Domingo 5 del Tiempo Ordinario Año B
“Alabad al Señor que sana los corazones destrozados” (Sal 147)
La liturgia de este domingo nos lleva a considerar el misterio del dolor, ese mundo tan habitual
en nuestras vidas: sufrimos males y enfermedades del alma, del cuerpo y de la siquis. Y
ciertamente no podemos habituarnos a él. No deseamos sufrir, buscamos más bien lo
contrario, queremos estar bien, no tener dolores ni enfermedades, ni padecer las miserias del
alma y de la vida en general. Sin embargo el sufrimiento de cualquier tipo es parte de nuestras
vidas, porque desde que el hombre pec “entr el mal en el mundo” e hiri el corazn del
hombre, inclinándolo al mal, cuando en realidad fue creado para el bien y aparecieron las
enfermedades, los males morales y espirituales, y todo tipo de carencias personales y
sociales. El hombre hecho para gozar de la abundancia de Dios, por el pecado se sumergió en
un mundo de necesidades.
La Palabra de este domingo se mueve en ese marco. Así podemos ver a Job en el dolor de sus
propias tribulaciones (Job. 7,1-3): “meses de desencanto son mi herencia y mi suerte noches
de dolor”. Job es el símbolo de la humanidad sufriente y angustiada por el cúmulo de males
físicos y morales. Sin embargo en su alma no ha entrado la desesperación, porque él cree en
Dios y lo invoca en todo momento: “recuérdate Seor de mi, porque mi vida es un soplo”. El fiel
Job gime de dolor, sufre y suplica. Y esta súplica no es en vano, porque el Señor lo escuchará,
y lleno de ternura le mandará un Salvador que suavice su sufrimiento y le abra el corazón a
una nueva esperanza, un Salvador que cure sus heridas y sane su alma sufriente.
Jesús, es el Salvador. Así lo presenta el evangelista San Marcos (Mc. 1, 29-39) rodeado de
una multitud de sufrientes: “le trajeron todos los enfermos y endemoniados, la ciudad entera
estaba agolpada a su puerta. Jesús curó a muchos que adolecían de diversas enfermedades y
expuls a muchos demonios”. Jesús, el Cristo, alivia el dolor de los enfermos y eleva el alma
de los sufrientes. Predica, y con su predicación da luz a los espíritus y revela el amor de Dios
por todos los hombres de la tierra y los lleva a creer en Él. Dios cura las enfermedades del
alma y también las del cuerpo. Y cuando no cura la enfermedad da la luz necesaria para
sobrellevar la enfermedad con esperanza y amor y enseña que el sufrimiento es capaz de
producir frutos de vida eterna.
Cristo obra la salvación y ella debe perpetuarse para siempre hasta que él vuelva y para ello
encomienda a la Iglesia, y en ella con sus dones a todo creyente. La predicación del evangelio
y la comunicación eucarística de Cristo, alivia el corazón del hombre que busca una respuesta
a su vida llena de dolor, de cualquier dolor. Cristo fue la respuesta, el alivio y la esperanza de
una vida mejor para lo seres humanos de ayer -cuando caminaba en medio de ellos- y lo es
para los de hoy en el corazón de la Iglesia sufriente.
San Pablo nos recuerda que llevar la palabra: “ay de mí si no predicara” (1Cor. 9,16) y celebrar
los misterios es una obligación para la Iglesia y un deber para todo cristiano. Así, Cristo quiere
aliviar los corazones que sufren y salvar de la iniquidad a los que llevan los males morales al
mundo. Son los enfermos los que necesitan del médico y no los sanos, esa fue la propuesta de
Cristo a los fariseos. La confianza en Él tiene que mover el corazón nuestro a un respuesta de
fe y de amor que cambie nuestras vidas. Pues de ellas depende la salud del mundo entero. Y
así como el hombre busca alivio a sus enfermedades a través de la ciencia, cuanto ésta más
avanza, mayor tiene que ser su confianza en Dios, pues la ciencia humana es también un don
de Dios en la inteligencia del hombre.
Que María, nos lleve a buscar en el corazón de Cristo el alivio para nuestras vidas.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto Iguazú