Tiempo y Eternidad
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José Manuel Otaolaurruchi, L.C.
La Iglesia está de aniversario
La Iglesia está de fiesta porque estamos a punto de cumplir 50 años de la apertura solemne
del Concilio Vaticano II y el documento fundamental es sin duda la constitución dogmática
Lumen Gentium que desarrolla de modo sistemático la doctrina sobre la Iglesia. Con este
motivo, el Papa Benedicto XVI ha promulgado para el próximo 11 de octubre, fecha exacta
del aniversario, el año de la fe para celebrar y sobre todo, para ahondar en los documentos
conciliares.
Este evento nos tiene que ayudar a renovar nuestro amor por la Iglesia, sacramento de
salvación instituido por Cristo, Hijo de Dios, para llevar la gracia de la redención a todos
los hombres que la quieran recibir.
Cuando pensamos en la Iglesia nos viene a la mente distintas imágenes, como la del
evangelio de este domingo que nos presenta a Jesús como el buen pastor que da la vida por
sus ovejas. La Iglesia es nuestro hogar, en ella nos encontramos seguros porque sabemos
que Dios al encarnarse y al nacer en Belén, se quiso quedar con nosotros en la Eucaristía
para estar siempre a nuestro lado. “Aunque camine por valles oscuros, nada temo porque tú
vas conmigo”. Cuando nos ponemos de rodillas ante el Sagrario, de inmediato
experimentamos paz y consuelo, las penas y las dificultades toman otra dimensión con sólo
mirar a Cristo crucificado. Sólo con Jesús puedo hablar de corazón a Corazón con quien
sabemos que nos ama, que nos conoce y que nos da la fuerza para no desfallecer.
La Iglesia es mi Madre, porque me ha dado la vida en el sacramento del bautismo, me
alimenta con la Palabra de Dios y con la Eucaristía, me santifica en el matrimonio o el
sacerdocio, me cura del pecado con la confesión y finalmente me unge y consuela en la
hora final con el viático y la unción de enfermos. Ella es madre y maestra porque me
enseña a recorrer el camino que conduce al bien y a la felicidad.
La Iglesia es la casa de Dios. Ella es mi patria espiritual. Nada de cuanto la afecte me deja
indiferente o desinteresado. Echo raíces en su suelo, me formo a su imagen, me solidarizo
con su experiencia. Soy fecundo en la medida en que permanezco unido a la vid. Por medio
de ella, y sólo por medio de ella, participamos de la estabilidad de Dios. Aprendemos de
ella a vivir y a morir. A una madre no se le juzga, sino que uno se deja guiar por ella.
Podemos concluir con una sencilla plegaria: “Concédenos, Señor, amar a la Iglesia con
entrañable ternura, respetarla con acusada fidelidad, extenderla con ardorosa pasión, y
defenderla con nuestro propio testimonio”. ¡Dichosos aquellos que han aprendido a amar y
admirar a la Iglesia como a una Madre!
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