VII Domingo de Pascua: La Ascensión del Señor
Padre Luis de Moya
Mc 16, 15-20 Y les dijo:
—Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y
sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará. A los que crean
acompañarán estos milagros: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán
lenguas nuevas, agarrarán serpientes con las manos y, si bebieran algún veneno,
no les dañará; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados.
El Señor, Jesús, después de hablarles, se elevó al cielo y está sentado a la
derecha de Dios.
Y ellos, partiendo de allí, predicaron por todas partes, y el Señor cooperaba y
confirmaba la palabra con los milagros que la acompañaban.
Lo que corre de nuestra cuenta
Nuestro Señor asciende a los cielos, entre la admiración y la perplejidad de
sus discípulos. Y nosotros, que también somos sus discípulos y queremos cada día
desempeñar mejor esta misión, para la que el mismo Cristo cuenta con cada uno,
nos ponemos hoy en el lugar de aquellos apóstoles..., junto a ellos. Queremos dar a
nuestro Dios, con esta vida que llevamos, la misma respuesta generosa, positiva,
que ellos le dieron.
Dice san Marcos que la doctrina que enseñaban los apóstoles quedaba
confirmada con los milagros que la acompañaban. Era, indudablemente, como para
sentirse felices y llenos de entusiasmo, comprobar que, en efecto, había valido la
pena la entrega generosa que hacía ya tres años hicieron de su vida y las
incomprensiones que apenas comenzaban a padecer. San Lucas, por su parte,
manifiesta en su evangelio que mientras los bendecía, se alejó de ellos y comenzó a
elevarse al cielo. Y ellos le adoraron y regresaron a Jerusalén con gran alegría.
Nada más lógico que esa alegría, aunque fuera acompañada de otros sentimientos,
incluso de cierto temor, razonable, al sentirse por primera vez separados
físicamente del Maestro.
Es preciso que los discípulos del Señor, en nuestro siglo, nos tomemos como
aquellos primeros el compromiso cristiano. Predicaron por todas partes, afirma el
evangelista. Es lo primero –y lo único– que nos dice san Marcos tras la ascensión
del Señor a los cielos, y con lo que concluye su Evangelio. Nos da así a entender
que, en adelante, la vida de quienes fueron leales a Cristo consistiría en eso:
anunciar por todas partes lo que de Jesús habían aprendido. Pero no estaban solos:
el Señor cooperaba y confirmaba la palabra con los milagros que la acompañaban.
Era la promesa de Jesús. Se marchaba a los cielos, pero a la vez se quedaba con
ellos para siempre: presente en la Eucaristía de modo muy singular; y presente, de
modo especialísimo, por la acción del Espíritu Santo, que dentro de pocos días iban
a recibir, como Jesús les había anunciado. El Paráclito inundaría de luz las
inteligencias de cuantos fueran fieles y de fuerza sus corazones.
Con la misma confianza con que le habían seguido hasta entonces, estaban
dispuestos ahora a continuar la misión encomendada. Ya no le verían a su lado,
pero no les faltaría su fuerza ni su consuelo ningún día, según recoge san Mateo
finalizando su evangelio:
—Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced
discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que
yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.
Si se refiere el Señor a una presencia suya para siempre, hasta el fin del
mundo, quiere decir, por consiguiente, que entonces pensaba ya en nosotros. Ese
poder en favor de sus discípulos sigue siendo actual y eficaz hoy para que, en
medio de las dificultades de nuestro tiempo, extendamos nosotros su doctrina
salvadora, contagiando a muchos más esa alegría de vivir con Dios, que es propia
de quienes nos sabemos hijos suyos.
No existe tiempo, ni lugar, ni circunstancias imposibles para la Gracia de Dios.
Marcharon por todas partes, nos advierte el evangelista; y esa presencia de Jesús
sobrenatural, abundante en el cielo y en la tierra en favor nuestro para la tarea que
nos pide, es una realidad cada día de nuestra vida y siempre. En verdad no hay
ocasión apostólica en la que podamos echar de menos el auxilio divino. Tal vez
debamos pedir perdón por nuestra falta de fe, por nuestra debilidad, porque no
supimos corresponder a la Gracia que, con la luz del Espíritu Santo, nos hacía notar
la ausencia de Dios y nos impulsaba a inculcar el sentido cristiano de la vida en ese
ambiente..., en esa persona... Quizás luego, en el silencio sincero de nuestra
oración, en un examen de conciencia franco, hemos reconocido humildemente la
debilidad nuestra de carácter; que nos pudieron los respetos humanos: el qué dirán
o el qué pensarán; que tal vez nos faltó fe en la promesa divina; o que, fiados sólo
en las fuerzas humanas y contemplando el estado general de las cosas, nos parecía
imposible que algo se pudiera hacer por ese profundo cambio necesario para
reconducir a Dios determinada situación.
Pero, ¿nos sentimos positivamente interpelados por quienes no aman a
Cristo? ¿Son, esas situaciones o actitudes tan lamentables, y a veces tan próximas,
estímulo de nuestra oración, de nuestra mortificación, de nuestra acción, porque
deseamos que nuestro Dios sea más amado? ¿Me importa si las personas disfrutan
de la amistad divina, o casi sólo me preocupa su salud, su bienestar material, sus
relaciones humanas, que son necesidades importantes pero meramente terrenas y
transitorias?
La fiesta de hoy nos anima a mirar al Cielo. Jesús asciende a la derecha del
Padre, pero nos deja como herencia, para compartir con Él todos los días, la
fascinante tarea de la santificación del mundo: su misma tarea. Pidamos a Santa
María, Reina de los Apóstoles, entusiasmo sobrenatural y humano para acometer la
empresa: nuestro Padre Dios confía hoy como ayer en sus apóstoles.