanás y los demonios en general
fueron y son una continua guerra. Apenas bautizado, Cristo es
tentado por el Demonio y desde el comienzo de su
apostolado aparece expulsando demonios, como lo atestigua
el evangelio de hoy, que pertenece al capítulo primero de San
Marcos. Aunque, siguiendo la opinión general de su tiempo,
los evangelios incluyan casos que la medicina de hoy
considere como patologías psicológicas, no se puede negar
que algunos casos son de verdaderas posesiones diabólicas;
así el caso del endemoniado de Gerasa, en que los demonios
piden entrar y entran en la piara, que se precipita al mar; o el
mismo de hoy, en que el Demonio habla, grita, revuelca al
poseso, manifiesta la mesianidad de Jesús (“el Santo” es
sinónimo del Mesías) y obedece a Cristo, que le manda como
a tal demonio, no teniendo éste más remedio que obedecer
de inmediato.
Del Demonio, cuya existencia real es verdad de fe
definida, enseña la escritura que fue el que nos trajo la
muerte: “Dios creó al hombre incorruptible; lo hizo imagen de
su misma naturaleza. Mas por envidia del Diablo entró la
muerte en el mundo” (Sb 2,23s.). El texto recuerda el pecado
de Adán, tentado por el Demonio, y su castigo (Ge 3,3.19;
Ro 8,12).
Jesús, que ha venido a salvar a su pueblo de sus
pecados (v. Mt 1,21), asume desde el principio la lucha con
Satán, que es propia de su misión. Se hizo hombre “para
aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir al
Diablo” (Hb 2,14s.), “para deshacer las obras del Diablo” (1Jn
3,8). También Marcos, sobre todo en sus primeros capítulos,
dedica mucha atención al combate de Cristo con el Demonio.
El evangelio de hoy se refiere muy probablemente al
primer sábado de Jesús en Cafarnaúm y primera vez en que
habla en su sinagoga. No es conocido, pues nunca antes
estuvo en esta ciudad; ha llegado hace pocos días con sus
discípulos, Pedro y Andrés y alguno más, que sí viven allí y
son conocidos; se alberga en casa de Pedro. La sinagoga para
Jesús es la gran oportunidad de darse a conocer, pues va todo
el mundo y el jefe de la sinagoga, tras las primeras oraciones,
invita a que un voluntario lea la Escritura y la comente a los
asistentes. Solía hacerlo algún escriba, que había estudiado
alguno o algunos años en Jerusalén; no eran grandes
especialistas y solían remitirse a lo que todo el mundo decía y
a lo que quedaba en su memoria o apuntes, citando de
continuo a sus maestros de Jerusalén. El evangelio destaca
que Jesús intervino y que asombró a todos la forma en que lo
hizo; Marcos indica también la causa: “les enseaba como
quien tiene autoridad, y no como los escribas”.
Pero no quedó ahí la cosa. Porque, aprovechando el
silencio, un poseído por un espíritu inmundo (forma clara de
designar al Diablo) se pone a vociferar, llamando a Jesús por
su nombre, designándole como el Mesías (“el Santo de Dios”
que es lo mismo) y manifestando un gran miedo: “has
venido a destruirnos?”. Y Jesús con una autoridad inusitada,
sin miedo ni duda alguna, sin invocar a poder alguno superior,
con solas dos palabras, “calla y sal de él” libera y sana al
endemoniado.
“Habla con autoridad”, con mucha más autoridad que
los letrados que estudiaron en Jerusalén. Esto es nuevo, no se
ha dado una cosa así nunca. “Hasta a los espíritus inmundos
les manda y le obedecen”. ¿Qué es esto? Él mismo lo dirá:
Pues que aquí hay uno que es más que el Demonio, que
puede curar y perdonar los pecados, lo cual es cosa propia
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sólo de Dios (Mc 2,10); que come con los pecadores porque
son los que necesitan del perdón de los pecados (Mc 2,17):
que es el vino nuevo desconocido hasta ahora (2,22); que es
el señor del sábado (2,28), que es el día de Dios, ante cuyos
pies caen los demonios gritando: Tú eres el Hijo de Dios
(Mc 3,11); que da ese mismo poder a sus discípulos a los que
elige “para enviarlos a predicar con poder de expulsar a los
demonios” (Mc 3,15; 6,13).
Esa lucha contra el Demonio también la tenemos que
dar nosotros. Porque el Demonio no va a dejar de darla. Lo
hace de tres formas: Por la posesión, por el pecado y por las
tentaciones de la concupiscencia. Me centraré en las dos
últimas: el pecado y la activación de la concupiscencia. Nadie
se libra. Se lo anunció Jesús a los discípulos antes de la
pasión (Lc 22,31). Lo constata el apóstol San Pedro en su
carta (1Pe 5,8). Forma parte de las peticiones fundamentales
que Cristo incluye en la oración que nos dejó para dirigirnos al
Padre: “Perdnanos nuestras deudas…No nos dejes caer en la
tentacin, mas líbranos del mal o del malo” (Mt 6,12-13),
pues de las dos formas puede traducirse, pero viene a
significar lo mismo. Porque “el malo” es claramente el
Demonio y “el mal” es el pecado y otros males temporales,
como el hambre, las enfermedades, las persecuciones, en una
palabra, todas las cosas que contrarían al hombre y pueden
llevarle al pecado si no se sabe afrontarlas con paciencia y
resignación.
Sólo Cristo tiene poder para librarnos del Diablo, del
pecado y de la tentación. Cristo se ha hecho hombre y ha
muerto en la cruz para librarnos del pecado y del imperio de
Satán (Hb 2,14). El que hace el pecado es esclavo e hijo del
Diablo, dice Jesús (Jn 8,34.44). Mientras estemos en este
mundo estamos sujetos a la ley del pecado (Ro 7,19.23) y por
eso tenemos que invocar siempre a nuestro Salvador. “En
pecado me concibió mi madre” (S. 51,7). Pecado es desde
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luego todo pensamiento, palabra, obra u omisión contra lo
prescrito por Dios y se nos manifiesta en esa voz que resuena
en la conciencia de todos; pero pecado también se entiende
aquí ser ese sustrato natural de todos que nos inclina, facilita,
estimula desde lo interior hacia el mal, hacia lo vergonzoso, lo
egoísta, lo vengativo, lo cainita que se oculta en nuestro
interior, y nos frena para el amor, la generosidad, el
agradecimiento, la compasión, la generosidad y lo bueno en
las mil formas en que pueda realizarse. “Queriendo hacer el
bien, es el mal el que se me presenta” (Ro 7,21).
Caigamos en la cuenta. Nadie puede librarse del
pecado, ni realizar sin defecto el amor a Dios y al prójimo que
la fe nos propone; nadie puede librarse plenamente del influjo
de Satán si no es por la gracia, el apoyo, la presencia y acción
de Cristo; nadie puede vencer completamente los vicios y
deficiencias morales de su natural adquiridos consciente o
inconscientemente si no es por la acción de Cristo en su
corazón. “Pobre de mí! Quién me librará de este cuerpo,
que me lleva a la muerte? (Ro 7,24). Sólo Cristo nos puede
librar del dominio de Satán, del poder del pecado, de la
muerte eterna. Sólo hay un Salvador, a Él necesariamente
hay que llegar, invocar y confiar De mano de María
hagámoslo.
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