Tiempo y Eternidad
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José Manuel Otaolaurruchi, L.C.
La forma del hombre
Si dejamos de comer, ¿podríamos evitar sentir hambre? ¿Es posible que nuestra mente deje
de pensar? ¿Cómo se aquietan los instintos? Claro que no se puede porque hay elementos
inherentes a nuestra naturaleza que son irrenunciables. Los físicos se acabarán con la
muerte, pero los espirituales perdurarán eternamente. La dimensión religiosa del hombre es
un imperativo categórico porque Dios es la forma del hombre.
Dios se deja ver por los que son capaces de verlo, porque tienen abiertos los ojos del alma.
“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. El alma es como un
espejo reluciente, si está limpio podrá reflejar la acción de la gracia, pero si está lleno de la
herrumbre del pecado, no podrá ver a Dios.
La gracia de Dios actúa en la historia y en cada persona y es más fuerte que el mal y que el
pecado. Si no fuera cierto, todo se habría acabado con Adán y Eva, con Caín, con Sodoma
y Gomorra, sin embargo, la humanidad continúa y Dios sigue actuando en ella.
El problema sobre Dios es un problema necesario. La diferencia estriba en la respuesta que
cada uno quiera dar. Moisés levantó en el desierto a una serpiente de bronce para que todo
el que la viera después de sufrir una mordedura de víbora, quedara curado. La serpiente es
un animal ponzoñoso, venenoso. En el relato del génesis vemos que por culpa de la
serpiente entró el pecado en el mundo y con el pecado la muerte. En contraposición la cruz
de Cristo aparece como signo de salvación. “Así como levantó Moisés la serpiente en el
desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él
tenga la vida eterna” (Jn. 3,14).
La cruz es el camino de nuestra salvación. Seguramente muchos se escandalizarán, no me
extraña, ya lo decía san Pablo: “la cruz es locura para los paganos y escándalo para los
judíos, en cambio, para los creyentes, la cruz es la fuerza y la sabiduría de Dios” (I Cor.
1,22). La cruz aparece como necedad hasta que el dolor toca a las puertas de nuestra casa.
En ese momento comenzamos a entender muchas cosas que antes parecían absurdas.
Redimensionamos la propia vida y la de los otros, las posesiones y todo aquello por lo cual
hemos gastado nuestras energías. Ante la cruz, los ídolos se resquebrajan, pues nos damos
cuenta de que tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven. Los ídolos del dinero, del
poder, de la fama, de las relaciones humanas se acaban. En cambio, cuando el justo invoca
al Señor, Él lo escucha y lo consuela. “Él inclina su oído hacia mi el día que lo invoco,
porque su misericordia es eterna para los que a Él se acogen”.
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