Domingo V de Cuaresma del ciclo B.
1. Comentario sobre la primera lectura (JR. 31, 31-34).
Estimados hermanos y amigos:
Hoy empezamos a vivir la quinta y penúltima semana del tiempo de Cuaresma, y
lo hacemos meditando un texto del segundo de los tres Profetas Mayores. No
tenemos que temer por la salvación de nuestra alma porque tenemos la más plena
certeza de que Dios nos ama. No seremos salvos por la perfección con que
cumplimos los Mandamientos de Dios y de su Iglesia, porque, en nuestro estado
actual, no podemos comparar nuestra forma de proceder con la manera de actuar
de Nuestro Santo Padre, pero este hecho no es indicativo de que debemos obviar el
cumplimiento de los citados Mandamientos, porque, ello constituye la única vía que
tenemos, para demostrar que creemos en Dios, y que vivimos dispuestos a cumplir
su voluntad.
¿Qué espera Dios de nosotros?
Jesús responde la pregunta que nos hemos planteado, en los siguientes términos:
"-Lo que Dios espera de vosotros es que creáis en su enviado" (JN. 6, 29).
El hecho de creer en Jesús, es indicativo de que estamos dispuestos a imitar la
conducta de Nuestro Señor. Cuanto más imitemos a Jesús, más podremos
constatar nuestro crecimiento espiritual.
Creer en Jesús, significa para nosotros esforzarnos en confiar en Dios tal como lo
hizo Nuestro Salvador, venciendo la tentación de que la carencia de fe debilite la
relación que mantenemos con El.
Creer en Jesús, significa llorar con quienes se lamentan y reír con quienes ríen, a
fin de que todos nos amemos y socorramos a los niveles espiritual y material, para
que podamos vivir como miembros de la familia de Dios.
Creer en Jesús, significa disponernos a concederles tanta importancia a las
aspiraciones de nuestros prójimos como a las nuestras, porque, si somos miembros
del Cuerpo Místico de Cristo, ello significa que es bueno para nosotros vivir unidos,
aunque no podemos lograr este propósito, si no amamos a nuestros prójimos, como
nos amamos nosotros.
Los Mandamientos de Dios no deben estar escritos únicamente en nuestras
copias de la Biblia, pues es necesario que los grabemos en nuestros corazones,
porque debemos cumplirlos por amor a Dios y a nuestros prójimos, no por
obligación, así pues, San Juan escribió en su primera Carta:
"Amor y temor, en efecto, son incompatibles. El auténtico amor elimina el temor,
por cuanto el temor está en relación con el castigo, y el que teme es que aún no ha
logrado amar perfectamente" (1 JN. 4, 18).
2. Comentario sobre la segunda lectura (HEB. 5, 7-9).
San Pablo, al hablarnos del sacerdocio real de Jesús, nos ofrece un testimonio
excelente de la humanidad del Mesías. Jesús no tenía un cuerpo capacitado como
para no sentir el dolor según afirmaron los docetas. Jesús fue un hombre tal como
nosotros, de hecho, es un Dios tan enamorado de su humanidad, que no quiso
prescindir de su Cuerpo después de resucitar de entre los muertos. El Dios que se
hizo hombre sin evitar el sufrimiento, quiso aprender las lecciones que recibimos de
Dios, si somos conscientes de que el sufrimiento tiene un sentido redentor.
3. Meditación del Evangelio (JN. 12, 20-33).
"Había ciertos griegos entre los que habían subido a adorar en la fiesta. Estos,
pues, se acercaron a Felipe, que era de Betsaida de Galilea, y le rogaron, diciendo:
Señor, quisiéramos ver a Jesús. Felipe fue y se lo dijo a Andrés; entonces Andrés y
Felipe se lo dijeron a Jesús" (JN. 12, 20-22).
Unos griegos, de los que no sabemos si eran conversos al Judaísmo, o si habían
escuchado hablar de Jesús, le pidieron a Felipe que les permitiera hablar con el
Señor. Felipe le consultó a Andrés si debían presentarles a aquellos griegos al
Mesías, probablemente, porque eran paganos, y los judíos discriminaban a quienes
no eran sus hermanos de raza.
El hecho de que los citados griegos quisieran hablar con Jesús, nos da pie para
considerar si conocemos al Señor, y si nos hemos acercado a El, hasta llegar a
desear imitar su manera de actuar.
¿Hemos convertido a Jesús en nuestro mayor ejemplo a imitar a la hora de
manifestar nuestra fe con palabras y obras, o solo recurrimos a Dios cuando
queremos que nos solvente nuestros problemas, incluyendo aquellas dificultades
que podemos resolver por nuestros medios?
"Jesús les respondió diciendo: Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea
glorificado" (JN. 12, 23).
El Evangelio de San Juan contiene una gran sabiduría entre sus páginas, que solo
nos puede ser revelada por el Espíritu Santo, ya que, el citado Apóstol de Nuestro
Señor, no la interpreta en el cuarto Evangelio. La citada obra está desarrollada en
torno a la hora de Jesús, es decir, la Pasión, muerte y Resurrección de Nuestro
Salvador. El relato que estamos meditando está prácticamente al final de la parte
del libro en que se describe el Ministerio de Jesús. Por su parte, el Señor, una vez
hubo concluido su Ministerio, se dispuso a afrontar la hora del príncipe de este
mundo, es decir, sucumbió bajo el poder del maligno, para vencer a la muerte,
desde su misma entraña.
Ciertamente, estaba llegando la hora en que Jesús había de ser glorificado,
después de que venciera a la muerte, y aconteciera su Ascensión al cielo, donde,
como Hombre, fue coronado Rey, porque, por ser Dios, su realeza divina es eterna.
Antes de ser glorificado, Jesús debía afrontar el mayor sufrimiento.
"De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere,
queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto" (JN. 12, 24).
La muerte de Cristo no era necesaria para que pudiéramos ser redimidos, pero
ese fue el medio que Dios escogió, para demostrarnos que, a pesar de nuestras
infidelidades, nunca ha dejado de amarnos.
Gracias al sacrificio Redentor de Cristo, la cruz no es un símbolo de tortura y de
muerte ignominiosa, sino un signo de que, si nos mantenemos firmes en la
procesión de nuestra fe cristiana, Dios nos ayudará a resolver las dificultades que
caracterizan nuestra vida.
La cruz significa que, si Jesús venció a la muerte, El nos ayudará a vencer
nuestras dificultades, y, cuando nuestra tierra sea su Reino, nos hará vivir
eternamente en su presencia, sin que tengamos que hacerle frente al mal, en
ninguna de sus formas.
La cruz nos indica que, si no dejamos de creer en Dios, el sufrimiento tiene un
sentido muy especial, porque se convierte en oportunidad para creer más en Dios,
y, por consiguiente, para aumentar nuestro deseo de ser santificados.
"El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para
vida eterna la guardará" (JN. 12, 25).
Los cristianos no queremos el sufrimiento por sí mismo, pero hemos aprendido lo
necesaria que es la asistencia a la escuela del sacrificio. Quizá el apego a la vida
fácil y a la abundancia de bienes materiales nos hace rechazar el aprendizaje de
que nos es necesario esforzarnos mucho para alcanzar nuevas metas por las que
nos merezca la pena seguir viviendo.
Cuando Jesús nos dice: "el que ama su vida, la perderá", nos recuerda que la
vida que Dios nos ha dado no es nuestra, como tampoco lo son las dádivas
materiales y espirituales que Nuestro Santo Padre nos ha concedido. A modo de
ejemplo, podemos amar mucho los bienes materiales, pero ello no nos reportará
ningún beneficio, cuando la tierra sea el Reino de Dios. No tengo la pretensión de
hacer que nadie sirva a Dios por interés alguno, pero Jesús nos invita a compartir
nuestros dones espirituales y materiales con quienes los necesiten.
"El que ama su vida, la perderá". San Juan escribió su Evangelio prácticamente a
finales del siglo I. San Juan era conocedor de muchos casos de cristianos
perseguidos, desterrados y asesinados. El citado Apóstol de Nuestro Salvador,
siendo muy anciano, tenía que fortalecer a los cristianos de su comunidad, para que
no perdieran la fe, en el caso de ser perseguidos. En este contexto, San Juan
escribió que nuestra vida en este mundo, no se puede comparar, con la vida que
tendremos, cuando nuestra tierra sea el Reino de Dios, si nos mantenemos fieles a
Jesús.
Podemos perder salud, dinero e incluso a nuestros familiares y amigos, pero no
permitamos que las riquezas nos enorgullezcan excesivamente, ni que la pobreza
nos haga perder la fe, para que jamás tengamos la tentación de separarnos de
Dios.
"El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para
vida eterna la guardará" (JN. 12, 25).
Recordemos la parábola del rico y el pobre Lázaro (LC. 16, 19-31). El rico fue
condenado porque desaprovechó la oportunidad de ser santificado que le ofreció
Lázaro, cuando necesitó ser socorrido. En medio de los tormentos y la soledad del
infierno, el rico le pidió ayuda a Abraham para que enviara a Lázaro a salvar a sus
hermanos del padecimiento que lo amargaba. Precisamente, aquel pobre mendigo a
quien él no había socorrido, quería que tuviera la misión de convertir a sus
hermanos a Dios, pero la resurrección de un muerto no es suficiente para hacer que
tengamos fe sincera en Dios, por más que nos empeñemos en que necesitamos
milagros para poder creer en Nuestro Santo Padre.
Jesús no nos pide que aborrezcamos nuestra vida con tal de ser sus seguidores,
sino que rechacemos todo lo que nos puede separar del Dios Uno y Trino. Nuestra
vida por sí misma no es mala, porque constituye muchas oportunidades para
acercarnos a Dios y a nuestros prójimos los hombres.
"Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi
servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará" (JN. 12, 26).
En la medida que la fe se convierte en compromiso de amor para con Dios y
nuestros prójimos los hombres, -especialmente los más desfavorecidos-, puede
complicársenos bastante la vida. Creer en el Dios verdadero, y no crear una
divinidad que se adapte a la consecución de nuestras metas, es algo difícil, pero,
por ser un reto, le confiere pasión a la vida, y la hace interesante.
Si le somos fieles a Jesús, algún día estaremos donde esté El. De alguna manera,
las palabras de Jesús se están cumpliendo en nosotros, porque Nuestro Salvador
está presente en su Iglesia. Si recibimos a Cristo en la Eucaristía, y le vemos en
nuestros prójimos los hombres, -porque han sido creados a su imagen y
semejanza-, valoraremos más nuestra vida en su presencia, que nuestra existencia
sin Dios, porque la vida en Cristo es eterna.
"Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas
para esto he llegado a esta hora" (JN. 12, 27).
¿Iba Jesús a desistir de su propósito de redimir a la humanidad, cuando se
acercaban las amargas horas de su Pasión?
Jesús era hombre como nosotros, y tenía que soportar el sufrimiento, hasta
experimentar la muerte. Esto es lo que conocemos como el anonadamiento de
Jesús, o la kenosis de la que San Pablo nos hablará el próximo Domingo de Ramos
(FLP. 2, 6-11), es decir, el abajamiento, la total humillación de Nuestro Señor, para
elevarnos a la grandeza del mismo Dios, partiendo de nuestra pequeñez.
"Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado, y
lo glorificaré otra vez" (JN. 12, 28).
Jesús no necesitaba que el Padre le hablara desde el cielo para fortalecer su fe,
porque estaba seguro del amor de Aquel en quien depositó su confianza. Los
cristianos, después de que aconteciera la Resurrección de Nuestro Salvador,
obtuvieron una enseñanza del versículo joánico que estamos considerando,
consistente en que Dios siempre estuvo con Jesús, aunque no le evitó el
padecimiento ni la experiencia de la muerte.
"Y la multitud que estaba allí, y había oído la voz, decía que había sido un trueno.
Otros decían: Un ángel le ha hablado. Respondió Jesús y dijo: No ha venido esta
voz por causa mía, sino por causa de vosotros. Ahora es el juicio de este mundo;
ahora el príncipe de este mundo será echado fuera" (JN: 12, 29-31).
Jesús es un signo de contradicción. Quienes aceptan al Señor se salvan, y,
quienes le rechazan, se condenan. El juicio que los Evangelistas psinópticos aplazan
para el final de los tiempos, según San Juan, acontece cuando aceptamos o
rechazamos al Señor. Cada obra buena que hacemos, se convierte en oportunidad
para ser santificados, y, cada buena acción que omitimos, es una oportunidad que
perdemos para relacionarnos mejor, tanto con Dios, como con nuestros prójimos
los hombres.
Podremos vivir muchos días iguales, pero ninguno de ellos se repetirá. No
desaprovechemos la oportunidad de amar y de ser amados.
"Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo. Y decía esto
dando a entender de qué muerte iba a morir" (JN. 12, 32-33).
A través de su sacrificio, Jesús hizo de la cruz un signo de victoria.
Jesús nos enseña a no temer al dolor, y a tener la seguridad de que el Espíritu
Santo nos ilumina, para que aprendamos que, todo lo que nos sucede, está
encaminado a nuestra salvación.
Mientras que nuestra vida es limitada, Dios cuenta con una cantidad de años
ilimitada para llevar a cabo su designio. Jesús Crucificado atrae hacia Sí a la
humanidad sufriente, para que Dios la revista de su gloria.
Dispongámonos a vivir la Semana Santa. Asistamos a las celebraciones litúrgicas
y busquemos tiempo para leer al menos uno de los cuatro Evangelios, para que
empecemos a sentir el deseo de ser imitadores de Jesús.
José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com