Domingo 2 de Cuaresma (b)
Muéstranos, Señor, el rostro de tu Amado Hijo y enséñanos a escucharlo (Mc. 9,7)
Las Sagradas Escrituras propuestas de este domingo tienen un carácter marcadamente
pascual, en las que se destaca el sacrificio y la glorificación de Jesús. La entrega y el sacrificio
de Isaac por parte de su padre Abrahán es figura en el Antiguo Testamento del sacrificio del
Redentor. Por obediencia a Dios, Abrahán había tenido la valentía de abandonar su casa, su
tierra y su heredad. Y hacia el final de su vida Dios le pide hasta el sacrificio de su propio hijo:
“Toma a tu hijo, a tu único hijo, al que amas, Isaac, vete y ofrécelo en holocausto…” (Gén. 22,
2).
Abrahán no quiere dudar de su Dios, pero lo que le pide es un acto terrible para un padre, es
un acto que lo llenará de dolor. Además Isaac es la única esperanza que tiene para que se
cumplan las promesas hechas por ese mismo Dios. Sin embargo “Abrahán cree” aunque no
termina de entender. Se atreve a creer que Dios no cambiará su promesa, que el amor de su
elección sigue vivo y que Dios no puede fallarle. Abrahán confía en que las promesas de Dios
no pasan, confía en la Sabiduría de Aquél que conoce todo lo que puede acontecer. Así,
cargado de fe, conduce a su hijo al holocausto. Y por este gesto de fe, verdaderamente
Abrahán es constituido padre de la fe, es nuestro padre en la fe.
Dios no quería ciertamente la muerte de Isaac, pues éste estaba llamado a cumplir un papel
preponderante en la historia de la salvación. Dios quería simplemente la obediencia en la fe, de
su fiel y amado Abrahán. Y todo lo que Abrahán no hace porque Dios se lo impide, lo hará Dios
mismo con su propio Hijo Jesús, como lo expresa San Pablo: “El que no perdonó ni a su propio
Hijo, antes bien, lo entregó por todos nosotros” (Rom.8, 32). Vemos en Isaac cargando sobre
sus espaldas la leña para su propio sacrifico, a Cristo que sube al Calvario cargando el leño de
la Cruz y sobre aquel madero extiende su cuerpo ofreciéndose libremente a su pasión. Hemos
de entender esta figura de la siguiente manera: así como en Isaac, liberado de la muerte, se
cumplieron las promesas divinas, también en Cristo resucitado de la muerte, brotan para el
mundo y la existencia humana los frutos de la salvación eterna. Es por eso que dice la
Escritura: “Jesús, que murió, más aún que resucitó de entre los muertos, está sentado a la
derecha de Dios e intercede por todos nosotros” (Rom. 8, 34).
Es verdad, Jesús va a sufrir una muerte deshonrosa, quizás escándalo para los judíos y dolor
para sus discípulos. Por eso muestra en una visión anticipada la gloria, en la que reinará a la
derecha del Padre, transfigurándose en el monte Tabor, frente a sus discípulos Pedro,
Santiago y Juan. Ellos serán testigos privilegiados del escándalo de la cruz pero también del
gozo de la eternidad junto al Padre. Los discípulos, acostumbrados siempre a verle en su
aspecto humano, un hombre entre los hombres, ahora contemplan su divinidad y ven el rostro
luminoso del Hijo de Dios, “Dios de Dios, Luz de Luz. Cubiertos por la nube de Dios escuchan
una voz que dice: “Este es mi Hijo muy amado, escúchenlo” (Ib. 7). Es necesario escuchar a
Jesús para poder vivir los mandamientos de Dios. Escucharlos y obedecerlos en la fe para
poder vivir en armonía con Dios los días de nuestra vida.
Oír a Jesús en el Evangelio fortalece nuestra fe, como la experiencia del monte Tabor fortaleció
la fe de los Apóstoles. Experiencia de fe en la que no estará ausente ciertamente la gloria del
Tabor, pero en la que también estará presente el calvario, la muerte, la negación de sí mismo a
la posesión de la propia vida. Sólo en la fe podremos obedecer y comprender, como lo hizo
Abrahán, María, los apóstoles y los santos de todos los tiempos.
Que la Virgen Madre nos fortalezca en la alegría de vivir en la fe en Jesucristo.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto Iguazú