Domingo 3 de Pascua (b)
“Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos” (Hech.3,13)
La predicación de los Apóstoles será siempre un testimonio de la Resurrección de Cristo y nos
lleva a conocer cómo la Iglesia nace en nombre del Resucitado. El tiempo pascual nos
conducirá constantemente a esta verdad. Es por esto que los domingos de este tiempo el
Antiguo Testamento será reemplazado por el Libro de los Hechos de los Apóstoles, en el que
encontramos el primitivo testimonio de los Apóstoles sobre Jesús Resucitado.
En la primera lectura, Pedro nos muestra cómo se encuadra la resurrección de Jesús en la
historia de la fe de Israel: “El Dios de Abrahán, (…) el Dios de nuestros padres ha glorificado a
su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis en presencia de Pilato…Dios lo
resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos” (Hech. 3,13) y lo demuestra
curando al paralítico en la puerta del templo. Pedro cura al tullido en nombre de “Jesús
Resucitado” y une -como lo hará siempre- el mensaje de la Iglesia Primitiva sobre la
resurrección a los hechos dolorosos que la precedieron, su Pasión, Muerte de dolor y oprobio,
provocada por ellos mismos, entre los cuales se incluye el mismo Pedro. Pero esta verdad no
puede dejar de gritarla ante el pueblo que lo escucha: “vosotros disteis muerte al príncipe de la
vida” (Ib.14). Quien negó al Maestro y Amigo, y que lloró por ello amargamente, quiere que los
hombres no nieguen al Señor, quienes por el pecado seguimos negándolo y rechazando a
quien es el autor de la Vida. Esto fue y será siendo causado por la ignorancia.
Pedro proclama que es necesario arrepentirse y convertirse para ser perdonado como él
mismo fue perdonado. Esto vale para todos los seres de la tierra, hombres y mujeres, jóvenes y
ancianos, ricos y pobres, gobernantes y gobernados, para quienes tienen poder y para los que
no lo tienen, es necesario arrepentirse y no pecar más. Esto mismo nos lo repetirá el
evangelista San Juan: “hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis”. ¿Cómo podrá volver
al pecado quien conoce el misterio de la Pasión de Señor? No obstante, somos capaces de
caer una y muchas veces en el pecado porque somos débiles. Y si esto sucede, el evangelista
nos habla diciéndonos: “abogado tenemos ante el Padre, Jesús el Justo” (1Jn 2,1). Juan en el
Calvario había escuchado a Jesús pedir perdón para el pecador, así que él sabe bien de la
misericordia del Señor hacia los pecadores.
Cuando Jesús se encuentra con sus Apóstoles, les saluda con la paz: “la paz sea con ustedes”
(Lc. 24,36). No les reprocha el abandono ni el temor o la falta de confianza. Su corazón lleno
de amor y de misericordia les ofrece la paz para asegurarles su perdón y su confianza, su amor
inalterado. Es que el amor de predilección por sus Apóstoles no se entorpece ni siquiera por la
traición o el miedo.
Al retirarse les hará mensajeros de ese mismo amor que perdona, expresión de la infinita
misericordia del Padre: “será predicada en su nombre la penitencia, para la remisión de los
pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén” (Ib. 47). Es la fuerza del amor del
resucitado que pone en marcha el misterio del amor infinito de Dios hacia su criatura, la obra
de su amor.
Que misterio tan grande existe en esa unión entre el amor de Dios y la Pasión de su Hijo, no
podríamos ni siquiera comprenderlo si no fuera por las heridas que provocan nuestros pecados
y que con amor y misericordia son perdonados. Si no llevamos a la Cruz nuestros pecados
personales no gustaremos del gozo de la resurrección, debiéramos sentir el deseo del gozo de
Jesús Resucitado que nos hace hijos de la misma resurrección de Jesús.
Que María Santísima, Madre del amor misericordioso de Dios, nos lleve al gozo de la
resurrección.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto Iguazú