Viernes Santo de la Pasión del Señor
“Aquí lo tenéis….Crucifícalo; crucifícalo”
Murió por nuestros pecados. Esta afirmación, abalada por esta otra de san Pablo:
“Cristo murió por nosotros cuando éramos aún pecadores: así demuestra Dios el
amor que nos tiene” (Rom 5, 8), encierra todo el sentido del Viernes Santo. Se
reclama nuestra atención para que nos fijemos en la cruz de Cristo haciendo
memoria de su pasión y muerte no para empaparnos de dolor, sino para que
descubramos y contemplemos al amor. Porque a fuerza de describir e imaginar los
sufrimientos de Cristo, de pasearlos en procesión por las calles y plazas, podemos
llegar a desfigurar el rostro de Cristo y dar una imagen de un Dios que se complace
en el sacrificio y en la muerte del hombre, o en su propio sacrificio. Cristo no amó
el dolor sino que amó a los que sufren. No amó la pobreza, sino a los pobres. No
amó la muerte, sino la vida. La cruz es el símbolo del amor, no la glorificación del
dolor. De un amor llevado hasta el extremo en un mundo lleno de odio. Es también
la expresión del odio, la mentira y la venganza de los hombres.
El relato de la pasión y muerte de Jesús no es un drama para llevar a escena,
adoptando ante él una actitud de simples espectadores. Es la revelación del amor
que Dios nos tiene a cada uno de los seres humanos y, por tanto, una interpelación.
Ante la cruz no cabe la indiferencia. Contemplar la pasión de Jesús a distancia,
admirarla, incluso adoptar ante ella una actitud estética es lo mismo que dejarle en
la cruz y lavarse las manos como Pilato. El evangelio de la pasión y muerte de
Jesús no se anuncia para que aumente el número de espectadores del drama de
Jesús, sin para que nos hagamos sus discípulos y le sigamos con nuestra cruz a
cuesta, y sin cargar cruces a los hermanos, sino, como cirineos, aliviando el peso
de las que la ambición y la injustita cargan sobre ellos.
En la cruz Jesús culmina su camino de entrega a la voluntad del Padre, revelando lo
que Dios hace por la humanidad a quien tanto ama, y lo que los hombres deben ser
capaces de hacer si queremos de veras amar a Dios. En la cruz hay un grito de
rebeldía denunciando toda injusticia humana, y una fuerte y comprometida
interpelación para no pasar de largo ante el sufrimiento de los demás.
La Cruz es signo de contradicción, de duda, de fracaso. Aparentemente es el
hundimiento de Jesús en el reino de la muerte. Pero para el creyente es señal
luminosa de vida, de entrega, de victoria. Jesús muere perdonando a sus verdugos;
abriendo las puertas de la vida a quien reconoce su equivocación. Se entrega
confiadamente en las manos del Padre, y exhalando su aliento nos infunde su
Espíritu fuente de una nueva vida.
Desde la cruz de Cristo, Dios es compañero del hombre hasta la muerte. Nuestro
Dios no es un Dos impasible, lejano de nuestras tragedias, sin hacer nada para
aliviar nuestros sufrimientos. Por la cruz de Cristo, se nos revela que Dios está
siempre a nuestro lado, que calla y acepta sufrir hasta el final toda amargura, que
vence la violencia con el amor y el perdón, que vence la misma muerte. Cuando no
entendamos el porqué del sufrimiento y de la muerte, recordemos que Cristo luchó
y venció. Si vivimos y morimos con El, también con El resucitaremos (cfr. Rom
6,8).
Hemos sido salvados por sus heridas y por su muerte. El modo cruel en que Jesús
murió no es consecuencia de un destino ineludible fijado por Dios Padre, sino que
es consecuencia de la crueldad de los hombres, que no podían tolerar la presencia
del justo en medio de ellos. Dios nunca puede complacerse en un pecado. Sólo se
complace en el amor que Jesús muestra al entregar su vida en fidelidad a su
misión.
No es Dios quien está mal dispuesto, sino el hombre. Es el hombre quien debe
convertirse hacia Dios, y no Dios hacia el hombre. Dios está siempre bien dispuesto
hacia nosotros. Precisamente lo que Jesús ha venido a revelarnos es esta “buena
voluntad” de Dios hacia el hombre. No nos ama cuando ya estamos reconciliados
con El, sino que nos reconcilia con El porque nos ama. La buena noticia del
evangelio es precisamente el amor de Dios a los pecadores. Nuestro Dios es un
Dios que sólo sabe amar porque es amor (cfr 1 Jn 4,8).
Miremos con amor, confianza y gratitud a la cruz de Cristo. Ahí está nuestra
salvación, y la fuerza renovadora de nuestro corazón. La conversión consiste
precisamente en creer y aceptar que uno es amado por Dios aún siendo pecador.
Por la cruz restituye al amor su fuerza creadora en el interior del hombre, se
derrama la plenitud del perdón y la misericordia de Dios. Cristo ha iniciado la
humanidad salvada. El es el Redentor del hombre. Sólo en El se encuentra el
modelo y el camino de la fidelidad a Dios. Dejemos que la Pasión de Cristo nos
penetre con su fuerza porque en ella está la vida. Es el grano de trigo que cae en la
tierra y muere (cfr Jun 12, 24) dando un fruto abundante de vida y amor en la
resurrección.
Joaquin Obando Carvajal