Dios nos libre del de ojos bizcos, porque todo lo ve torcido
Domingo 3º Pascua 012 B
“La paz esté con ustedes” fue el saludo espectacular y majestuoso de
Cristo inaugurando su presencia entre los que habían sido sus
compañeros de andanzas y aventuras por tierras de Galilea y Judea. Fue
la suya una paz que de momento no comprendieron los suyos, como no
habían comprendido lo de su vida, su muerte y su resurrección.
¿Qué significa la paz para nosotros y para Cristo? La paz de los hombres
tiene una extensa gama de actitudes, entre las que se destacan los que
creen que la paz es una ausencia o lejanía de personas y de problemas:
“en mi barrio vivimos en paz, ni se meten conmigo ni me meto en la casa
de los demás” te dicen las gentes muy horondas. Otros te hablarán de paz
cuando la fortuna les sonríe y ellos son los que imponen las condiciones
del trabajo o los sueldos o la ausencia de prestaciones para los
trabajadores. Algunos más te hablarán de paz en cuanto no existan armas
en manos de los hombres o ejércitos patrullando las carreteras y las
ciudades. Cuando la nuera consigue después de muchas dificultades salir
de la casa de la suegra para poder educar a los hijos conforme a sus
propis criterios te pueden decir: “por primera vez en muchos aos nuestra
familia está viviendo en paz”. Y el colmo llega con aquella viuda que pudo
decir: “Ahora dormiré en paz, porque al sabré dnde pasa las noches mi
marido”.
La paz de Cristo no se parece a esas situaciones descritas, sino una paz en
la actividad, en la entrega, en la generosidad, en el servicio hasta llegar al
sacrificio de la propia vida con el fin de ver la concordia, el sosiego y la
alegría reflejada en el corazón de los demás. Esa fue la paz que Cristo les
deseaba a sus apóstoles el mismo día de la resurrección, en la primera vez
que tuvo la oportunidad de estar con los suyos después de su
resurrección. Cuando él se presenta con los antiguos compañeros de
andanzas, al principio crea desconcierto y cierto temor, aunado al miedo
natural que ya tenían por la amenaza de los judíos, pero que dio paso a
una alegría indescriptible al darse cuenta que el que tenían en frente no
era una ensoñación, ni un fantasma ni una evocación mística, sino la
misma persona que los había llamado a aquella aventura de fe, la misma
que vieron morir en la cruz siendo sepultado en tumba prestada, la misma
que estaba ahora entre ellos.
Era entonces ese mismo Cristo el que les enviaba por el mundo con un
corazón nuevo, renovado, condición indispensable para poder cambiar al
mundo y ser testigos de su muerte y resurrección. Mientras aquellas
gentes no cambiaran su mentalidad para abrirla a todas las gentes, era
inútil el grito y el llamado de Cristo a la vida nueva y a una situación en
que el amor fuera el móvil y el incentivo de la propia entrega. Y esa será
la labor de los cristianos el día de hoy, comenzando por el propio corazón.
Así se lo decía el Papa a los niños en mi tierra, en Guanajuato, pero para
que lo oyeran todos niños de México y también los que no son niños, los
padres y los abuelos: “Si dejamos que el amor de Cristo cambie nuestro
corazón, entonces podremos cambiar el mundo. Ese es el secreto de la
verdadera felicidad” y nosotros podríamos agregar ese es también el
secreto de la verdadera paz. Y todavía insistiendo en la palabra del Papa,
que hablaba a los niños desde la llamada Plaza de la Paz, nos hacia notar
que la verdadera paz es un don del Señor, esa paz que se nos desea cada
que nos encontramos para celebrar nuestra Eucaristía, nuevo encuentro
con el Señor Jesús resucitado, “con la esperanza de que cada no se
transforme en sembrador y mensajero de esa paz por la que Cristo
entreg su propia vida”.
Pbro. Alberto Ramírez Mozqueda