Domingo 3 de Cuaresma (b)
“Yo soy el Señor, tu Dios … no tendrás otro Dios más que yo” (Ex. 20, 2-3).
Las lecturas de este domingo nos sitúan frente al tema de la Alianza amorosa de Dios con la
humanidad. A poco salir de Egipto, el Pueblo de Israel liberado por Dios establece con Él una
Alianza a través de Moisés que se concreta en el don del Decálogo: “Yo Soy el Señor tu Dios
que te saqué de Egipto, de la esclavitud, no tendrás otros dioses frente a mí” (Ex. 20,22). Este
Decálogo no se presenta al pueblo como una fría ley moral sino que es el fruto de su amor y es
el fundamento de la fidelidad del pueblo a su Señor. Dios ama tanto a su pueblo, que después
de liberarlo de la esclavitud de Egipto, quiere preservarlo moralmente y liberarlo de toda otra
esclavitud de las pasiones y del pecado, uniéndolo a Él en una amistad que se presenta como
liberadora y omnipotente. Por su parte, el pueblo debe guardar fidelidad al amor y a las
promesas hechas por su Dios.
El Decálogo -que será la ley de Israel- expresa los fundamentos mismos de la relación de amor
entre Dios y los hombres y de los hombres entre sí. Jesús nos enseñó que en el precepto del
amor, se resume toda la Ley y los Profetas. Este decálogo explicita todo el amor que Dios
colocó en el corazón del hombre en el momento de la creación, pero que cuando es tentado
por Satanás, sucumbe y olvida esta Ley. Muchas veces, a través de su historia, Israel olvidó y
traicionó esta Ley, la torció y la llenó de preceptos que ocultaron su verdadero sentido. En esto
Israel fue infiel al Señor, pero Él estaba atento en su misericordia para perdonarlo y levantarlo
de sus caídas.
El signo más grande en la historia del amor misericordioso de Dios, es Jesús que viene a
restaurar la Ley antigua, a completarla y a darle plenitud, sobre todo en el sentido del amor y
de la interioridad de Ley, despojándola de muchos preceptos que oscurecían su fundamento.
La escena de la expulsión de los mercaderes del Templo, en el evangelio de San Juan (Jn. 2,
13-25), nos muestra cómo Jesús purifica el Templo liberándolo de aquellos que profanaban el
verdadero sentido del mismo: lugar de pureza, oración y comunión con el Señor.
Próximos a la Pascua, la Iglesia nos invita a purificar el templo de nuestro corazón, para elevar
desde éste un culto puro y agradable, pues allí mora Dios y nosotros podemos ensuciarlo y
contaminarlo e incluso venderlo a los que lo profanan y ocultan la presencia del Dios amor. Es
muy fácil profanar el templo de nuestro corazón y de nuestra alma, es muy fácil ensuciar el
cuerpo que Dios hizo para Él, Templo del Espíritu Santo. Jesús cuando dice: “destruid este
templo y en tres días lo reconstruiré” (Jn. 2, 16) aludía al templo infinitamente digno: el templo
de su cuerpo. Esto escandalizó a los Judíos que habían tardado años en construir el templo y
los discípulos lo entendieron más tarde, sólo después de la muerte y la resurrección del Señor.
Mediante su misterio pascual, Jesús ha sustituido el Templo de la Antigua Alianza por el templo
de su cuerpo, templo vivo y maravilloso de la Trinidad de Dios. Jesús sustituyó definitivamente
a todo lo que se hacía en el antiguo templo de Jerusalén: sacrificios de bueyes, ovejas y
palomas (Ib.14,15). Así el centro de la Nueva Alianza ya no es un templo de piedra, en donde
se mezclan lo espiritual con lo material y profano, que Jesús repudia. El Templo de la Nueva
Alianza, es Cristo Crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los griegos, pero sin
embargo para ambos, un llamado a la fe, a reconocer la fuerza y la sabiduría de Dios (1 Cor. 1,
23). Es el Templo del infinito amor de Dios que se nos da a nosotros -también templos de Dios-
como alimento no perecedero en la Eucaristía, purificándonos de toda impureza y haciendo de
nuestro corazón, un templo agradable a Dios.
Que la Virgen Madre nos ayude a tener un corazón puro, agradable y sólo para Dios.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto iguazú