Domingo 13 del Tiempo Ordinario (Ciclo B)
+ Lectura del santo Evangelio según san Marcos
En aquel tiempo, Jesús atravesó de nuevo a la otra orilla, se le reunió
mucha gente alrededor y se quedó junto al lago. Se acercó un jefe de la
sinagoga, que se llamaba Jairo y al verlo se echó a sus pies rogándole con
insistencia: "Mi niña está en las últimas; ven pon las manos sobre ella, para
que se cure y viva". Jesús se fue con él acompañado de mucha gente que lo
apretujaba.
(Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años.
Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos y se había
gastado en eso toda su fortuna, pero en vez de mejorar, se había puesto
peor. Oyó hablar de Jesús, y acercándose por detrás entre la gente, le
tocó el manto, pensando que, con sólo tocarle el vestido, curaría.
Inmediatamente se le secó la fuente de su hemorragia y notó que su cuerpo
estaba curado.
Jesús notando que había salido fuerza de él, se volvió enseguida, en medio
de la gente preguntando: "¿Quién me ha tocado el manto?. Los discípulos le
contestaron: "Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: "¿Quién me ha
tocado?. " Él seguía mirando alrededor, para ver quién había sido. La mujer
se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado; se le
echó a los pies y le confesó todo. Él le dijo: "Hija, tu fe te ha curado. Vete
en paz y con salud.)
Todavía estaba hablando, llegaron de casa del jefe de la sinagoga para
decirle: "Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al Maestro?" Jesús
alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: "No temas;
basta que tengas fe". No permitió que lo acompañara nadie más que Pedro,
Santiago y Juan, el hermano de Santiago.
Llegaron a la casa del jefe de la sinagoga, y encontró el alboroto de los que
lloraban y se lamentaban. Entró y les dijo: "¿Qué estrépito y qué lloros son
esos? La niña no está muerta, está dormida". Se reían de él.
Pero Él los echó fuera a todos, y con el padre y la madre de la niña y sus
acompañantes, entró a donde estaba la niña. La cogió de la mano y le dijo:
"¡Talitha, kumi!", (que significa: contigo hablo, niña, levántate!) La niña se
puso en pie inmediatamente y se echó a andar - tenía doce años - . Y se
quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo
que dieran de comer a la niña.
Palabra del Señor.
Homilías
(A)
ANTE EL SUFRIMIENTO Y LA MUERTE
Los comentarios que oímos y los que hacemos ponen de manifiesto que los
seres humanos tenemos clavadas en lo más profundo dos espinas que nos
hieren: el miedo al sufrimiento y el miedo a la muerte. Con frecuencia es
mayor el miedo a la enfermedad, a una larga y dolorosa enfermedad, que a
la misma muerte. Jesús que vino a iluminar y a dar sentido a todas las
realidades humanas, ilumina también y da sentido a estas dos cuestiones
vitales.
El pasaje evangélico presenta a Jesús enfrentándose a la larga enfermedad
de una mujer que lleva padeciendo hemorragias doce años (por eso se le
reconoce con el nombre de la hemorroisa, es decir, la hemorrágica). El
pasaje evangélico presenta también a Jesús enfrentándose a la muerte de
una niña que, curiosamente, tiene, como la enfermedad de la hemorroisa,
doce años.
Jesús responde a la fe de la mujer, que se acerca para tocarle
sigilosamente, con el milagro de la curación. Para captar toda la fuerza del
relato hay que tener presente que esta mujer, por las características de su
enfermedad, era legalmente impura y, por tanto, no debía tocar a nadie
porque lo volvía también impuro. Por eso, con razón se asusta cuando Jesús
pregunta: "¿Quién me ha tocado?". Ella sabe que ha infringido la ley. Pero
se lo pregunta no para increparla, sino para confirmarla en su curación:
"Ánimo, hija, tu fe te ha salvado". Yen aquel momento quedó curada.
El relato de Marcos aporta más detalles sobre la vida de esta pobre mujer;
afirma que había gastado todo lo que tenía en médicos y que, en vez de
mejorar, se había puesto peor. Esta mujer busca por todos los medios y por
todos los caminos la felicidad, la vida plena; sin embargo, sufre
hemorragias.
Es el símbolo de todo ser humano que busca ansiosamente la plenitud de la
vida y de la felicidad, y gasta sus esfuerzos y sus recursos tratando de
comprársela a los dioses de este mundo. Es el ejemplo de Agustín, de
Francisco Javier y de cantidad de personas, que, lejos de calmar sus ansias
de vivir, ven cómo se les va la vida en hemorragias; si son sinceros,
tendrán que confesar como Agustín: Nos hiciste, Señor; para ti e inquieto
está nuestro corazón hasta que descanse en ti. O, como le pregunta Javier
a Ignacio de Loyola: ¿ Qué es lo que queda en mí que nunca se ríe?
Sólo Dios y Jesús, ofreciendo un sentido a la vida, pueden curar esa
nostalgia radical del hombre. "Yo he venido para que tengáis vida y la
tengáis abundante" (Jn 10,10), Y no arrastréis vuestra existencia, para que
no se desangre vuestra vitalidad con el paso del tiempo, como le pasaba a
la mujer del milagro, sino para que vaya creciendo (2Co 4,16).
VIVIR LA ENFERMEDAD CON OTRO TALANTE
En nuestro caso, si estamos enfermos, o cuando lo estemos, o si tenemos
sufrimientos, sabemos que la ayuda del Señor no va a consistir en
liberarnos de la enfermedad, sí en darle un sentido redentor, en vivirla
fecundamente. No curará nuestro cuerpo, pero sí nuestro espíritu debilitado
por nuestras enfermedades espirituales y psíquicas. Nuestra fe hará
milagros. Nos librará de la impaciencia, de la desesperación. Hará que nos
superemos de forma asombrosa. No curará nuestras enfermedades,
nuestros achaques, pero los hará llevaderos descubriéndonos la verdad de
la afirmación paulina: "Todo coopera para el bien de los que aman a Dios"
(Rm 8,28) e iluminándonos para dar un sentido positivo al sufrimiento y a la
enfermedad.
A este respecto, hay un testimonio muy iluminador de un sacerdote,
profesor mío, que se sintió aquejado por la leucemia. Su testimonio es
modélico; lo han brindado varias publicaciones. Creía haber llegado al final
de la vida: "Puedo decir que, por desgracia, he tenido la suerte de estar
enfermo y poder así vivir facetas de la vida que, mientras estaba sano,
habían pasado desapercibidas: la debilidad, la limitación, lo irremediable, lo
profundo radical, el dolor, la relatividad, lo importante y lo accidental, lo
necesario y lo accesorio, lo superfluo y la densidad, lo que vale y lo inútil, el
asumir la propia historia, el aceptarte tal como eres, la capacidad de
autocrítica, la perspectiva del cambio, el asumir la muerte, el abrirte al
futuro, la esperanza desesperada... ¡Tantas veces!".
Recuerdo a un enfermo, cargado de enfermedades y próximo a la muerte,
que me dijo: "No sabe cuantas gracias doy a Dios por estas enfermedades.
Me han enriquecido tanto... Me han dado tanto...".
El Señor no nos libera de las enfermedades, pero, cuando contamos con él,
hace de cirineo nuestro. Recuerdo a una enferma, amiga mía, muerta con
verdadera fama de santidad; una mujer muy comprometida cristianamente
en el campo laboral, de una actividad imparable, que tuvo que sufrir varios
años de cama a consecuencia de un cáncer. Le pregunté: "¿Creías que ibas
a tener tanto aguante, sufrir tantos dolores, soportar la inactividad?". Me
contestó enseguida: "Jamás. Ni imaginármelo. Pero todo ello es posible
gracias a la oración que hago, a la Palabra de Dios que leo y al Señor que
me traes en la Eucaristía cada día".
FRENTE A LA MUERTE, ESPERANZA
Ante la muerte de la hija de Jairo, Jesús responde devolviéndola a la vida.
Jesús se presenta, pues, como la fuente de la vida.
Es preciso que comprendamos en toda su plenitud el sentido del relato de la
resurrección de la hija de Jairo. En él, como en otras dos resurrecciones que
nos ofrecen los evangelistas:
la del hijo de la viuda de Naín (Lc 7,11 ss) y la de Lázaro (Jn 11,1-44), nos
las presentan como un anticipo del triunfo personal sobre la muerte de
quien es la resurrección y la vida. Por eso dijo que la niña estaba tan sólo
dormida, lo que hizo reír a los que no comprendían nada de su persona. Lo
mismo afirmó de Lázaro ya difunto (Jn 11,13).
Jesús proclama que es la resurrección y la vida, el vencedor de la muerte.
Para el que cree en Jesús no es un absurdo ni es precipitarse en el vacío de
la nada. La vida, para los cristianos, no se destruye con la muerte; la vida
cambia en su forma. La muerte es un sueño, cuyo despertar es la
resurrección. Por eso, con frecuencia los escritos neotestamentarios, cuando
hablan de los muertos, de la muerte, lo expresan con el término dormir;
eso es lo que, precisamente, significa el término cementerio en griego,
"dormitorio". Quizás muchos se rían cuando confesamos nuestra fe en la
resurrección, como se rieron de Jesús cuando afirmó: "La niña duerme, no
está muerta".
Los evangelistas no quieren de ninguna manera hacer surgir en nosotros
vanas esperanzas de que Jesús vaya a hacer el milagro de prolongar unos
años más nuestra vida, sino que proclaman que quiere darnos una vida
plena, interminable, enteramente liberada más allá de esta vida. Jesús no
nos libera de la muerte, pero nos libra de la desesperación que para muchos
conlleva la perspectiva de la muerte porque infunde en nosotros esperanza
de la vida definitiva. Seguramente conocemos a cristianos que han muerto
con la sonrisa en los labios, gracias a la esperanza de la vida futura.
Jesús, por lo demás, nos libra de esa otra forma de muerte espiritual,
psicológica, que es siempre el pecado, el desamor, el egoísmo.
ACERCARSE A CRISTO y TOCARLO
Pero, para que esto sea realidad, es preciso acercarse a Cristo y tocarlo con
la fe y los sacramentos. La mujer enferma toca a Jesús con fe; Jesús coge a
la niña "muerta" de la mano. Entre todos los que le aprietan advierte Jesús
que alguien le ha tocado con fe. Es la mujer tímida y confiada que arranca
como por sorpresa un milagro que estaba fuera de programa. Ni el origen ni
el parentesco ni la proximidad valen tanto como un grano de fe.
Muchos vivieron al lado de Jesús sin reconocerlo. Lo que salva no es
codearse con él, sentarse a su mesa, oír su palabra, ser su pariente o
compartir su herencia biológica. Lo que salva es creer firmemente en él,
confiar en él, sacar ventaja de su presencia. Muchos le oían con el corazón
alejado.
La curación de la mujer y la resurrección de la niña evocan gestos
sacramentales. En los sacramentos son muchos los que tocan a Jesús con
resultado desigual. Para unos puede ser una rutina, para otros un progreso,
para otros la clave de la transformación espiritual. Eso quiere obrar él a
condición de que se le toque con fe capaz de arrancar el milagro.
La fe es imprescindible. Ambos milagros, como todos los demás, son
respuestas del poder de Jesús a la fe; la manifestación del poder
corresponde en intensidad a la fe que tenga.
Esto nos enseña cómo entender la frase tan repetida por Jesús en sus
curaciones: "Tu fe te ha curado" (o salvado). La fe de los suplicantes no
realizaba el milagro por sí sola, independientemente del poder divino de
Cristo; pero esa fe de los destinatarios de sus favores era condición
indispensable para activar tal poder. En este sentido, era la fe la que
curaba.
(B)
La señora María vivía en un pueblo rural. Vivía sola en una enorme casa,
con muchos terrenos. Casi la mitad del pueblo era de la señora María. Tenía
muchos obreros que trabajaban sus tierras y unas cuantas mujeres que
atendían aquella mansión en la que vivía la señora María.
Los vecinos de aquel pueblo decían que más que obreros eran esclavos
porque no les pagaba ni para comer. No, no era querida en el pueblo la
señora María.
Aunque, eso sí, ella era muy devota, muy religiosa muy practicante. Todos
los días salía de casa muy temprano para ir al templo a rezar.
Un día de crudo invierno, salió, como todos los días, para ir al templo a
rezar sus oraciones y oír la santa misa. Había nevado mucho durante la
noche y soplaba un viento helador. Por eso iba muy abrigada la señora
María. Por el camino iba pensando mandaré que hagan un templo muy
cerca de casa para no tener que soportar este frío.
Se cruzó con varias personas, pero no les hizo caso. Llevaba mucho frío y
tenía prisa por llegar. Cuando se acercó a la puerta, vio que estaba cerrada.
Empujó con fuerza una y otra vez. Todo en vano. La puerta estaba cerrada.
No había llegado el sacerdote. Antes de darse por vencida, volvió a
empujar, esta vez con más fuerza y hasta un poco enfadada. Nada, la
puerta seguía cerrada.
Al darse la vuelta, se fijó que había un papel clavado en la puerta. El papel
decía: “Estoy en la calle”. Te has cruzado conmigo y no me has saludado.
Y la señora María cayó en la cuenta. Desde entonces la señora María cambió
por completo. Se hizo cristiana de verdad. Empezó a amarle a Dios en los
pobres obreros de sus tierras, en las mujeres de su mansión que le
atendían, en los necesitados, en los niños, en los ancianos...
Repartió sus tierras entre sus obreros. Repartió aquella casona e hizo pisos
para aquellas mujeres que le atendían. Dedicó su vida a hacer todo lo que
podía por el pueblo. Había días que no sacaba tiempo ni para ir a rezar al
templo; pero había hecho que todo el pueblo fuese un templo, en el que
Dios estaba siempre con la puerta abierta.
Dicen que la señora María murió muy pobre, pero muy feliz.
Ése es el camino cristiano...
Las distracciones para con los demás en la vida... se pagan con que el
templo está cerrado, o con que Dios no está en el templo...
El verdadero culto, el culto agradable que los cristianos podemos ofrecer a
Dios, no se lo damos en las iglesias... sino en nuestras vidas, en nuestro
comportamiento con los hermanos... Especialmente con aquellos con los
que Dios más se identifica... con los pobres...
A ver si aprendemos aquello que nos decían los profetas, cuando se referían
a Dios: “Misericordia quiero y no sacrificios...”.
(C)
La narración del texto evangélico de hoy, en su versión larga, lo podíamos
titular «dos en uno» o «dos por uno». En el relato evangélico de un milagro
se inserta otro para aumentar el dramatismo del primero. Cuando Jairo, el
jefe de la sinagoga, llega a los pies de Jesús pidiendo la curación de su hija,
ésta está gravísima, pero viva. Y Jesús se va con él para curarla. En el
camino «se entretiene» porque la gente le rodea y no le deja avanzar. Es el
momento para situar el evangelista el milagro de la curación de la mujer
con flujos de sangre. Mientras tanto, la hija de Jairo muere: «¡Es inútil ya
que el Maestro venga! ¡Ha muerto!», anuncian los amigos al padre de la
niña.
Los dos milagros tienen un denominador común: una situación
desesperada. No hay nada que hacer. La mujer está desahuciada por los
médicos y la niña, muerta. Es el límite. Cuando ya nada pueden hacer los
hombres, Jairo y la mujer enferma acuden a Jesús.
Jairo es jefe de la sinagoga, persona relevante, y se acerca a Jesús
abiertamente. La mujer es una «doña nadie», sin nombre, sin títulos, una
de tantas que llegan atraídas por lo que la gente cuenta de Jesús; la
enferma se aproxima a Jesús con una secreta confianza, sin que nadie, ni el
mismo Jesús, se dé cuenta. Hay contraste en la forma de acercarse a Jesús
de los protagonistas de los milagros narrados, pero el fondo es el mismo.
Una confesión de fe, un acto de confianza, un poner el caso límite en las
manos de Jesús. La mujer «arranca» en callado silencio el milagro y Jesús
lo hace público: «¿Quién me ha tocado el manto?». Muchos son los que
tocan a Jesús; pero pocos los que le tocan con esa fe de la mujer. No todas
las aproximaciones al Señor son iguales. Hay realidades físicas que van
acompañadas de una carga de fe capaces de hacer actuar a Dios. Esta
mujer ha movilizado el poder de Dios y Dios actúa.
Jairo está junto a Jesús. Vienen a darle la noticia del final previsto. Jesús lo
oye: «No temas, basta que tengas fe», le dice.
Marcos nos sitúa, en estos dos episodios, ante realidades crudas: la
enfermedad y la muerte. La manifestación del poder de Jesús la alcanzan
quienes sabían que por ellos solos no podían sanarse y se confían por
entero a Jesús.
Quizá a veces la última carta de aproximación a Jesús sea sentirnos
necesitados. Jesús no pregunta qué clase de mal o de necesidad tenemos.
Lo único que mira es que vamos a Él. Mientras tenemos una tabla de
salvación a disposición nuestra, a ella nos agarramos más que a Dios.
Ponernos en manos de Dios no es tan sencillo. Y Dios sólo «actúa como
Dios» cuando no le estorbamos, cuando nos confiamos a Él totalmente.
Hoy salimos de esta celebración impulsados por un hombre y una mujer que
en el límite de la enfermedad y de la muerte ponen toda su confianza en
Dios, y sus vidas recobran sentido. No está perdida la vida cuando nosotros
ya no podemos avivarla. Ponernos en las manos de Dios es siempre elegir la
vida sobre la muerte. Dios no defrauda jamás a quienes se confían
totalmente a él. Dios hace que todo comience donde parece que todo acaba
para siempre. Dios es inicio cuando nosotros no vemos nada más que final.
(D)
¿CÓMO SE MUERE USTED?
Por supuesto, habiendo recibido los Santos Sacramentos y la Bendición
Apostólica de Su Santidad. Que es lo que reza en la mayoría de las
esquelas…. es el último detalle sociorreligioso. Dejamos constancia de que
el difunto era un cristiano cabal cuando realmente el recibir o no los Santos
Sacramentos es realidad tan honda y personal que sólo al individuo le
interesa, sin que sea necesario ningún tipo de notificación pública de este
acontecimiento….
Por supuesto, con convocatoria de funeral que en otros tiempos no muy
lejanos se podría por el mismo calibrar la clase económica del difunto:
candelabros, alfombras, número de oficiantes, coro; no había duda: el
difunto era rico. Austeridad y sencillez; no había duda: el difunto era pobre.
Por otra parte, los pobres hacían pocos funerales.
¿Es ésta la celebración de la muerte cristiana? Evidentemente, no. Sin duda
que la muerte es un misterio tremendo.
Cierto que no queremos morir. Ni usted ni yo no queremos morir. No quiere
morir el joven argumentando que tiene por delante todo el camino para
recorrer. No quiere morir el viejo porque no entiende cómo se acaba
necesariamente su senda. No queremos morir ni que mueran nuestros seres
queridos. Y, sin embargo, morimos.
¿Cómo morimos? Pues, lógicamente, tal como vivimos.
En nuestra vida cristiana repetimos frecuentemente lo que llamamos
verdades fundamentales de nuestra fe y en las que en realidad no creemos.
Una de ellas hace referencia a la muerte, de la que decimos es sueño,
tránsito, momento en el que empieza la verdadera vida, una vida feliz e
inacabable.
Y cuando llega el momento intentamos por todos los medios ocultarlo. Y
mentimos ante la muerte. Miente el enfermo que se siente que se va y
disimula el hecho, fingiendo y diciendo todo lo que piensa hacer durante el
verano cuando se reponga…. Mienten los suyos asegurando que es cosa de
poco y enseguida comenzará de nuevo la vida normal. No somos capaces
de vencer, discreta y amorosamente, ese grito de la naturaleza que no
quiere la muerte y no somos capaces, a veces, de que el que muere vaya
captando la perspectiva cristiana de ese momento trascendental e
irrepetible..
¿Cuál sería nuestra reacción si en el momento en que la muerte le ha
llegado a un ser querido apareciese alguien para decirnos: no llores, sólo
está dormida (como hizo Jesús con aquella niña)? ¿De aceptación dolorosa?
¿De irritación violenta? No sé.
A veces hemos tenido ocasión de presenciar una muerte con sentido de
trascendencia. No ha desaparecido el dolor , no deja de palparse el vacío, el
sufrimiento… la angustiosa pregunta ¿por qué? Y sin embargo, y a pesar de
todo ello, hay el dolor sereno y el vacío adquiere unos contornos de luz.
Tiene que ser, por el contrario, terrible la muerte del que nada espera, o
sólo espera el vacío más espantoso de la nada …
¿Cómo morimos los cristianos? Pues tal como vivimos; porque este último
acto que a todos nos tocará vivir algún dia, sin duda es el más importante y
no se improvisa. Día a día deberíamos intentar conscientemente estar cerca
de Jesús, coger su mano para que lo reconozcamos inmediatamente cuando
Él nos diga (tal como esperamos que nos diga): «Levántate, Yo te lo
mando".
Esta sería una buena muerte.
P. Juan Jáuregui Castelo