Domingo 2 de Pascua B
“¡Oh Señor!, danos el Espíritu Santo y envíanos” (Jn. 20, 22)
Los Apóstoles están reunidos en el cenáculo y el día de la Resurrección, por la tarde, tras
haber confiado a los suyos la misión que había recibido del Padre: “como el Padre me envío,
así los envío yo” ... sopló sobre ellos y les dio el Espíritu Santo y les dijo a quienes perdonéis
los pecados les serán perdonados; a quienes se los retuvieren les serán retenidos” (Cfr. Jn. 20,
21-23). Jesús el mismo día de su resurrección derrama el Espíritu sobre ellos dándoles el
primer don de su poder y maravillosamente conjugado con el don de la Cruz: el perdón,
maravillosa expresión de la misericordia divina.
El don y la persona del Espíritu Santo aparece como protagonista en los primeros momentos
de la Iglesia Primitiva enviada a predicar el Evangelio, a perdonar los pecados, a bautizar a los
que creyeran y a celebrar el misterio de la Eucaristía, que en la tarde del Jueves entregó a los
apóstoles como el misterio mismo de su eterna presencia entre los hombres y que junto al
perdón de los pecados son sacramentos especialmente pascuales.
La fe seguirá siendo el tema de vital importancia en la vida de la Iglesia. Fijemos la atención en
la escena que sigue. Aquella tarde el Apóstol Tomás estaba ausente y cuando regresa los
apóstoles le cuentan lo acaecido, pero Tomás no cree: “si no veo y meto mis dedos en el lugar
de sus clavos y mi mano en su costado, no creeré” (Ib. 25). Pasada una semana, Jesús vuelve
a aparecerse ante los Apóstoles y mirando a Tomás le dice: “mete acá tus dedos y mira mis
manos y tiende tu mano y métela en mi costado y en adelante no seas incrédulo, sino hombre
de fe” (Ib. 27). Es tanta la ternura del Salvador, que lejos de recriminar a Tomás por su
incredulidad, le mira con amor y se somete a las pruebas que el Apóstol exige y Tomás se
quiebra en un gran acto de fe: ¡Señor mío y Dios mío! (Ib. 28).
Al hombre no le es fácil llevar el mensaje de Cristo resucitado. La vida de Cristo y su anuncio
implica su aceptación en el corazón. Ese hombre que no ve y que duda, que solamente cree
en lo que percibe y toca con sus manos, que se encierra en sus sentidos y que vive según la
percepción de éstos, a los que por otro lado trata permanentemente de satisfacer. Llevar el
mensaje de Cristo resucitado requiere aprender a trascender, estudiar y rezar la Escritura y
sobre todo abrir el corazón a la presencia de Dios en el mundo y a la vida de cada día. Sin
embargo el amor tanto al Evangelio que se predica, cuanto al hombre al que está destinado -
que tantas veces vive en el error o en la ignorancia de la fe- es el gran mandato pascual.
“¡Porque me has visto has creído. Felices los que sin haber visto creerán!” Esta la
bienaventuranza de los creyentes de todos los tiempos, el elogio a los pobres y sencillos de
corazón que buscan más allá de si mismos y que necesitan del consuelo y la fortaleza de Dios.
La fe y sólo la fe en Cristo resucitado sostenía a los creyentes de la Iglesia Primitiva y los
llevaba a celebrar los sacramentos, alimentarse de ellos y proclamar que Jesús muerto y
resucitado era el Señor, por quien fueron hechas todas las cosas y que con su resurrección las
hace nuevas y las renueva: “Yo hago nuevas todas las cosas”, dice el Señor. Y recibieron el
Espíritu Santo que les llenó el corazón del amor, un amor al Señor y un amor a los demás. Así
también tendrá que ser la fe del hombre de hoy. La Iglesia vive de la fe en Cristo resucitado y
se sostiene por la fuerza del amor del Espíritu de Jesús: “a quien amáis, sin haberlo visto, en
quien ahora creéis sin verle, y os regocijáis con un gozo inefable y glorioso” (1 Pe. 8). La fe en
Cristo y la fuerza del testimonio de los apóstoles en el amor, era lo que mantenía unidos a los
primeros cristianos: “la muchedumbre de los que habían creído, tenía un solo corazón y una
sola alma” (Hech. 4, 32). Una fe tan fuerte que los llevaba a dejar todo incluso sus propios
bienes, compartirlos y seguir a Jesús. Todos se sentían hermanos en Cristo Jesús. Ojalá esta
Pascua de resurrección nos una en la fe, en el amor y el perdón, de tal manera que esa vida
nueva que hemos recibido se multiplique y trasforme no solamente nuestras vidas, sino
también la vida de este mundo de hoy, plasmando el Evangelio de tal modo que los hombres
sientan que viven un mundo en el que es bueno vivir.
Que la Virgen María, Señora de la Esperanza, nos aliente en la fe de Jesucristo el Señor.