Domingo Sexto de Pascua B
Homilías
Padre Juan Jáuregui Castelo
(A)
“Para que mi alegría esté en vosotros”...
NO es fácil la alegría. Los momentos de auténtica felicidad parecen
pequeños paréntesis en medio de una existencia de donde brotan
constantemente el dolor, la inquietud y la insatisfacción.
El misterio de la verdadera alegría es algo extraño para muchos hombres y
mujeres. Todavía, quizá, saben reír a carcajadas, pero han olvidado lo que
es una sonrisa gozosa, nacida de lo más hondo del ser.
Tienen casi todo, pero nada les satisface de verdad. Están rodeados de
objetos muy valiosos y prácticos, pero no saben apenas nada de amor y
amistad. Corren por la vida absorbidos por mil trabajos y ocupaciones, pero
han olvidado que estamos hechos para la alegría.
Por eso, algo se despierta en nosotros cuando escuchamos las palabras de
Jesús: “Os he hablado para que mi alegría esté en vosotros y vuestra
alegría llegue a plenitud”. Nuestra alegría es frágil, pequea, y está siempre
amenazada. Pero algo grande se nos promete. Poder compartir la alegría
misma de Jesús. Su alegría puede ser la nuestra.
El pensamiento de Jesús es claro. Si no hay amor, no hay vida. No hay
comunicación con Jesús. No hay experiencia del Padre.
Si falta el amor en nuestra vida, no queda más que vacío y ausencia de
Dios. Podemos hablar de Dios, imaginarlo, pero no experimentarlo como
fuente de alegría verdadera.
Entonces, el vacío se llena de dioses falsos que toman el puesto del Padre,
pero que no pueden hacer brotar en nuestra existencia la verdadera alegría
de la que estamos sedientos.
Quizá los cristianos hemos meditado poco en la alegría de Jesús, y no
hemos aprendido a “disfrutar” de la vida, siguiendo sus pasos. Sus llamadas
a buscar la felicidad verdadera se han perdido en el vacío, tal vez porque los
hombres seguimos obstinados en pensar que el camino más seguro de
encontrarlo es el que pasa por el poder, el dinero o el sexo...
La alegría de Jesús es la de quien vive con una confianza ilimitada y
transparente en el Padre. La alegría del que sabe acoger la vida con
agradecimiento y veneración. La alegría del que ha descubierto que la vida
entera es gracia.
Pero la vida se extingue tristemente en nosotros, si la guardamos para
nosotros solos, sin acertar a regalarla.
La alegría de Jesús no consiste en disfrutar egoístamente de la vida. Es la
alegría de quien da vida, de quien ayuda a crecer, de quien sabe crear las
condiciones necesarias para que crezca y se desarrolle una vida más
humana.
He aquí una de las enseñanzas claves del Evangelio. Sólo es feliz quien hace
un mundo más feliz. Sólo conoce la alegría quien sabe regalarla a los
demás. Sólo vive quien hace vivir a otros...
San Juan de forma explícita parece que quiere indicarnos con claridad dos
caminos para vivir en esta alegría de Jesús:
“Como el Padre me amó así os he amado yo. Manteneos en ese amor”... El
amor y la amistad con el Señor, es la forma de compartir la alegría de
Jesús. Es aquello que nos dice Santiago: “Dios puede ser tu amigo. Hazte
digno de Él”.
Y la otra fuente inagotable de alegría: “Amaos unos a otros”...
¿Crece nuestro amor a los demás? Por que el amor o crece o decrece, el
amor es una realidad que no puede permanecer estancada...
Sería bueno que nos preguntásemos si crecemos en el amor a los que tengo
a mi lado: mi marido, mi mujer, mis hijos, mis padres, mis amigos... ¿Crece
mi amor hacia ellos o se ha estancado en la rutina, la monotonía, la
costumbre?
Hacer crecer el amor es una eterna fuente de alegría, por eso el único
mandamiento de la vida cristiana es el Amor, por eso nuestra religión
debiera ser la religión de la alegría, del júbilo, de la esperanza...
Es triste comprobar que muchos matrimonios que un día se quisieron de
veras, conviertan su relación en un mero soportarse. Nunca se besan
tiernamente, ya no hay regalos el día del santo o cumpleaños, ya
desparecieron aquellas palabras tiernas y amorosas entre ambos. Ella, que
era la más maravillosa del mundo, ahora es la más pesada e inaguantable.
Y él, antes el “hombre más interesante” es ahora, un egoistn.
Y cuando se escuchan ciertas disputas entre padres e hijos, uno no puede
por menos de entristecerse, porque con relativa facilidad aparecen frases
despectivas, descalificaciones, que no hacen sino mostrar la distancia que
hay entre ellos.
Las relaciones entre familiares, con los amigos... ¿Crecen o decrecen?
Un mundo cargado de pesimismo, de desesperanza, de frustraciones, no
será quizá, la mejor muestra para indicarnos que el tan “cacareado amor”
de nuestros días, es una realidad que está en declive y por ello cada vez,
hay más tristeza, más muerte, más odios, más guerras.
Crecer en el amor es la mejor receta para crecer en alegría. Crecer en
amor, debiera de ser las consigna y la tarea de todo cristiano.
Pidamos a Cristo resucitado, la gracia de ir creciendo en amor a los que
tenemos a nuestro lado.
(B)
Las palabras del pasaje evangélico sólo podrán encendernos el alma si las
entendemos como dirigidas a nosotros. ¿Qué entusiasmo puede provocar en
nosotros que Jesús diga slo a Pedro, Santiago, Juan o Mateo: “Os he
llamado amigos”? A lo sumo sentimientos de envidia... ¡Qué suerte la de
ellos!.
Jesús, al hablar a los Doce, se dirige también a nosotros, con nuestro
nombre y apellidos.
¡Qué estremecimiento produciría en nosotros, si, de forma visible y con voz
audible, nos dirigiera las mismas palabras: No me elegiste tú a mí, sino que
yo te he elegido... No te llamo siervo, sino amigo. Sin embargo, lo de
menos es que nos confesara de forma visible y audible su amistad. Lo
importante es percibir esa realidad.
La fe es una relación de confianza en Jesús; él no ha pasado, sino que vive
en la historia y hace historia.
Que esta relación de amistad con el Señor es posible y necesaria lo ponen
de manifiesto todos los santos y grandes creyentes.
Pablo, no conoció en su vida terrena al Maestro, pero éste le salió al camino
y le ofreció su amistad. Y Pablo la aceptó y la vivió apasionadamente hasta
decir: “Mi vivir es Cristo”.
Jesús nos recuerda a los discípulos de todos los tiempos que es él quien ha
tenido la iniciativa de la elección. Si hemos optado por él, es porque antes
él ha salido a nuestro encuentro.
Hemos optado por él, pero porque antes él nos ha dicho como a Pedro y
Juan: “Ven y sígueme”, o como a María, Marta y Zaqueo: “Hoy quiero
hospedarme en tu casa”.
Yo no soy cristiano, amigo del Señor, sólo como fruto casual de una
herencia religiosa, o porque mi padres y profesores me educaron así, o
como producto de una sociedad católica. Todos ellos han sido mediaciones
de la llamada del Señor a vivir en amistad con él.
Jesús nos recuerda como a aquellos primeros discípulos: “No os llamo
siervos, sino amigos”. Para saber lo que significa la amistad con Jesús es
preciso recordar cómo la vivía con sus amigos. Recordemos los gestos y
actitudes con los discípulos: les lava los pies, les perdona la traición.
La amistad significa cercanía. El amigo es alguien con quien se trata de tú a
tú. ¿Qué pruebas de amistad nos da Jesús? El amigo no tiene secretos con
el amigo. Tampoco Jesús los tiene para nosotros: “He abierto mi corazn
para comunicaros todo lo que sé; no tengo secretos para vosotros, lo que
he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”.
Pero la gran prueba de amistad es vivir para el amigo y, sobre todo, morir
por el amigo. Pablo afirma de aquel hombre, que no había conocido en vida,
que muri por él: “Me am y se entreg por mí”. Con el mismo derecho lo
podemos decir cada uno de nosotros.
Y esta amistad sólo llega a su realización cuando es correspondida. Y la
correspondencia consiste en que amemos a los que él ama, es decir, a
todas las personas. Así el Maestro nos invita: Amaos unos a otros como yo
os he amado”. Y nos ama como amigos; por eso nosotros hemos de vivir la
amistad. Seremos sus amigos si somos amigos de sus amigos.
La amistad no es para los cristianos una especia de lujo, sino una urgencia
evangélica a la que tienen derecho los que nos rodean. ¿La cultivamos?
¿Son nuestros ambientes eclesiásticos espacios de amistad? A Jesús
resucitado no le podemos tender una mano, ni hospedarlo como Marta,
María y Lázaro; no podemos ayudarle a llevar la Cruz como el Cirineo, o
enjugarle el rostro como la Verónica. Pero podemos hacerlo en las personas
que nos rodean. Haciéndoselo a ellas, no es que sea “como si” se lo
hiciéramos a él; Jesús afirma rotundamente: A mí me lo hicisteis. El amor a
Jesús ha de ser un amor operativo. Nos ha de urgir a la entrega de la vida,
minuto a minuto.
“Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros y llegue a
plenitud” Si correspondemos a esta amistad de Jesús, entonces habremos
descubierto la fuente de la verdadera alegría.
(C)
Es el gran problema de la Historia. De la grande y de la pequeña historia de
cada uno de nosotros.
Recientemente, la televisión pasó un reportaje sobre los parapléjicos. Fue
un reportaje estremecedor, en el que desfilaron hombres y mujeres de
todas las edades, niños también, paralizados por completo. No voy a hablar
de la enfermedad, sino de un “detalle” que la hacía soportable o
insoportable, dentro de su dureza. Aquéllos que tenían cerca una mano
amorosa que los cuidaba, comprendía y animaba, soportaban la
enfermedad; los que no la encontraron estaban en un psiquiátrico. Los
auténticos protagonistas del reportaje no eran los enfermos, sino la esposa
exquisita y la madre exquisita que los cuidaban sin desfallecer, porque los
amaban, al esposo y a la hija paralizados. Sólo el amor era capaz de poner
una nota de esperanza y alegría en aquellas vidas atenazadas por la
inmovilidad. Sólo el amor conseguía que sonrieran. La falta de amor los
trastornaba.
Nada hay en la vida capaz de producir realidades tan espléndidas como el
amor.
Y porque el amor es maravilloso y potencia hasta el límite las cualidades del
hombre y la mujer, Jesús lo puso como fundamento de su vida y lo dejó en
herencia preciosa a quienes quisieran seguirlo.
Los textos de hoy son explícitos al respecto.
He citado un ejemplo de amor práctico. Y podría citar otros. En todos ellos
hay una nota común: la entrega a quien se ama. Es el auténtico distintivo
del amor. Con ese termómetro, ¿qué grado de amor tenemos los cristianos?
Pues ni más ni menos que el que marque nuestra entrega a los que
llamamos hermanos. Un examen sincero arrojaría un resultado poco
halagüeño al respecto, porque, normalmente, nuestra vida cristiana la
vivimos, respecto a la entrega a los demás, con una tacañería
sorprendente, quizá porque vivimos nuestra relación con Dios con la misma
tacañería.
El amor de Jesús al Padre le llevó siempre a buscar su voluntad, en actitud
de entrega absoluta. La misma que tuvo para con los hombres, porque
estaba derivaba de la primera. Un cristiano no debiera de concebir su
relación con Dios como una especie de enclaustramiento, sino como un
movimiento que le lleva hacia el prójimo y precisamente hacia el prójimo
necesitado.
En todas las épocas de la historia se ha dado el testimonio de entrega de los
cristianos. Diariamente tenemos ocasión de medir nuestra entrega a los
demás. La nota que alcancemos dependerá de nuestra actitud habitual. Si
cuando una mano se tiende hacia nosotros, tenemos que reflexionar para
alargar la nuestra... ¡malo! Si la damos espontáneamente, estamos en
camino del sobresaliente en el amor; si la tendemos a pesar de que
sepamos que pueden caer en ella las“babas” de aquél a quien pretendemos
amar, estamos a punto de conseguir la matrícula de honor.
(D)
A veces, cuando se contempla la Historia de la Humanidad, no puede
evitarse un cierto estremecimiento de horror. Y como consecuencia, un
sentimiento de desconfianza en el hombre.
Resulta terrible ver hasta qué grados de crueldad es capaz de llegar el
hombre en sus relaciones con los demás, hasta qué punto el dinero, el
poder y el sexo pueden nublar el sentido de solidaridad y de convivencia.
Aterra ver los desastres que una guerra desencadena, y aterra más, pensar
que esos desastres, absolutamente injustificados, tienen su fundamento en
la ambición de poder.
Resulta terrible ver hasta qué grado de crueldad puede llegar el ser humano
cuando está dominado por el dinero (que es casi siempre) Uno no acaba de
asimilar, y quiera Dios que jamás lo asimile, como existe, por ejemplo, la
droga en el mundo estando perfectamente planificada la plantación,
recolección, transporte, manipulación, venta y distribución, sabiendo ya que
va destinada a la destrucción total del ser humano. Es impresionante pensar
que muchos hombres vivirán ¿felices? Danzando sobre fortunas amasadas
con la muerte y la aniquilación de muchos otros hombres.
Resulta terrible hasta qué punto puede resultar cruel el hombre cuando está
dominado por el sexo (cosa que ocurre con demasiada frecuencia); hasta
qué punto puede considerar a sus semejantes como meros objetos con los
que comercia o a los que estruja sin el mínimo sentido de responsabilidad
personal.
Ciertamente, cuando a veces se mira a la Humanidad bajo este prisma, uno
se pregunta si el hombre es el Rey de la Creación o si está muy por debajo
de otros seres que pueblan el mundo.
La respuesta es que el hombre es el Rey de la Creación.
Recientemente vi, en televisión un reportaje sobre niños sordos de
nacimiento. Junto a ellos las cámaras descubrían el esfuerzo de sus padres
que desde el telar de una fábrica habían accedido a la Facultad de Medicina
impulsados únicamente por el deseo de ayudar a sus hijos a superar las
deficiencias con que habían nacido. No regateaban esfuerzos para conseguir
que sus hijos llegasen a decir algunas palabras...
Es un ejemplo de los muchos que hay, que reconcilia al hombre con el
hombre. Afortunadamente el hombre guarda en su corazón una fuerza
capaz de cambiar el mundo si fuese bien empleada.
Consciente de esa fuerza, Jesús la puso como el fundamento de sus
relaciones entre los suyos, como mandato que resumía cualquier otro
mandamiento. Ser cristiano es, fundamentalmente, estar dispuesto a amar.
Con eso sería suficiente y maravilloso, porque si los 740 millones de
católicos nos decidiésemos de verdad, a vivir amando a Dios y a los
hombres, el mundo recibiría un impacto superior al de cualquier bomba
atómica, y desde luego, de signo absolutamente contrario. Lo que pasa es
que hemos recibido el mandato del Señor y lo hemos archivado,
reduciéndolo a frases ampulosas. Es cierto que en la Iglesia hay
maravillosas muestras de amor práctico a Dios y a los hombres (id a
algunas leproserías, hospitales, asilos... y veréis a hombres y mujeres que
han optado por los débiles, los ignorantes, los enfermos, los que no tienen
nombre, ni talla, ni cargo, ni nada), pero no menos cierto es que muchos de
nosotros vivimos confundidos con el resto del mundo y apenas se nos
distingue por que vivamos amando a Dios y a los hombres.
Y, sin embargo, en este mandamiento, está el secreto del cristianismo y, sin
duda, el secreto de que el mundo perdiera su terrible fisonomía para
convertirse en un lugar de encuentro entre los hombres. ¡Lástima que
desaprovechemos tanta energía!
(E)
Un hombre llamado Claudio era un importante industrial. Un día todo le
había salido mal. Al llegar a casa para cenar, habría bastado una palabra
poco afortunada de su esposa y hubiera explotado. Habría bastado que ella
dijera:
Estás nuevamente de malhumor... Parece que sólo sabes sonreír y
conversar fuera de casa, con los extraños... En casa siempre te pones así...
Una sola palabra de estas caería como fuego en la pólvora. Habría gritos y
la felicidad matrimonial saltaría en pedazos. Excelente cristiana, la esposa
de Claudio supo evitar semejante desgracia. Ella se mantuvo en silencio y...
¡qué importante es el silencio en casos como estos! Se mantuvo serena y
en calma. En vez de buscar la discusión le preparó una buena cena, mejor
que otros días. Claudio se fue tranquilizando poco a poco. Mientras tomaba
la sopa decía para sí: Al fin de cuentas mi mujer no tiene la culpa de que las
cosas hoy me salieran mal. Entonces, con una sonrisa se dirigió a ella y le
dijo: ¿Hará buen tiempo?
Llena de alegría la mujer le respondió: No sé si fuera habrá tempestad, pero
aquí dentro tengo la impresión de que el tiempo está mejorando...
Y así, en vez de una noche amarga fue una noche agra, dable para los dos.
¡Cuántas veces, con un poco de tacto y buena voluntad
conseguiríamos evitar tempestades y peleas si pusiéramos
en práctica el principal mandamiento del Señor: Que nos amemos unos a
otros como Él nos amó! Jn 15,12).
Cuentan que un día salió un caballero de viaje y llevaba vestida una capa. El
sol y el viento apuestan para ver quién de los dos sería capaz de hacerle
quitar la capa. Empezó el viento con toda su fuerza desatando vendavales,
y el caballero se agarraba cada vez más a su capa. El viento se da por
vencido. El sol se pone entonces a enviar sus rayos y, al sentir el calor, el
caballero se echa primero la capa hacia atrás y luego termina por quitársela
y llevarla en el brazo.
El sol había vencido.
Cada uno de nosotros, en vez de ser viento que se desate en vendavales,
debemos ser un sol que derrame rayos de amor, y nos haremos más
fuertes. Dicen que se cazan más moscas con una gota de miel que con un
litro de vinagre.
En la vida hay cuatro clases de personas:
una, la de los que hacen bien a los que les hacen bien;
otra, la de los que hacen mal a los que les hacen mal;
otra, la de los que hacen mal a los que les hacen bien;
y finalmente, la de los que hacen bien a los que les hacen mal.
Estos últimos son los más fuertes, los que más se parecen a Dios, que
derrama la lluvia y tantos beneficios, incluso sobre los malvados.
Y no olvidemos que la única manera de ser felices es amar y sentimos
amados.