Domingo de la 7ª semana de Tiempo Ordinario (B)
PRIMERA LECTURA
Por mi cuenta borraba tus crímenes
Lectura del libro de Isaías 43, 18-19. 21-22. 24b-25
Así dice el Señor: «No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está
brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo, para apagar la sed del pueblo que yo
formé, para que proclamara mi alabanza. Pero tú no me invocabas, Jacob, ni te esforzabas por mí, Israel; me
avasallabas con tus pecados y me cansabas con tus culpas. Yo, yo era quien por mi cuenta borraba tus crímenes y no
me acordaba de tus pecados.»
Sal 40, 2-3. 4-5. 13-14 R. Sáname, Señor, porque he pecado contra ti.
SEGUNDA LECTURA
Jesús no fue primero «si» y luego «no»; en él todo se ha convertido en un «sí»
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios 1, 18-22
Hermanos: ¡Dios me es testigo! La palabra que os dirigimos no fue primero «sí» y luego «no». Cristo Jesús, el Hijo
de Dios, el que Silvano, Timoteo y yo os hemos anunciado, no fue primero «sí» y luego «no»; en él todo se ha
convertido en un «sí»; en él todas las promesas han recibido un «sí». Y por él podemos responder: «Amén» a Dios,
para gloria suya. Dios es quien nos confirma en Cristo a nosotros junto con vosotros. Él nos ha ungido, él nos ha
sellado, y ha puesto en nuestros corazones, como prenda suya, el Espíritu.
EVANGELIO
El Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados
Lectura del santo evangelio según san Marcos 2, 1-12
Cuando a los pocos días volvió Jesús a Cafarnaum, se supo que estaba en casa. Acudieron tantos que no quedaba
sitio ni a la puerta. Él les proponía la palabra. Llegaron cuatro llevando un paralítico y, como no podían meterlo, por
el gentío, levantaron unas tejas encima de donde estaba Jesús, abrieron un boquete y descolgaron la camilla con el
paralítico. Viendo Jesús la fe que tenían, le dijo al paralítico: - «Hijo, tus pecados quedan perdonados.» Unos
escribas, que estaban allí sentados, pensaban para sus adentros: - «¿Por qué habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede
perdonar pecados, fuera de Dios?» Jesús se dio cuenta de lo que pensaban y les dijo: «¿Por qué pensáis eso? ¿Qué es
más fácil: decirle al paralítico "tus pecados quedan perdonados" o decirle "levántate, coge la camilla y echa a
andar"? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados... » Entonces
le dijo al paralítico: - «Contigo hablo: Levántate, coge tu camilla y vete a tu casa.» Se levantó inmediatamente,
cogió la camilla y salió a la vista de todos. Se quedaron atónitos y daban gloria a Dios, diciendo: - «Nunca hemos
visto una cosa igual.»
Cogió la camilla y salió
La lepra, de la que hablábamos la semana pasada, produce marginación. La parálisis, que es la
enfermedad que protagoniza el evangelio de hoy, produce dependencia. El paralítico no puede
moverse por sí mismo, carece de autonomía, de capacidad para poner en práctica su libertad. El
paralítico experimenta cada pequeño escalón, borde o desnivel como un obstáculo insuperable, al
menos con sus solas fuerzas.
A propósito de la parálisis podemos pensar en toda forma de dependencia y de ausencia de
verdadera libertad, que sólo puede ser remediada por la ayuda ajena.
El paralítico de hoy tuvo la suerte de encontrar la ayuda de cuatro hombres buenos, que no sólo
se prestaron a llevarlo ante Jesús, sino que ante los obstáculos que impedían llegar hasta él, se las
ingeniaron para sortearlos todos. El modo en que lo hicieron (si pensamos en lo que supone subir
una camilla con un enfermo en ella hasta el techo y después descolgarlo por ella, cualquiera que
haya llevado alguna vez una camilla al peso, sabrá lo que eso supone) revela una voluntad de
hierro, además de una confianza ciega en que merece la pena hacer ese derroche de fuerza,
imaginación y, también, de riesgo.
Jesús, de hecho, alaba la fe «que tenían», es decir, de los cinco. En el caso de los cuatro
camilleros, es una fe viva, que pasa a los hechos, que se implica y se hace amor, ayuda concreta
y esforzada.
Pero la admiración de Jesús se traduce en un gesto que, en primer lugar, se dirige sólo al enfermo
y, en segundo lugar, nos produce sorpresa, tal vez decepción o indignación: en vez de curarle va
y… le perdona los pecados. ¿Es que ese enorme esfuerzo se había hecho para obtener el perdón
de los pecados y no la curación de la parálisis? ¿Qué sentiría el enfermo y sus benefactores? ¿La
alegría profunda del perdón, o la decepción de una esperanza frustrada de curación?
No podemos saberlo, aunque, puesto que Jesús sabe lo que pensamos en nuestro corazón, es
presumible que estuviera respondiendo a los deseos más íntimos de aquel hombre. En todo caso,
lo que sí que podemos comprender es la pedagogía con que procede Jesús.
En primer lugar, con este primer gesto de perdonar los pecados, nos está diciendo que el pecado
es también una enfermedad: como ella, produce marginación (nos exilia de nosotros mismos, de
Dios y de los demás) y dependencia; el pecado empequeñece nuestro ser, produce en nosotros
una parálisis interior, una dependencia más profunda, nos conduce a una muerte más definitiva.
De ahí la urgencia del perdón, su prioridad sobre la salud física.
De hecho, en Jesús se manifiesta la voluntad de Dios de perdonar todos los pecados, a todos los
pecadores de manera incondicional: «Yo, yo era quien por mi cuenta borraba tus crímenes y no
me acordaba de tus pecados», dice Isaías; «en Cristo todo se ha convertido en un “sí”; en él todas
las promesas han recibido un “sí”», afirma Pablo. Sin embargo, Jesús no curó a todos los
paralíticos, ni limpió a todos los leprosos. Las curaciones son signos de una salvación más
radical y profunda. Y es que, realmente, la enfermedad nos limita, pero no nos impide vivir con
dignidad; mientras que el pecado nos roba nuestra dignidad de personas, nos lesiona en lo más
íntimo. De ahí, una vez más, la urgencia del perdón, que sólo Dios puede otorgar.
Ahí entran en escena los escribas, que critican a Jesús, por cierto, expresando esa misma verdad:
sólo Dios puede perdonar pecados. Pero es que Jesús perdona pecados porque en él, hijo del
hombre, habita la plenitud de la divinidad, es el Hijo de Dios encarnado; es decir, en Él se ha
hecho presente, concreta y cercana la voluntad de Dios de un perdón universal e incondicional.
Si bien, hay una única condición: que aceptemos el perdón, reconociendo nuestro pecado.
Los escribas allí presentes no creían que Jesús dispusiera de ese poder; y, es más, posiblemente
no estuvieran muy convencidos de que Dios tuviera la voluntad de perdonar a todos… Si el
paralítico, por su impedimento físico, encontró graves obstáculos para acceder a Jesús, ahora,
ante sus taras morales remediadas por el perdón de Cristo, se encuentra también con otro
«gentío», con otro obstáculo para acceder el perdón: los prejuicios de los que se consideraban a
sí mismos justos.
El caso es que Jesús, como testimonio de que en Él actúa realmente el Dios dueño y autor de la
vida, sortea también este nuevo y más grave obstáculo, y completa el gesto del perdón con el de
la sanación.
Con ello nos está diciendo que la suerte del alma no está separada de la del cuerpo: aquel que
está reconciliado con Dios, con los demás y consigo mismo (o, siendo consciente de sus pecados,
vive en la dinámica de la reconciliación), no puede no interesarse por el bien y el bienestar
concreto de sus semejantes. Y es que, si Jesús, al admirarse de la fe de aquellos cinco hombres
(el paralítico y sus camilleros) perdonó sólo los pecados del primero, es porque, posiblemente,
veía en los otros cuatro no sólo la salud física, sino también la moral y espiritual, manifestada en
su ayuda desinteresada al que estaba en necesidad.
Hay muchos enfermos e inválidos que han hecho de su enfermedad una ocasión para ayudar a
otros que están en igual o peor situación. Durante más de diez años trabajé como consiliario del
Movimiento Frater (“Fraternidad cristiana de enfermos y minusválidos”) y tuve ocasión de
comprobarlo en múltiples ocasiones. Eran (y son) minusválidos físicos, pero que se han puesto
en pie y caminan y acuden a ayudar a los demás.
Realmente, así hay que entender la curación del paralítico de hoy. El evangelio dice que «Se
levantó inmediatamente, cogió la camilla y salió a la vista de todos». Una vez perdonado y
curado, podía cargar con el peso de la vida (su camilla) y llevarlo por sí mismo.
Pero, leyendo el texto de manera más literal, podemos preguntarnos: ¿para qué cogió su camilla
si ya no era paralítico? ¿De qué le podía servir? Tal vez, se me ocurre, es que decidió él mismo
convertirse en camillero, para ayudar a otros postrados por la enfermedad, a llevarlos de un sitio
a otro, y también a Jesús, a que les perdonara los pecados y los pusiera en pie para que también
ellos pudieran vivir con dignidad.
Y si todos se quedaron atónitos, pues nunca habían visto algo igual, cabe preguntarse si algunos
quedaron atónitos ante la curación de la enfermedad, y otros, mirando más en lo profundo,
quedaron atónitos y admirados ante la gratuidad y cercanía del perdón de Dios.
Tal vez no podamos hacer milagros. Pero podemos realizar el milagro de la ayuda desinteresada,
como la de los camilleros de hoy (que hicieron posible el milagro de Jesús), y el otro milagro, a
veces tan difícil, del verdadero perdón.