Domingo 7 del Tiempo Ordinario (Año B)
“Señor, por tu amor, no recuerdes nuestros pecados” (Is. 43,25)
A través de toda la Escritura el Señor se manifiesta como un Dios justo, que mira el corazón de
los hombres, que conoce sus fidelidades e infidelidades y que deja de lado el cumplimiento fiel
de la Alianza celebrada con Él. Sin embargo se manifiesta también como un Dios de eterna
misericordia, un Dios que ama al hombre a quien creó y que perdona sus pecados y sus
infidelidades.
Israel es el pueblo de sus predilecciones y sin embargo este pueblo está siempre propenso a
traicionarlo descuidando el amor y el culto debido a su Dios. Y el Señor se lo reprocha
duramente: “Tú no me has invocado Jacob, ni te has fatigado por mí, Israel…me has cansado
con tus iniquidades” (Is.43,22). Pero no obstante este justo reproche, se manifiesta como un
dios dispuesto a perdonar y borrar las culpas de su amado pueblo: “Yo soy el que limpio tus
iniquidades y no recuerdo tus culpas” (Ib 25). Así se muestra Dios a lo largo de toda la historia
de Israel.
Es inagotable el amor y la ternura de Dios para con el hombre, siempre e incansablemente
dispuesto a perdonarlo, tantas cuantas veces sea necesario. La encarnación de su Unigénito y
su obra redentora son el testimonio más perfecto de esta realidad de amor y perdón. El Señor
Jesús expresa en el evangelio, las una y mil formas de perdón, llegando a perdonar antes de
que se lo pidan. En el evangelio contemplamos el pasaje del paralítico, el pobre hombre afligido
por su enfermedad, e incómodo por la forma en que es introducido ante Jesús, oye de su boca
unas palabras inesperadas: “Hijo tus pecados te son perdonados” (Mc. 2,5). Seguramente no
era eso lo que esperaba el paralítico de Jesús, sino que lo curara su enfermedad, esperaba
que le hiciera un milagro. Pero precisamente ese es el milagro primero que Dios en su infinita
misericordia hace para con el hombre: perdonar sus pecados.
El pecado no sólo envilece el alma sino que también traba el corazón del hombre, lo esclaviza
y no le permite caminar por la vida con la verdadera libertad de los hijos de Dios. El pecado
paraliza el corazón frente a los ideales más hermosos que le presenta la vida. Y el Señor,
quiere precisamente librar a ese hombre de esa primera atadura que le impide caminar. Jesús
quiere que camine con el corazón completamente libre, llenando su vida con las ilusiones más
hermosas. Es por eso que Jesús libra primero al paralítico del peso de sus culpas, en las que
quizás éste ni siquiera había pensado. Y para mostrar que esto es una realidad le dice al
enfermo: “para que sepan que el Hijo del Hombre tiene en la tierra poder de perdonar los
pecados, - levántate toma tu camilla- y vete a tu casa” (Ib 10-11).
La curación del cuerpo, atestigua el perdón de los pecados, es la señal externa -al alcance de
todos- del perdón de los pecados. De este modo podemos apreciar la grandeza de Dios que no
sólo perdona los pecados del hombre, sino que restablece el orden de la naturaleza. Esta
iniciativa de Dios -el perdón de los pecados- busca por todos los medios salvar al hombre,
criatura de su amor y llevando este amor hasta el extremo, salva y perdona al hombre de sus
pecados a través del sacrificio de la Cruz que hace el mismo Jesús. Mirando este amor fiel de
Dios San Pablo urge a los cristianos a que se decidan a responder con fidelidad a la fidelidad
de Dios (1 Cor.1, 20) y dar su “sí” al “Sí” de Dios.
Es hora de amar a quien nos ama sin fronteras. Es hora de amar con un amor que conlleve una
vida y una conducta digna del Hijo amado de Dios. Los cristianos estamos llamados a ser
testimonios de la misericordia y del perdón de Dios. Oremos para recibir la gracia de Dios que
nos ayudará a tener una conducta intachable y así hacer que nuestra vida hable de la vida de
Jesucristo.
Que María, la Siempre Virgen, nos enseñe el camino del verdadero amor y de la verdadera
fidelidad.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto Iguazú