Homilías Cuarto Domingo de Pascua (Ciclo B)
+ Lectura del santo Evangelio según San Juan
En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos: - Yo soy el buen Pastor. El buen
Pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de
las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace
estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas;
Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual
que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las
ovejas.
Tengo además otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las
tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo
Pastor. Por eso me ama el Padre: porque yo entrego mi vida para poder
recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo
poder para entregarla y tengo poder para recuperarla. Este mandato he
recibido del Padre.
Palabra del Señor
Homilías
(A)
Siempre desconfío en silencio cuando oigo decir que la gente hoy no cree en
nada. No tengo intención de entrar en ninguna polémica al respecto, pero
mi experiencia sobre el tema no es esa.
Las personas hoy siguen necesitando lugares en los que apoyarse y
experiencias tan humanas como la amistad, el compañerismo o ese modo
de bondad que la gente llama el “no robar ni matar” siguen siendo palabras
mayores.
Más aún: si nos metemos en el campo de las creencias religiosas seguimos
viendo cómo el fenómeno de depositar la confianza en una religión,
creencia, pseudoreligión o esoterismo está tan en boga como siempre: en
cuanto tienes confianza con alguien te pregunta qué signo del zodíaco es el
tuyo; las sectas se cuentan por miles; se convierte en sagrado el domingo
por la tarde a la hora del fútbol... en fin, que hay algo que sigue muy vivo:
necesitamos darle un sentido a nuestra vida; un sentido que nos salve,
además, que nos haga más felices; nos redima de nuestras culpas y nos
haga pueblo o comunidad. Y por eso, sería bueno destacar en esta
celebración de hoy, domingo del Buen Pastor, dos ideas que resultan
fundamentales para nosotros, los cristianos: ¡Tantas puertas...! Debemos
tener, en primer lugar, la capacidad de mirar por qué puerta estamos
intentando entrar en el redil de los salvados. En demasiadas ocasiones
vemos imágenes por televisin de personas que acuden “llevadas por su fe”
entre riscos de un pedregal reseco y lejano, tras cientos de kilómetros en
un autobús, para ver aparecerse a la Virgen sobre una encina y a un
personaje grotesco hablar con voz gutural en su nombre lanzando todo tipo
de amenazas...
Otros se afanan por viajar hasta el extremo opuesto del país para hacinarse
durante unas horas en una sala de espera del curandero de turno que les
imponga las manos y les dé parte de esa gracia que dicho personaje afirma
haber recibido desde pequeño.
Otros cumplen con los preceptos de la ley de Dios y la Santa Madre Iglesia:
no roban, no matan, oyen misa entera todos los domingos y fiestas de
guardar... pero jamás sonríen, ni hacen nada por el prójimo que no esté
mandado, ni se ilusionan por vivir cada amanecer, ni saben nada de la vida
de su parroquia, puesto que eso es para unos cuantos ociosos que no tienen
nada mejor que hacer.
¿Qué quiere decirnos el Señor invitándonos a entrar por la puerta? Pues
quizás sea una llamada clara a revisar qué hay de esos compromisos
bautismales que renovábamos hace cuatro semanas y que nos exigen no
sólo renunciar al mal, sino también buscar lo bueno y trabajar por ello; no
sólo renunciar al pecado, sino ir en pos de lo que construye el Reino de Dios
–o mejor aún, ser nosotros sus constructores-; no sólo afirmar que
creemos, sino digerir cada una de las palabras que decimos creer –más de
uno tiene la tentacin de callar ante el “creo en la Iglesia”, o las dudas le
consumen y quiere creer, aunque no le sale, en la vida eterna.
Jesús es la puerta
¿Estamos entrando por la puerta? Para ello, lo primero es saber dónde está
esa puerta. Se nos llena la boca hablando de nuestra fe en Cristo, pero no
le conocemos. No sabemos bien qué nos exige nuestro ser cristianos,
descuidamos nuestra formación demasiado a menudo. Nos escandalizamos
ante las noticias que dan los medios de comunicación social acerca de
nuestra Iglesia, pero nos quedamos en el escándalo sin dar el paso de
preguntar, de acudir a las fuentes de la noticia, de leer los documentos,
leerlos con visión crítica y de sentirnos constructores de este rebaño en el
que debemos ser mejores ovejas, pero no borregos.
¿Por dónde intento yo entrar al rebaño? ¿Por qué puerta pretendo pasar
para dar sentido a mi vida?
Jesús es el pastor
Y sus ovejas le conocen. Y ése es quizás el gran drama de los cristianos de
hoy: no nos paramos a pensar en las cosas que hacemos.
No comprendemos los signos de las celebraciones en las que participamos,
pero, además, no preguntamos.
No conocemos la doctrina de la Iglesia, ni sabemos qué debemos creer y
qué no. Pero, peor aún: ni siquiera conocemos la Palabra del Buen Pastor,
de Jesús.
Nos olvidamos de acudir a las fuentes: siglos de rezar rosarios y jaculatorias
nos han hecho olvidar que a Él, al Amigo, sólo se le puede conocer si se le
escucha, si se acude a su palabra, que está en la Sagrada Escritura, para
preguntarle: ¿qué quieres de mí?
Asistimos a la Liturgia y dejamos de manera demasiado estática que el
sacerdote repita oraciones sin esforzarnos en escuchar y ser co-presidentes
de la celebración haciendo nuestras sus palabras.
No leemos los documentos de la Iglesia porque nos resultan indigeribles y
pasados de moda... y a todo esto se añade que, sin embargo, nos sentimos
capaces de renunciar ofertas de formación que nos llegan incesantemente
diciendo “eso ya me lo sé”.
¿Conoces la voz de Jesús?
¿Acudes a menudo al Nuevo Testamento para escucharla?
¿Rezas con su Palabra?
¿Vives la Liturgia como lugar donde Él te habla?
¿Reconoces su voz en la Iglesia?
Seguro que podemos decir que podríamos hacerlo mejor... Pues bien:
adelante. Esforcémonos en entrar por la puerta. Él nos espera dentro para
cuidarnos con las mejores atenciones, como sólo sabe hacer Él, el Buen
Pastor, y como deberíamos aprender a hacer nosotros, cada uno de los
cristianos, llamados a ser también pastores para los demás.
(B)
A nadie nos gusta que nos digan que somos un rebaño. Un rebaño quiere
decir una gente que no piensa, que sigue al que va delante sin preguntarse
nada, que no tiene criterio y se deja manipular.
El evangelio de hoy nos ha dicho que somos un rebaño. Pero seguro que a
ninguno de nosotros nos ha sabido mal. Ser un rebaño que sigue a este
pastor, seguro que no nos sabe mal, al contrario, nos llena de gozo y
felicidad.
¿Quién es nuestro pastor? ¿Quién es este que va delante de nosotros y al
que nosotros seguimos?
Hace muy pocas semanas celebrábamos aquel momento culminante en el
que nuestro pastor se nos daba a conocer. Era el Viernes Santo y
escuchábamos conmovidos, el relato de la pasión y muerte de Jesús. Allí en
el pretorio, Pilato nos mostraba a Jesús destrozado por la tortura y nos
decía: “Este es el hombre!”. Pilato no sabía, no era consciente de ello, ni se
le habría ocurrido, pero de hecho, mostrándolo así, lo que nos decía era:
este hombre derrotado, destrozado, este hombre que ni parece hombre, es
el único hombre de verdad, es el hombre que ha de ser camino, luz y vida
para todos los hombres y mujeres del mundo.
Nosotros, el Viernes Santo, después de escuchar el relato de la pasión y la
muerte de Jesús, nos acercábamos a la cruz y la besábamos. Afirmábamos
con ello lo que Pilato nos había anunciado sin darse cuenta: que aquel Jesús
muerto en el suplicio de los esclavos, fracasado ante el mundo, era
realmente el hombre en quien nosotros creíamos, el hombre al que
queríamos seguir.
Ahora, hoy, en este tiempo gozoso de la Pascua, en la felicidad de celebrar
la resurrección del Señor, hemos escuchado este evangelio que nos ha
recordado quién es Jesús para nosotros. Él es nuestro pastor, y nosotros le
queremos seguir, porque él “da la vida por sus ovejas”. Es en su muerte, en
su amor fiel hasta la muerte, donde nosotros podemos encontrar el gozo y
la felicidad, nadie más nos puede guiar por caminos que merezcan la pena,
por caminos que hagan vivir, por caminos por los que nos podamos sentir
hombres y mujeres plenos, verdaderos. El amor que él vivió, el amor que él
nos enseñó es el único que puede dar felicidad a los hombres y mujeres de
ayer, de hoy y de siempre.
“Yo conozco a mis ovejas, y las mías me conocen”...
Pero no sólo eso. Nuestro pastor no es sólo alguien que nos atrae por su
amor entregado hasta la muerte. Nuestro pastor es alguien que nos ama a
cada uno personalmente, alguien a quien nosotros podemos también amar
personalmente. Él nos ha dicho también hoy: “Yo... conozco a las mías, y
las mías me conocen” Es un amor de persona a persona...
Seguro que recordamos todos aquella escena tan tierna de la mañana de
Pascua. María Magdalena va al sepulcro con el corazón trastornado al
mismo tiempo por el dolor, el amor y la esperanza. Jesús se le acerca y le
dice: “Mujer, por qué lloras? a quién buscas? Y ella, que no le reconoce,
creyendo que era el hortelano, le pide: “Seor, si tú te lo llevaste, dime
dnde lo pusiste, y yo lo recogeré” Y entonces viene la palabra de Jesús, la
palabra que ella ya no podrá olvidar jamás: “María!”.
El encuentro de Jesús y de María Magdalena la mañana de Pascua es
nuestro mismo encuentro, el de cada uno de nosotros. Es una corriente de
amor entre él, Jesús, y cada uno de nosotros, con nuestra vida concreta,
con nuestros aciertos y nuestras equivocaciones, con nuestros momentos
de generosidad y nuestros egoísmos y perezas, con nuestro convencimiento
de fe y nuestros olvidos a veces demasiado frecuentes. Él nos ama
personalmente, nos llama siempre por nuestro nombre. Y nosotros,
también, más allá de toda flaqueza, le amamos y le seguimos con gozo. No
podríamos dejar de seguirle, no podríamos dejar de querer seguirlo cada
vez más de verdad, más sinceramente.
“Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil”...
No se puede ser cristiano sin ser misionero. Cristo es un derecho de todos
los hombres.
¡Qué bien entendieron los primeros cristianos la exigencia misionera de la
fe! Por eso, los perseguidos en Jerusalén llevan la fe a Samaría. Son como
brasas encendidas que, llevadas por el viento del Espíritu, encienden otras
hogueras allí donde caen. Es lo que hoy mismo hacen algunos laicos
promoviendo comunidades con las personas de su entorno.
¿Qué hago para ofrecer la fe, mi experiencia creyente a los demás? ¿Cómo
colaboro en la tarea evangelizadora de mi comunidad o de mi parroquia?
(C)
¿Quién de nosotros no ha pensado alguna vez, con cierto regusto
sentimental, en la imagen del Buen Pastor arañado por las zarzas cuando se
empeñaba en la preciosa tarea de salvar la oveja perdida en los vericuetos
de un difícil camino?
Seguramente, que todos nosotros hemos oído y pensado algo sobre el Buen
Pastor, algo que quizá no fuera más allá del puro sentimentalismo.
Y, sin embargo, la imagen de Cristo como Buen Pastor no tiene nada de
sentimental. Como no tiene nada de sentimental el oficio de pastor, un
oficio difícil, arriesgado, de soledad casi completa; un oficio vivido al aire
libre; un oficio que puede exigir, en un momento determinado, decisiones
heroicas tomadas no precisamente ante una multitud que aplauda sino ante
el silencio de la naturaleza y del paisaje. No es fácil encontrar hoy pastores.
Y se comprende perfectamente.
Tampoco en el sentido que Cristo habló del Buen Pastor es sencillo serlo.
Porque para Cristo pastorear a las ovejas no es mandar sobre ellas,
dominarlas, indicarles el camino, castigarlas si se desvían del camino. Ser
Buen Pastor, según el modelo de Cristo, ya sabemos literalmente lo que es.
Ser Buen Pastor al estilo de Cristo es, naturalmente, amar a las ovejas. Y
evidentemente, para amarlas, hay que conocerlas. Y aquí quisiera pensar
un poco, hoy.
En nuestras comunidades cristianas, ¿nos conocemos? ¿Nos conoce el
Pastor? ¿Sabe cómo nos llamamos, cuáles son nuestros gustos, nuestras
inquietudes, nuestros problemas, nuestros deseos, nuestras aspiraciones?
¿Conocen nuestros pastores el entorno el que nos movemos, el estilo de
vida que llevamos, el enfoque que damos a los problemas que se van
planteando a lo largo de nuestro camino, un camino que a veces es difícil y
tortuoso?
Porque si el Pastor no conoce a sus ovejas, no puede llamarlas por su
nombre, no las distingue individualmente, difícilmente podrá amarlas,
difícilmente podrá responder a las exigencias que plantean. Ya dice el
axioma clásico que “nada se ama si no se conoce previamente”. Y es cierto.
También es cierto que en nuestro mundo urbano no es fácil la relación
directa con el Pastor y ni tan siquiera con las otras ovejas del rebaño. Los
cristianos no formamos comunidad, no nos conocemos. Tal vez por eso no
nos amamos y ya no impresionamos al mundo por nada. Algo habrá que
pensar para resolver este problema.
Quizás hoy, ante la imagen del Buen Pastor que se dejó destrozar por sus
ovejas, los cristianos podríamos pensar seriamente en la necesidad de
aceptar lo que de Buen Pastor deberíamos tener todos y cada uno;
deberíamos pensar lo que supone en la práctica diaria el hecho de habernos
comprometido a seguir los pasos de Aquél que no retrocedió, por amor a los
hombres, ante ninguna dificultad, ante ningún temor, ante ningún riesgo.
Le fue mal, por supuesto. Dejó en el camino el prestigio, la comodidad y la
vida. Todo esto le costó buscar el pasto que las ovejas necesitaban y
conseguirlo en abundancia para todas ellas.
Ser Buen Pastor no es una fábula “pastoril”. Es una realidad dura y
comprometida que nos interroga hoy a todos los cristianos y a cada cual
según su puesto en el rebaño.
(D)
Para los primeros creyentes, Jesús no es sólo un pastor, sino el verdadero y
auténtico pastor. El único líder capaz de orientar y dar verdadera vida a los
hombres.
Esta fe en Jesús como el verdadero pastor y guía del hombre adquiere una
actualidad nueva en una sociedad masificada como la nuestra, donde la
persona corre el riesgo de perder su propia identidad y quedar aturdida
ante tantas voces y reclamos.
La publicidad y los medios de comunicación social imponen al individuo no
slo los pantalones “Lois” que debe vestir, el “Gin” que debe tomar o la
canción que debe tararear. Se nos impone también los hábitos, las
costumbres, las ideas, los valores, el estilo de vida y la conducta que
debemos tener.
Los resultados son palpables. Son muchas las víctimas de esta “sociedad-
araa”. Personas que viven según la moda. Gentes que ya no actúan por
propia iniciativa. Hombres y mujeres que buscan su pequeña felicidad,
esforzándose por tener aquellos objetos, ideas y conductas que se les dicta
desde fuera.
No es fácil ser libre ante tanta presin. Los diversos “slogan” pueden
terminar por ser parte de nosotros mismos. Inconscientemente podemos ir
perdiendo la propia personalidad sustituyéndola por otra personalidad
estándar.
Expuestos a tantas llamadas y presiones, se corre el riesgo de no escuchar
ya la voz de la propia interioridad. Es triste ver a las personas esforzándose
por vivir un estilo de vida “impuesto” desde fuera, que simboliza para ellos
el bienestar y la verdadera felicidad.
Los cristianos creemos que sólo Jesús puede ser guía definitivo del hombre.
Sólo desde él podemos aprender a vivir. Precisamente, el cristiano es un
hombre que desde Jesús va descubriendo día a día cuál es la manera más
humana de vivir.
Seguir a Jesús como buen pastor es asumir las actitudes fundamentales que
él vivió, y esforzarnos por vivirlas hoy desde nuestra propia originalidad,
prosiguiendo la tarea de construir el reino de Dios que él comenzó.
Pero, mientras la meditación sea sustituía por la televisión, el silencio
interior por el ruido, la escucha del evangelio por el último fascículo de
alguna revista, y el seguimiento a la propia conciencia por la sumisión ciega
a la moda, será difícil que escuchemos la voz del Buen Pastor que nos
puede orientar y ayudar a vivir en medio de esta sociedad de consumo que
consume a sus consumidores.
(E)
A una buena mujer durante su infancia, en las catequesis, le habían
insistido una y otra vez en que Dios siempre estaría con ella, junto a ella,
acompañándola; y con esa confianza había vivido su no siempre fácil vida.
Habían pasado los años, muchos, sentía acercarse su final, se hacía
montones de preguntas… Había sufrido, no poco; había merecido la pena
todo aquello, había tenido sentido su vida, le había importado a alguien su
persona y su existencia?
Una noche, ya mayor y enferma, en sueños (¿visión o delirio?, quién sabe
y qué importa), tuvo una visión de conjunto de toda su vida. Era un largo
caminar por una playa de cálidas y suaves arenas y, ciertamente, allí
estaban las huellas de dos pares de pies: los suyos, y los de Dios, que le
había ido acompañando a lo largo de su vida.
Pero en aquellas huellas había algo extraño. De vez en cuando,
intermitentemente, un par de huellas desaparecía y sólo quedaba el otro
par. Para mayor extrañeza y sorpresa de aquella pobre mujer, los
momentos en que desaparecía el otro par de huellas coincidían
exactamente con los momentos más duros de su vida: cuando murió su
hijo recién nacido, cuando quedó viuda, cuando aquella enfermedad que
estuvo a punto de terminar con ella en la flor de su vida, cuando aquella
calumnia que echaron sobre su persona y que la obligó a tener que
marchar de su ciudad… Siempre, en los momentos más difíciles, sólo un
par de huellas.
Y en aquel momento, en su visión, aquella mujer descubrió una figura a su
lado. Era el propio Dios que se hacía, al fin, visible para ella. Y la mujer, sin
reproches, pero con una sombra de dolor en su mirada, se dirigió a Él y le
dijo:
- Señor, de niña me enseñaron que Dios siempre estaría a mi lado, que
nunca me dejaría sola; yo confié siempre en esa compañía; pero ahora, al
acercarse el final de mi vida y contemplarla en esta visión, compruebo que
eso era cierto sólo en parte, pues en las situaciones más duras me tocó
caminar sola; mira, ahí se ven mis huellas solitarias en aquellos momentos
tan difíciles.
Entonces el Señor, lleno de ternura, la cogió de la mano y le contestó:
- Observa bien esas huellas, observa su tamaño, comprobarás que no son
las huellas de tus pies sino las de mis pies; porque en aquellos momentos
más duros de tu vida, aunque tú no lo notaras, aunque no te lo pareciese,
aunque no lo sintieras, era yo quien te llevaba en mis brazos, para que
pudieras llegar hasta aquí.
El verdadero Buen Pastor conoce y cuida realmente a sus ovejas,
cuidándolas y llevándolas sobre sus hombros cuando es verdaderamente
necesario.
Ojalá digamos con el salmista y desde la verdad:
“Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida”