Semana Santa
Con permiso de dominicos.org
Introducción a la semana
Inútil empeño el de encerrar en las pobres paredes de esta glosa tanta riqueza y
hondura de una semana que es apasionante y apasionada. Es el epicentro del
gran terremoto de amor que Dios Padre derrocha en el Maestro de Galilea para
que sus seguidores sigamos sus huellas. A buen seguro, con la ayuda del
Espíritu y el acicate de la Palabra, tales huellas se grabarán en nuestra vida.
Domingo de Ramos, día de marcados contrastes, de hosannas armoniosos y de
negación estridente, de palmas y corona de espinas, de entrega del memorial y
de angustia… Día del Señor para atisbar en el misterio del trigo que muere el
amor del fruto compartido por todos los hijos de Dios.
Tanto el lunes, martes y el miércoles santos, son tres días de detalles de distinto
signo que nos perfilan el rostro de un Dios de los hombres que en las peripecias
de su Hijo nos recuerda cuánto nos quiere: así el lunes se balancea entre el
Siervo de Yahvé y la preciosa libra de perfume de nardo con que María perfuma
los pies de Jesús. El martes oscila entre la voz del profeta que se hace luz para
los pueblos y el anuncio de entrega y negación, algo así como una íntima
parábola de nuestra propia condición trufada de iniquidad y de gracia. El
miércoles santo nos habilita para decir al abatido una palabra de aliento, pero
ratifica, además, la traición al Maestro.
El Jueves Santo es el día que queda más empequeñecido por los sublimes
argumentos que evocamos porque no cabe en él tanta grandeza, tanto amor y
tan hondo misterio como en él queremos celebrar: se abre la mesa fraterna de
los pecadores, el Pan partido y repartido, alimento para el camino de la vida; se
nos entregan las credenciales de la Familia de Dios, la ley del todo amor;
hacemos argumento de Cáritas como punta de lanza de lo mejor de la
Comunidad; contemplamos la grandeza del hombre cuando se arrodilla para
lavar los pies al hermano; y el sentimiento de dignidad más que inmerecida la
que evocamos para los servidores del Pueblo de Dios como sacerdotes. ¡Dios
mío, cuánta grandeza en manos tan pobres como las nuestras!
El Viernes Santo es eco celebrativo del día anterior, pero con una marca
específica: la cruz con un hombre crucificado, mejor dicho, con El que nos ha
devuelto el perfil más humano a todos los que dudamos, amamos y sufrimos, a
los que nos asimos a sus brazos abiertos para abarcar en nuestra pobre oración
los puntos cardinales de la salvación. Cruz que será memoria inevitable de todos
los crucificados de nuestro mundo, cuyo sufrir acoge compasivo nuestro buen
Padre-Madre Dios.
Enterrado el que murió en la cruz, el Sábado fermentará en su remate en la
noche que se hace día, en la victoria de la luz sobre la oscuridad. ¡Jesús
resucitado! ¡La Pascua florida!
Fr. Jesús Duque O.P.
Convento de San Jacinto (Sevilla)