III DOMINGO CUARESMA B
+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
El templo y los templos
Lo del negocio alrededor de los templos parece ser tan viejo como el hombre. Qué
pronto surgen tenderetes entorno a los grandes santuarios e incluso alrededor de
las humildes romerías de pueblo. Ante ello, los críticos no dudan en empuñar el
látigo, pero tampoco hay que pasarse en los puritanismos. El mantenimiento de los
templos es costoso. Y, por otra parte, los peregrinos necesitan lugares para
hospedarse y tiendas en que comprar algún recuerdo. Hasta algunos mendigos
hacen su humilde negocio a las puertas del templo. En cualquier caso, hay que
reconocer que el mercantilismo o el afán de lucro no pegan bien con los templos.
El templo de Jerusalén, orgullo y símbolo de la nación, era un lugar venerado de
oración y de peregrinación por el que pasaban al año miles y miles de judíos. Era
una institución tan importante que disponía hasta de moneda propia. Por eso, en
los alrededores, en los mismos atrios, había cambistas y vendedores. A cambio de
unas ganancias, prestaban un servicio a los fieles, que allí cambiaban y
encontraban lo indispensable para hacer sus ofrendas. Es probable que María y
José, cuando vinieron a presentar al Niño, adquirieran así las tórtolas o los pichones
que solían ser la ofrenda de la gente pobre. Lo grave en estas cosas es que el
negocio acabe suplantando a lo realmente importante; que el santo nombre de Dios
se convierta en un medio para nuestro provecho.
Jesús, tan comprensivo con los que se reconocían pecadores, era intransigente
cuando andaba por medio el honor de su Padre o la dignidad de sus hermanas los
hombres. Pero el que Jesús hiciera un azote de cordeles y expulsara a los cambistas
y vendedores tampoco da derecho a convertirle en el Cristo guerrillero que algunos
han querido presentar.
El gesto de Jesús tiene además un significado profético: El anuncio de la sustitución
del Templo por lo que era el más verdadero lugar de la presencia de Dios: su
humanidad misma, donde Dios ha puesto su tienda al encarnarse en la condición
humana, donde cualquier hombre puede ya encontrar a Dios sin necesidad de
visado. Los judíos, como sabemos, prohibían a los gentiles el acceso al Templo bajo
pena de muerte.
“¿Qué signos nos muestras para obrar así?”, le preguntan los dirigentes religiosos al
pedirle cuentas por la acción realizada . “Destruid este templo y en tres días lo
levantaré ”. Y el evangelista añade: -“Hablaba del templo de su cuerpo ” -.
Algunos creen todavía que los milagros de Jesús eran las pruebas que ofrecía para
acreditarse ante sus adversarios como Hijo de Dios. Pero, cuando le reclaman
signos, se niega sistemáticamente a darlos. La luz vendría sólo a aquellos que
acepten que el templo del cuerpo Jesús, destruido por la muerte, ha resucitado.
Bien sabía Jesús que el problema no estaría en la intensidad de los signos, sino en
la ceguera del corazón.
Si Jesús ha anunciado el fin del templo, ¿qué hacemos con nuestras iglesias?
Nuestras iglesias son lugares de la presencia de Dios, no sólo porque ahí está
sacramentalmente presente el cuerpo de Cristo, sino también porque son, como su
nombre indica, lugares de encuentro de la comunidad cristiana, que es también
cuerpo de Cristo, como le gustaba decir a san Pablo. El continente está en función
del contenido.
Desde que Cristo se hizo hombre y nos dejó como presencia suya al Espíritu Santo,
templo de Dios es todo hombre: Por eso, exclamaba san Pablo extrañado ante
ciertos comportamientos : “¿Es que no sabéis que sois templos de Dios?”. No son
hipérboles poéticas, es la consecuencia de la presencia del Espíritu Santo en
nosotros. Un día habló Jesús de una inconmensurable transubstanciación : “Lo que
hagáis a uno de estos mis hermanos, a mí me lo hacéis”. Desde entonces, sabemos
que quien desprecia a un hombre, desprecia a Cristo mismo.
Templo de Dios es también, de alguna manera, el mundo. Dios es también
habitante invisible y omnipresente de este tercer templo : “Llenos están los cielos y
la tierra de tu gloria ” cantamos en la misa. ¿Por qué destruimos también este
templo del mundo? ¿Por qué lo desertizamos a base de químicas y guerras sin
sentido? ¿Por qué lo contaminamos y quemamos sin pensar que algo de Dios y
también nuestros se quema? ¿Por qué no caemos en la cuenta de que nuestros
desmanes antiecológicos son profanaciones del gran templo del mundo?
La cuaresma es un tiempo propicio para la contemplación, para prepararnos al
encuentro con el Resucitado, que será nuestro templo glorioso en la Jerusalén
celeste; para quitar todo lo que envilece y degrada el templo que es nuestro propio
cuerpo; para admirar el mundo como transparencia de la belleza misma de Dios, y
no sólo como parcelas de rentabilidad inmediata.
Para eso se necesitan ojos limpios, mirada de fe. El materialismo envolvente nos da
una visión plana de la realidad, nos ciega los ojos para adivinar la belleza y bondad
que encierran las más pequeñas cosas. ¿Tendrá que ver algo con esta ceguera el
afán destructivo que encontramos en algunos sectores de la población?