DOMINGO 5º DE CUARESMA
Lecturas: Ez 37,12-14; S.129; Ro 8,8-11; Jn 11,1-45
Homilía por el P. José R. Martínez Galdeano s.j.
Pueblo sacerdotal,
pueblo de Dios
En los dos domingos anteriores recordamos dos
dones, que se nos dan en el bautismo: el perdón de los
pecados y la nueva vida de la gracia santificante, que sitúa
nuestra existencia en el plano divino esencialmente superior
al puramente humano. Hoy recordaremos otro don todavía
más maravilloso: el don del Espíritu Santo, que es la raíz de
la gracia santificante y nos sitúa en íntima relación con la
Trinidad.
La Sagrada Escritura nos lo manifiesta muchísimas
veces y con una enorme variedad de términos. La primera
lectura de hoy, del antiguo testamento, nos habla del
supremo don salvador de Dios, que es “infundirnos su
propio Espíritu, para que vivamos y sepamos que Él es el
Dios todopoderoso”; y en la segunda, del nuevo y propia de
San Pablo, se dice que “Dios habita en nosotros”, que
“tenemos el Espíritu”, que por Él “Cristo está en nosotros” y
nuestro espíritu “vive gracias a la fuerza salvadora de Dios,
que nos da su Espíritu, que ese Espíritu “habita” en
nosotros y que es el mismo Espíritu que resucitó a Cristo y
que resucitará nuestros cuerpos. Da la impresión de que los
autores sagrados, pese a la inspiración del Espíritu Santo,
encuentran una dificultad, que les resulta insuperable, para
expresar bien una realidad maravillosa.
Expresiones bíblicas parecidas podrían citarse y
multiplicarse hasta el cansancio: El Espíritu Santo, Dios, se
nos ha dado, nos ha sido enviado, lo hemos recibido, habita
en nosotros, permanece en nosotros, nos ha marcado con
su sello, está en nosotros, somos templos de Dios; son
efectos suyos: la verdadera filiación de Dios, el
conocimiento de la verdad revelada por Dios, la lucha, que
dentro de nosotros está, contra el mundo y la carne, la
inspiración para orar, el vigor de la fe, que es prenda y
garantía de la gloria futura y de la resurrección del cuerpo,
que nos hace semejantes a Dios y partícipes de la
naturaleza divina, que vive en nosotros. Todo esto y más
nos repiten constantemente sobre todo San Pablo y también
San Juan y San Pedro en sus escritos. De ahí la dificultad
que ofrece para algunos su comprensión.
Por tanto, dudar de la existencia de esta realidad, no
podemos. Poseemos el Espíritu y se nos ha dado en el
bautismo. Cristo es la cabeza y fuente de vida de la Iglesia,
que es su cuerpo, Los miembros del cuerpo de Cristo
recibieron el Espíritu de Cristo en el bautismo, que los
injertó en Él. Ese mismo Espíritu, que está en Cristo y en
cada uno, mantiene todo el cuerpo unido porque en cada
uno habita el mismo Espíritu.
Así como la vida humana es consecuencia de la
presencia en nosotros de una realidad distinta del cuerpo
(un cadáver tiene el cuerpo entero y todos sus elementos
materiales, pero no ve ni vive, porque la vida le viene al
cuerpo por el alma que lo informa), así la vida sobrenatural
cristiana y todas sus actividades no son posibles sin la
presencia del Espíritu Santo, que, como el alma al cuerpo,
se una al alma y, entrando en posesión de ella, le
comunique la vida sobrenatural y divina y pueda realizar
acciones sobrenaturales que sólo son posibles con fuerzas
recibidas de Dios, esto es divinas en cierto modo, como las
de la fe, esperanza y caridad.
A esta luz se ve cuán verdad es lo que dice el Concilio
Vaticano II, lo que con frecuencia cantamos agradecidos a
Dios y que el Señor nos dice por medio de San Pedro: “Pero
ustedes son linaje elegido, sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquél que
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los ha llamado de las tinieblas a su admirable luz, ustedes
que en un tiempo no eran pueblo y que ahora son el Pueblo
de Dios, de los que antes no tuvo compasión, pero ahora
son compadecidos” (1Pe 2,9). “Pueblo de reyes, pueblo
sacerdotal, pueblo de Dios”; es verdad lo cantamos con
frecuencia al presentarnos ante el Señor para celebrar con
Él la eucaristía.
Es tan maravillosa esta realidad que a nosotros
jamás se nos hubiera podido ni ocurrir. Sólo por la
revelación de Dios lo hemos podido conocer, cuánto menos
realizar. Es pura gracia, puro don de Dios. A nosotros nos
basta creerlo, admirarlo, agradecerlo, cuidarlo, conservarlo
y hacerlo crecer.
Siendo todo ello tan maravilloso, sólo ciertas almas
privilegiadas de Dios, elegidas de Dios, algunos místicos,
han tenido alguna experiencia consciente de ello y han
escrito sin duda para estímulo nuestro. Porque experiencias
mayores aún que las de San Juan de la Cruz, Teresa de
Jesús y otros místicos nos las reserva el Señor para
nosotros en la bienaventuranza.
Por nuestra parte nosotros debemos tener presentes
siempre estos misterios maravillosos, de los que somos
portadores. Somos templos del Espíritu Santo, “portadores
de Dios”, como decía de sí mismo el mártir San Ignacio de
Antioquía, tenemos a Dios más cercano que en el corazón,
en nuestro mismo espíritu. La oración entonces se hace
muy fácil: basta reconocer el hecho, agradecerlo, relacionar
a ese Dios tan cercano y lleno de amor y poner ante su
vista deseos, esperanzas, necesidades, temores, ilusiones y
alegrías. Dios vive en nosotros y nosotros vivimos en Dios.
Pero sin embargo no olvidemos que es un tesoro que
podemos perder. Porque el Demonio, máximo enemigo de
Dios y del hombre, presente hasta en el Paraíso, lo está
presente en este mundo e intenta que las perdamos. Como
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dice San Pedro, “vuestro adversario, el Diablo, ronda como
león rugiente, buscando a quién devorar. Resistidle firmes
en la fe” (1Pe 5,8-9). La Semana Santa, que se acerca, será
un volcán de fe sobre toda la Iglesia. Procuremos vivirla con
el más grande amor a Dios y a los demás que nos sea
posible. Enraicémonos más en Cristo y muramos con Él,
para resucitar en Él a una mejor calidad de vida cristiana.
Más información:
http://formacionpastoralparalaicos.blogspot.co
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