Comentario al evangelio del Domingo 29 de Abril del 2012
Un solo rebaño, un solo Pastor
La comunidad eucarística que, como veíamos la
semana pasada (y la anterior), es el lugar de la aparición del Resucitado y del encuentro con él, es
además una comunidad estructurada: en ella hay distintos servicios, distintas vocaciones que cooperan
al bien del cuerpo común y de su misión en el mundo (el testimonio). Por eso, si la misma comunidad
es “lugar teológico”, ámbito de la experiencia del Resucitado, también los servicios y ministerios que
surgen en ella deben ser entendidos en este sentido sacramental, esto es, como una expresión y reflejo
de la presencia de Cristo. De entre estos diversos ministerios hay uno que tiene un carácter axial, en
torno al cual se disciernen y estructuran los demás, de manera que la pluriformidad de vocaciones y
carismas no lesione la comunión: es el ministerio de los pastores, los Apóstoles, que prolongan su
acción por medio del ministerio sacerdotal (obispos, presbíteros y diáconos), que deben cuidar del bien
del rebaño de Cristo, guiar y enseñar al nuevo pueblo de Dios y presidir sus asambleas litúrgicas.
Ese es un punto que suscita especial dificultad en nuestros días. Existe una fuerte tendencia a
desconfiar de toda autoridad, a ver en ella sólo una pura estructura de poder, que hay que tolerar de
algún modo, pero que se mira con recelo, como una especie de mal necesario. Y esto se proyecta
también sobre la Iglesia, estableciendo distinciones como la que habla de “iglesia institucional” e
“iglesia de base”; distinciones, hay que decir enseguida, que carecen de todo apoyo en la Revelación,
tanto en la Biblia como en la tradición de la Iglesia. Se aplican aquí a la comunidad cristiana esquemas
propios de la sociedad civil y política, pretendiendo que, como en éstas lo legal y lo socialmente
conveniente, la verdad o el bien pueden aceptarse sólo si gozan del consenso de la mayoría (que suele
ser, en el caso de la sociedad civil, un estado de opinión inducido por medio de técnicas sutiles de
comunicación y, con frecuencia, de propaganda y manipulación), olvidando que la verdad de la fe y de
sus consecuencias prácticas son ante todo el resultado de una revelación de Dios, es decir, de un don
que Dios nos ha hecho en Jesucristo y que nosotros no podemos modificar a nuestro antojo o al son de
las opiniones dominantes del momento.
Jesucristo ha elegido pastores, los Apóstoles y sus sucesores y les ha dado una autoridad especial
dentro de la comunidad (cf. Lc 10, 16), para garantizar la fidelidad a ese depósito de la fe que nos pone
en contacto vivo con Él mismo, con el Jesús histórico, con la comunidad que le acompañó por los
caminos de Galilea y dio el primer testimonio de la resurrección.
La catequesis mistagógica, que nos va enseñando los lugares de presencia del Señor resucitado, nos
dice hoy que también en los Pastores y en su ministerio se hace presente el único Pastor. Las
dificultades que esta forma de presencia suscita en numerosos creyentes (incluso en no pocos que
participan de ese mismo ministerio, o de creyentes cultivados teológicamente y activos en la Iglesia) se
pueden resolver sólo si tratamos de mirar a los Pastores no desde determinado prisma ideológico, que
ve ahí sólo estructuras de poder, sino desde la fe. Es la misma fe que se exigía para creer en la
resurrección al ver el sepulcro vacío, o la que se suscitaba al tocar las heridas del Resucitado. Los
posibles defectos y pecados de los Pastores, hombres entre los hombres, también vulnerables y, por
tanto, heridos, no deben ser una excusa para no aceptar en fe esta forma de, digamos, aparición del
Resucitado (íntimamente vinculada y dependiente de la comunidad de creyentes, y de la comunidad
eucarística); o, como hacemos a veces, para “seleccionar” entre ellos y aceptar sólo a los que son, por
ejemplo, “de mi línea”. Estos criterios de selección son la mejor manera de convertir a la Iglesia en un
partido o en una secta y no, como debe ser, en una comunidad pluriforme de discípulos reunida por
iniciativa del Maestro y en torno a Él.
Es esta fe la que nos ayuda a entender que, así como lo que da valor a la comunidad de discípulos es la
presencia de Jesús en medio de ellos, y esa misma presencia es la que confiere al pan y al vino que
comparten su calidad de cuerpo y sangre de Cristo, así lo que nos mueve a aceptar el ministerio de los
pastores es el único Pastor, Jesucristo, que pastorea a su pueblo por medio de ellos. No es una cuestión
de poder, sino de servicio. Aquí no podemos no recordar las palabras del mismo Jesús, advirtiendo
contra las tentaciones del poder y del “querer ser más que los otros”: “el que quiera ser el primero que
se haga el último y el servidor de todos” (Mt 20,26). Mirando así las cosas, entendemos que ser Pastor
(Apóstol, obispo) es ante todo una carga y una responsabilidad por la que los que han recibido este
ministerio deberán dar cuenta a Dios. Con razón decía san Agustín en su discurso sobre los pastores:
“somos cristianos y somos obispos. Lo de ser cristianos es por nuestro propio bien; lo de ser obispos,
por el vuestro. En el hecho de ser cristianos, se ha de mirar a nuestra utilidad; en el hecho de ser
obispos, la vuestra únicamente. Además de ser cristianos, por lo que habremos de rendir a Dios cuentas
de nuestra vida, somos también obispos, por lo que habremos de dar cuenta del cumplimiento de
nuestro ministerio.”
Que hay un solo Pastor significa, al fin y al cabo, que sometiéndonos a los Pastores nos sometemos a
Cristo, y esa es nuestra libertad: libertad para aceptarlos en fe, sin caer en actitudes serviles hacia ellos,
libertad también para expresar con valor las propias opiniones, incluso críticas, pero en actitud de
obediencia. Para madurar en la fe es importante superar esa desconfianza crónica hacia la Iglesia en sus
Pastores (eso que se llama con tan poca fortuna y menos caridad “Iglesia institucional”) y adoptar una
actitud de fe y de aceptación. Y significa, para los mismos Pastores, que si ellos pueden exigir
obediencia es, no en virtud de su propio poder o autoridad, sino sólo en el nombre de Cristo, como hoy
dice Pedro en la primera lectura: lo que hacen o dicen ha de ser sólo y siempre en el nombre de
Jesucristo Nazareno, el que fue crucificado, y el único nombre que se nos ha dado que puede salvarnos.
Y la salvación no es otra cosa que el ser hijos de Dios en el Hijo. Cristo fue crucificado precisamente
para esto: para rescatarnos del pecado y de la muerte y hacernos partícipes en su propia filiación. Y si
esto es así, y si los Pastores han de reproducir en sí mismos el ministerio de Cristo Pastor, significa que
lo que ellos tienen que hacer es, como el buen Pastor, dar la vida por sus ovejas. Dar la vida es hablar,
trabajar, exhortar, amonestar, escuchar, corregir, y estar dispuestos al testimonio supremo si las
circunstancias lo exigen.
Si vemos así, con fe, esta forma de presencia del Resucitado, entendemos que se trata de un servicio en
el que todos podemos participar de un modo u otro. En primer lugar, porque todos tenemos nuestro
propio nivel de responsabilidad en la iglesia: como padres o madres, en los otros múltiples ministerios
y vocaciones de la Iglesia, dando ejemplo, transmitiendo la fe, de muy diversas formas también cada
uno de nosotros tiene su pequeño rebaño, que se nos ha confiado y del que respondemos. Y, en
segundo lugar, porque todos nosotros podemos, si queremos, servir a los demás con la disposición de
dar la vida por ellos.
José María Vegas, cmf