V Semana de Cuaresma
Padre Julio Gonzalez Carretti OCD
SABADO
a.- Ez. 37, 21-28: Serán mi pueblo y yo seré su Dios.
b.- Jn. 11, 45-57: Para reunir a los hijos de Dios.
El profeta Ezequiel, también usa el símbolo, para expresar su mensaje al pueblo.
Escribir los nombres de Judá y José o Israel en dos varas y luego de atarlas, las
lleva en sus manos. El mensaje es claro: la historia de Israel desde los tiempos de
David, promete en nombre de Yahvé, la repatriación y la unidad en la tierra
prometida, bajo la égida de un nuevo rey David. Fue este rey quien consiguió la
unidad de Israel, Salomón la conservó pero no la supo transmitir, tiempo de unidad
teocrática. Luego de la división en dos reinos, Israel y Judá, pierden su unidad
teocrática, siendo alejadas de la tierra prometida. El anuncio de Ezequiel, es
precisamente el anuncio del retornar a la unidad, bajo la égida de un nuevo David,
tiempo en que no habrá división, fruto del pecado y del desorden. En esta
repatriación, será esencial la purificación de toda idolatría, preparación inmediata a
la nueva alianza, alianza de los tiempos mesiánicos, que Cristo Jesús llevará a cabo
en el altar de la Cruz, con su sangre derramada para el perdón de los pecados. Este
pastor, lo identifica así el profeta, con el mismo Dios, “único pastor” (v. 24) de
ellos. Anuncio del misterio de la Encarnación, garantía de esa insistencia que
encontramos en que esta alianza es para siempre, con una paz y bienestar estable.
La nueva alianza tiene características propias: al mismo Dios que la realiza, Israel
ahora será para siempre su pueblo, un santuario en medio de ellos, presencia
vivificante y salvífica; el nuevo David, será el único pastor y finalmente la promesa
de convertir a Israel en instrumento de salvación para todos los pueblos: “Y sabrán
las naciones que yo soy Yahveh, que santifico a Israel, cuando mi santuario esté en
medio de ellos para siempre.” (v. 28). La Iglesia es sacramento universal de
salvación.
El evangelio nos presenta la decisión de las autoridades judías de dar muerte a
Jesús a causa de la resurrección de Lázaro, los signos que hacía en medio del
pueblo. Juan sólo relata siete signos en su evangelio, pero señala que hizo otros
muchos (cfr. Jn. 2, 23). Unos creen en ÉL, otros lo rechazan abiertamente. El
Sanedrín, ante los signos que realiza Jesús, teme que la gente siga creyendo en ÉL,
lo acepten como Mesías político y social, lo que desataría problemas con Roma.
Temen que se prohíba el culto y la propia existencia de Israel. Tiempo de cambio,
se pasa de la economía de la Ley, a la economía de la gracia y la fe en Cristo Jesús,
el pueblo judío deja su lugar a la Iglesia. ¿Qué hacer? Es mejor, asegura Caifás,
que muera un solo hombre y no perezca la nación entera. Las palabras del sumo
sacerdote, son pronunciadas con plena autoridad conferida por su cargo, no por
iniciativa propia. Sus palabras son anuncio profético: “Pero uno de ellos, Caifás, que
era el Sumo Sacerdote de aquel año, les dijo: «Vosotros no sabéis nada, ni caéis en
la cuenta que os conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la
nación.» Esto no lo dijo por su propia cuenta, sino que, como era Sumo Sacerdote
aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación,
sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos.” (vv.
49-52). Caifás, teme que el movimiento de Jesús cambie totalmente la religiosidad
de Israel. La resurrección de Lázaro, apunta en esa dirección, un nuevo pueblo,
lejos de las instituciones judías. Los sumos sacerdotes, eran saduceos que habían
pactado con los romanos, llevaban la economía del templo y junto a los fariseos,
eran lo más interesados en la muerte de Jesús. Finalmente será Anás, suegro de
Caifás quien decida la muerte de Jesús. Era quien dirigía la política y las finanzas
del templo, aunque no era sumo sacerdote ese año, pero lo había sido, dominaba
ocultamente estas áreas del recinto religioso. Caifás, propone que muera uno sólo,
Jesús, y no toda la nación de Israel, como pueblo de Dios. Juan ve la muerte de
Jesús como la restauración precisamente del pueblo de Dios, compuesto ahora por
judíos y gentiles, los que adhieren a Jesús en forma incondicional. Jesús será el
salvador del pueblo de Dios, de toda la humanidad. La muerte de Cristo, decidida
por ellos, trajo la aparición del verdadero pueblo de Dios, la Iglesia, pueblo que
integra no sólo a los judíos sino a todos los pueblos de la tierra. Es por todos los
pueblos que Cristo abre sus brazos en la Cruz, para reunir a los hijos de Dios
dispersos (v. 52). Las palabras de Caifás, son un anuncio precisamente de lo que
no querían que ocurriera, hacer signos; el mayor de los signos de Cristo, será su
propia resurrección de entre los muertos. Como la decisión de matar a Jesús es
irrevocable, si el no muere, perece toda la nación, y ÉL conoce estos propósitos,
huye a una ciudad del desierto Efraín, hasta que llegue su hora, para entregar su
vida libremente. Tan próximos a la Pascua, acompañemos a Jesús en su misterio y
pasión, que es nuestra vida y resurrección.
Santa Teresa de Jesús no duda un instante en vincular el misterio pascual de Cristo
con la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Estar junto a Cristo es siempre lo
mejor. “Pues, si todas veces la condición o enfermedad, por ser penoso pensar en
la Pasión, no se sufre, ¿quién nos quita estar con El después de resucitado, pues
tan cerca le tenemos en el Sacramento, adonde ya está glorificado, y no le
miraremos tan fatigado y hecho pedazos, corriendo sangre, cansado por los
caminos, perseguido de los que hacía tanto bien, no creído de los Apóstoles?
Porque, cierto, no todas veces hay quien sufra pensar en tantos trabajos como
pasó. Hele aquí sin pena, lleno de gloria, esforzando a los unos, animando a los
otros, antes que subiese a los cielos, compañero nuestro en el Santísimo
Sacramento, que no parece fue en su mano apartarse un memento de nosotros. ¡Y
que haya sido en la mía apartarme yo de Vos, Señor mío, por más serviros! Que
ya, cuando os ofendía no os conocía; ¡mas que conociéndoos, pensase ganar más
por este camino! ¡Oh, qué mal camino llevaba, Señor! Ya me parece iba sin camino,
si Vos no me tornárais a él, que en veros cabe mí, he visto todos los bienes.” (Vida
22,6).