Domingo 4 de Cuaresma (b)
“Por gracia de Dios fuimos salvados” (Ef. 2, 8)
Hoy la liturgia cuaresmal nos centra en dos temas: la misericordia de Dios y la necesidad de
conversión del hombre. La cuaresma nos propone como meta la salvación que está próxima.
La primera lectura (2 Cron. 36, 14-16.19-23) muestra que los jefes y sacerdotes del Pueblo de
Israel no fueron fieles. No obstante, Dios interviene constantemente en su historia “por medio
de sus mensajeros, porque tenía compasin de su pueblo” (Ib. 15). Pero el pueblo no entendió
y no quiso alimentarse de la bondad de Dios. Se burlaron de sus mensajeros y hasta los
mataron. El pueblo continuó con su vida infiel desobedeciendo a Dios. Se colmó la infinita
paciencia de Dios y les envió un castigo para ellos tremendo: la destrucción del Templo y la
deportación a Babilonia. La “ira del Seor” (Ib. 16) de la que habla la Escritura, no es sino una
manifestación más de su misericordia, pues el castigo quiere –pedagógicamente- llevar al
pueblo al arrepentimiento y que vuelva a Dios con todo su corazón y alma, y que
especialmente le dé el culto correspondiente a su dignidad.
San Pablo en la Carta a los Efesios (Ef. 2, 4-10) nos explica que Dios sólo castiga al hombre
después de haber agotado para con él los infinitos recursos de su amor. El Señor en virtud de
su amor -llevando al extremo su misericordia- en lugar de castigar en el hombre ingrato y
pecador sus culpas, lleva a su Hijo Unigénito a la Cruz, a fin de que creyendo el hombre en
Cristo crucificado se salve. “¡Por pura gracia han sido salvados mediante la fe. Esto no
proviene de ustedes sino que es un don de Dios!” (Ib. 8), exclama San Pablo. Gracia de Dios y
gratuidad de Dios, cosas que ningún hombre puede alcanzar por sí mismo. Este don gratuito
de salvación es ofrecido al hombre desde hace más de dos mil años, como lo fue ofrecido
antes a los hebreos. Pero este don salvífico es ofrecido también hoy. ¿Qué tiene que hacer el
hombre entonces para merecer este don?: sólo amar a Dios y creer en Él, en su obra salvadora
y hacer las buenas obras de Dios (Ib. 16).
Juan nos enseña en su evangelio de hoy (Jn. 3, 14-21) el gran amor de Dios al afirmar: “porque
Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Ib.
17). Existirá ciertamente una condenación, pero será la que el hombre libremente elija para sí
mismo. Porque “así como el que cree en Cristo no será condenado, así también el que no cree
ya está condenado” (Ib. 18). El que rechaza a Cristo Redentor se excluye a sí mismo de la
salvación. Entonces el juicio de Dios no hará sino simplemente ratificar la elección que ha
hecho el hombre desde su libertad. La inmensa bondad de la gracia y del don de la bondad de
Dios (Ef. 2,7) manifiesta cuán grande es la responsabilidad de aquél que rechaza el don divino
o abusa de éste con ligereza. Es tan grande el amor de Dios y su bondad que nunca podrá el
hombre acogerlo con la gratitud que se merece.
Muchas veces el hombre se cierra a Dios y a sus mensajeros, dejándose dominar por sus
pasiones y por su incredulidad. Es así como el hombre tergiversa la verdad, sofoca la voz de la
conciencia y termina por vivir en desacuerdo con Dios, consigo mismo y con el prójimo. El
despojo de los valores, del amor por la vida, las inclinaciones a una sexualidad desordenada y
las divisiones en la familia humana, son el testimonio vivo de la autocondenación del hombre. Y
es una gracia muy grande que el hombre -en medio de tantas calamidades- llegue a reconocer
la ira y el castigo de Dios por estos desórdenes. Pero la gracia de Dios y su infinita misericordia
lo llevan al arrepentimiento y a la conversión. Dios quiere que todos los hombres se salven, que
ninguno perezca, y es por esto que constantemente exhorta al hombre con la Palabra
predicada, con la Eucaristía que se reparte y con el perdón que se entrega cada vez que peca.
La gracia mueve el corazón del hombre a volverse a Dios, a contemplar el rostro sufriente de
Cristo en la cruz por causa de sus pecados. La gracia mueve el corazón endurecido y lo
transforma en un corazón tierno, capaz de amar y transmitir ese don a todos los que lo rodean.
Que la Virgen, Madre del Amor Eterno, nos haga apreciar y gustar del don del amor de Cristo.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto Iguazú