IV DOMINGO T. ORDINARIO
+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
Haznos verdaderos mensajeros tuyos
El evangelista Marcos, al que seguimos este año en la liturgia, acompañó a Pablo en
sus primeros viajes apostólicos, luego permaneció junto a Pedro hasta su muerte.
Marcos, fiel transmisor de la enseñanza de Pedro, escribe su evangelio cuando
estaban desapareciendo aquellos que fueron testigos presenciales de Jesús.
Marcos nos describe, entre este domingo y el próximo, lo que podría ser una
jornada típica de Jesús. Ha empezado Jesús su predicación en Cafarnaún, un lugar
estratégico a la orilla del lago, en la ruta de las caravanas.
Mirándolo bien, nosotros, cada domingo, repetimos el mismo gesto que aquellos
habitantes, que acudían el sábado a la sinagoga, donde Jesús, el Maestro, solía
enseñar.
Somos cristianos por el bautismo, pero necesitamos aprender a vivir como tales. A
ningún escolar, por mucho ingeniero que quiera ser, le entregan el título nada más
llegar. Antes tiene que aprender a leer, escribir y otras muchas cosas más para no
convertirse en un peligro público. Nuestra paradoja es la de llegar a ser lo que
somos.
A través de Marcos, pues, asistimos a la predicación de Pedro, a sus recuerdos
vivos, a su profunda y apasionada amistad con Jesús. Asistimos, contando con la
mediación apostólica, a la predicación de Jesús. Vamos a descubrir que los oyentes
“quedaban asombrados de su doctrina, porque no enseaba como los escribas, sino
con autoridad”. Los escribas, los fariseos, los doctores de la Ley también enseaban
al pueblo.
La verdad es que es una delicia escuchar a personas que hablan bien, que manejan
el lenguaje con belleza, encontrando siempre la palabra precisa, administrando con
elegancia los giros, sorprendiendo con la originalidad de sus imágenes. Pero parece
claro que el evangelista Marcos, cuando nos dice que Jesús “hablaba con
autoridad”, no se refiere a la calidad de la oratoria de Jesús, sino a la verdad de su
mensaje: su palabra era una palabra hecha carne en su carne y hecha vida en su
vida. Con esto no estoy negando que Jesús tuviera un lenguaje cautivador.
Sabemos que era un original y excelente contador de parábolas.
La palabras de Jesús quemaban como el fuego -“las palabras que os he dicho son
espíritu y son vida”- , llevaban fuerza liberadora, por eso podían curar al hombre
“poseído por un espíritu inmundo”. No eran palabras aprendidas, rutinarias, frías;
no eran palabras con sabor a escuela o a ideología; eran palabras que dolían, que
emocionaban, que tocaban el corazón. Eran palabras con sabor a intimidad, a
compasión, a esperanza, a gracia y alegría.
Por el bautismo empezamos a pertenecer a un pueblo de reyes, sacerdotes y
profetas. Jesús no sólo habla, sino que pone sus palabras en nosotros para que
continuemos su misión profética. Obispos, sacerdotes, padres, catequistas,
educadores, cristianos comprometidos, todos…, si nuestra autoridad sólo se basa en
la retórica, si no es palabra que nace de un encuentro y una experiencia terminará
siendo como “un metal que resuena o un címbalo que aturde” como decía san
Pablo.
Benedicto XVI, en el documento postsinodal “Verbum Domini”, nos recordaba no
hace mucho nuestra participacin en la misin profética de Cristo: “Puesto que todo
el pueblo de Dios es un pueblo “enviado”, el Sínodo ha reiterado que “la misin de
anunciar la Palabra de Dios es un cometido de todos los discípulos de Jesucristo,
como consecuencia de su bautismo. Ningún creyente en Cristo puede sentirse ajeno
a esta responsabilidad que proviene de su pertenencia sacramental al Cuerpo de
Cristo. Se debe despertar esta conciencia en cada familia, parroquia, comunidad,
asociación y movimiento eclesial. La Iglesia, como misterio de comunión y misión,
es toda ella misionera y, cada uno en su propio estado de vida, está llamado a dar
una contribucin incisiva al anuncio cristiano”.
El Plan Pastoral Diocesano nos invita a renovarnos para evangelizar. No estamos
llamados a la palabrería, ni a ser lo que decía de aquel parlamentario: que “era un
mar de palabras en un desierto de ideas”. Lo nuestro es el servicio a la Palabra. Se
nos pide que “purifiquemos nuestros labios y nuestro corazón con un carbón
encendido, si fuera preciso, como el profeta Isaías, para poder anunciar con
dignidad y competencia el Evangelio”.
Me gustan, Seor, los hombres que hablan bien. Pero sé también que “Tú
escondes, a veces, ciertas cosas a la gente sabia e importante y las manifiestas a la
gente sencilla”. Más que elocuentes oradores de campanillas, haznos verdaderos
mensajeros tuyos.