Comentario al evangelio del Domingo 04 de Marzo del 2012
¿Qué será eso de resucitar de entre los muertos?
La palabra de Dios hoy nos invita a “subir”, a
elevarnos a cimas, aparentemente muy distintas: una de dolor, de un dolor imposible de soportar; y la
otra, de luz, de una luz indescriptible que supera toda imaginación.
La primera, la cima a la que sube Abraham para ofrecer en sacrificio a su hijo Isaac, suele ser aducida
como argumento a favor de la soberana libertad de Dios, incluso para contradecir las leyes morales
(que, por otro lado, también proceden de Él). Es muy frecuente que, ante la cuestión de si la auténtica
religión y las exigencias morales pueden estar en contradicción, se traiga a colación este texto. Gente
de tanta categoría intelectual como Kierkegaard lo usa para hacer ver la fractura entre esos dos niveles
de experiencia, lo que él llama “la suspensión teológica de la moral”. ¿Es este un argumento
concluyente? ¿Se trata de una interpretación correcta? ¿Puede Dios realmente mandar actuar de modo
inmoral? En realidad, si leemos el texto hasta el final, nos hemos de convencer de que lo que Dios
manda de verdad a Abraham es que no sacrifique a su hijo Isaac y que lo rescate con el carnero. Y esta
prohibición es congruente con todo el contexto del Antiguo Testamento, en el que siempre y de manera
reiterada se prohíbe sacrificar a los propios hijos. Aunque los primogénitos (como todas las primicias,
de animales y cosechas) debían ser consagrados al Señor, y esto significaba sacrificarlos, todos los
textos veterotestamentarios son unánimes en que los primogénitos del hombre habían de ser rescatados
siempre (cf. Ex 13, 13; 34, 19-20; Num 18, 15), y se condena como una “abominación imperdonable”
(entre otras cosas, por idólatra) el “pasar a los propios hijos por el fuego” (cf. 2Rey 16, 3; 17, 17; 17,
31; 2Cr 28, 3).
¿Cómo se explica, entonces, el mandato inicial, “ofrécemelo en sacrificio”? Muy posiblemente las
reiteradas prohibiciones sobre el sacrificio de los hijos hablan de una costumbre muy arraigada en
aquellas culturas. De modo que Abraham, guiado por su conciencia profundamente religiosa, sintió
como un deber ofrecer en sacrificio al hijo primogénito que había recibido en la vejez como un don
inesperado. Actuaba en conciencia, guiado por su fe, a pesar del dolor inmenso que le suponía
renunciar a su hijo, que era, además, también en aquella mentalidad, su única esperanza de futuro.
Podemos decir que cuando Dios detiene la mano de Abraham se produce de hecho un enorme progreso
positivo en la conciencia religiosa y moral de la humanidad: el Dios de Abraham no exige ni quiere
sacrificios humanos; la consagración de los primogénitos habrá de entenderse de otra manera.
Pero, además, nosotros hemos de leer estos textos del A.T. con la clave de interpretación que nos
ofrece el Evangelio. Y entonces entendemos que Isaac no es sino figura de Jesús, el primogénito del
Padre, que ofrece libremente su vida en rescate por todos. Y es esa muestra del amor inmenso de Dios,
que no sólo no quita la vida, sino que nos da y comunica la suya por medio de su Hijo, y que genera
confianza y seguridad frente a toda adversidad, como nos recuerda Pablo en la carta a los Romanos, lo
que vemos preanunciado en la cima del Monte del país de Moria (que algunos identifican con la colina
del Templo de Jerusalén).
La otra cima de que se nos habla hoy es, al parecer, muy distinta: la cima de un monte alto en que
Jesús se muestra “transfigurado” a tres de sus discípulos, los más cercanos. Lo que sucede allí es una
verdadera teofanía, una manifestación de Dios. Jesús aparece como aquel en quien se cumplen y llegan
a perfección la Ley (Moisés) y los Profetas (Elías). Moisés y Elías, todo el Antiguo Testamento
representado por ellos, conversan con Jesús porque, en realidad, aquellos hablaban sólo de Él; y, a su
vez, en Jesús hablan la Ley y los Profetas de modo definitivo, con una Palabra, Cristo, que es preciso
escuchar, porque en Él se manifiesta el mismo Dios. El rostro de Dios que Moisés no llegó a ver (cf.
Ex 33,20), pese a hablar con Él como un amigo habla con su amigo (cf. Ex 33,11), se ha hecho visible
en Cristo para aquellos que escuchan su voz.
Para los apóstoles presentes éste es un momento de luz: ven con claridad aquello que han vislumbrado
con más o menos dificultad a lo largo de los años de convivencia con Jesús, lo que han llegado a
confesar a pesar de las opiniones distintas que circulaban en torno al Maestro, y de la oposición
creciente en torno a Él por parte de los notables y guías del pueblo.
Cuando uno ve con claridad, sobre todo si eso que ve es algo importante, fundamental para su vida,
desearía mantener esa clarividencia para siempre, seguir en ese estado bienaventurado y no
abandonarlo nunca más. A esto responden las palabras de Pedro, sin saber bien lo que decía. Y no
sabía bien lo que decía, porque aquel regalo de luz y claridad no era una meta, esto es, una cima
definitiva, sino sólo un alto en el camino. Un camino que había de conducir a otra montaña, a otra
cima, aquella de la que el sacrificio de Isaac era sólo una imagen.
De hecho, el paralelismo entre el monte al que sube Abraham a sacrificar a su hijo y el monte de la
transfiguración se comprende mirando al monte Gólgota. Pedro, Santiago y Juan reciben esta luz de la
transfiguración no sólo para sí, sino para sostener a los demás discípulos en el momento de la prueba y
de la oscuridad. No son “elegidos” por encima de los demás, sino en función de todos los otros
discípulos y a su servicio. Y aunque la luz que han visto les ha iluminado, no por ello lo han entendido
todo. De ahí que, bajando del monte, se pregunten que querría decir aquello de resucitar de entre los
muertos.
De un modo u otro todos hemos recibido nuestra porción de luz. Tanto en la fe como en otros aspectos
valiosos de la vida (como nuestras relaciones de amor y de amistad y nuestras convicciones más
profundas) ha habido momentos en los que “hemos visto claro”. Son momentos de gran importancia,
porque suponen un acopio de luz para los momentos de oscuridad, que también llegan inevitablemente.
En la fe, en concreto, tenemos momentos de sequedad, en los que “no sentimos nada”, o dudas, o nos
acosan tentaciones de abandonar por factores más o menos externos, como la hostilidad ambiental o
ciertos aspectos negativos que podemos descubrir o experimentar dentro de la Iglesia. También
experimentamos crisis en nuestras relaciones, o situaciones que ponen a prueba nuestras convicciones
más íntimas.
En esos momentos, en que la cruz, de un modo u otro se hace presente, es importante “ser fieles a los
momentos de luz”, recordarlos y fiarnos de ellos, para poder superar la dificultad, pasando por ella. Por
otro lado, atravesar estos áridos desiertos, sostenidos sólo por la fe y la fidelidad, es útil, incluso
imprescindible, para poder adquirir una mejor comprensión, que en aquellos momentos de luz no
alcanzamos del todo. Pedro, Santiago y Juan se preguntaban qué sería aquello de “resucitar de entre los
muertos”, porque la luz del Tabor todavía no les había comunicado la plenitud de la sabiduría. Esta se
adquiere sólo pasando por la cruz, por la dificultad y la prueba, que la vida lleva consigo
inevitablemente. Es ahí donde se aquilatan y autentifican la fe, el amor, las convicciones personales. Y
es ahí donde esas convicciones dejan de ser un saber meramente teórico para convertirse en sabiduría,
algo “saboreado”, probado en la propia carne, y se hace así carne nuestra, que nos permite vivir los
buenos y los males momentos con coherencia y fidelidad, con sentido.
De hecho, nos cuesta entender “eso de resucitar de entre los muertos”, porque nos cuesta aceptar el
misterio de la cruz. Vivimos con frecuencia acomodados en este mundo (que, por otro lado, también
puede ser un mundo eclesiástico), mendigando rayos de luz, momentos de satisfacción, construyendo
tiendas, como si esta fuera nuestra morada definitiva, absolutizando lo relativo y olvidados de lo
fundamental. Las luces que recibimos a lo largo de la vida en los distintos ámbitos de la existencia y
que son reflejos de la luz que procede de Dios, nos dan fuerza y orientación para seguir caminando y
para que, cuando experimentemos lo caduco de nuestro ser, elevemos la mirada a lo que da verdadera
consistencia a la vida, a lo que realmente nos salva, nos libera de la caducidad y nos resucita.
Sólo Jesucristo, “que murió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios, y que intercede por
nosotros”, nos salva, nos libera y nos resucita. En él encontramos la luz para caminar y la sabiduría de
lo que realmente vale. Lo que realmente vale es el amor. La sabiduría del amor nos hace comprender
que la luz que hemos recibido, igual que la que recibieron Pedro, Santiago y Juan, no se nos ha dado
sólo para nosotros, para hacernos una tienda y quedarnos en ella disfrutando del paisaje, sino para que,
bajando del monte Tabor, sepamos subir al Gólgota, para compartir la luz con los demás, para que con
ella iluminemos a los que sufren y se encuentran en dificultad: con el testimonio de nuestra fe, y con la
luz hecha carne de la compasión, la ayuda fraterna y la entrega personal, a imitación de Cristo,
entregado por todos nosotros para nuestra justificación.
José María Vegas, cmf