VII Semana de Pascua
Miercoles
Jesús ruega por la unidad de los cristianos, en Él recibimos la felicidad:
aquí la vida de la gracia y luego la gloria.
En aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre santo, no
ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su
palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y
yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea
que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que
sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean
perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los
has amado a ellos como me has amado a mí.
«Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también
conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me
has amado antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha
conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has
enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a
conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en
ellos». ( Jn 17,20-26)
1. Son las últimas palabras de la oración de Jesús en el Cenáculo el jueves santo, y
pide por la unidad... vemos hoy que la Iglesia da pasos importantes hacia la
unidad, con el acercamiento de muchos anglicanos, y los ortodoxos de varios países
de oriente. Este movimiento ecuménico ha sido realzado por el Concilio Vaticano II;
unidad de: “los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesús como Seor y
Salvador; y no sólo individualmente, sino también reunidos en grupos, en los que
han oído el Evangelio y a los que consideran como su Iglesia y de Dios. No
obstante, casi todos, aunque de manera diferente, aspiran a una Iglesia de Dios
única y visible, que sea verdaderamente universal y enviada a todo el mundo, a fin
de que el mundo se convierta al Evangelio y así se salve para gloria de Dios». Hoy
pedimos al Espíritu Santo esta unidad de la fe, de los sacramentos y de la comunión
jerárquica.
Señor, te pido esta unidad unido a tu corazón. Lo haré ahora con palabras de san
Josemaría Escrivá: “¡Con qué acentos maravillosos ha hablado Nuestro Seor de
esta doctrina! Multiplica las palabras y las imágenes, para que lo entendamos, para
que quede grabada en nuestra alma esa pasión por la unidad. Yo soy la verdadera
vid y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no lleva fruto, lo cortará; y
a todo aquel que diere fruto, lo podará para que dé más fruto... Permaneced en mí,
que yo permaneceré en vosotros. Al modo que el sarmiento no puede de suyo
producir fruto si no está unido con la vid, así tampoco vosotros, si no estáis unidos
conmigo. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; quien está unido conmigo y
yo con él, ése da mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer (Jn 15, 1-5).
¿No veis cómo los que se separan de la Iglesia, a veces estando llenos de
frondosidad, no tardan en secarse y sus mismos frutos se convierten en gusanera
viviente? Amad a la Iglesia Santa, Apostólica, Romana, ¡Una! Porque, como escribe
San Cipriano, quien recoge en otra parte, fuera de la Iglesia, disipa la Iglesia de
Cristo (san Cipriano). Y San Juan Crisóstomo insiste: no te separes de la Iglesia.
Nada es más fuerte que la Iglesia. Tu esperanza es la Iglesia; tu salud es la Iglesia;
tu refugio es la Iglesia. Es más alta que el cielo y más ancha que la tierra; no
envejece jamás, su vigor es eterno.
Defender la unidad de la Iglesia se traduce en vivir muy unidos a Jesucristo, que es
nuestra vid. ¿Cómo? Aumentando nuestra fidelidad al Magisterio perenne de la
Iglesia: pues no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que
por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su
asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación transmitida
por los Apóstoles o depósito de la fe. Así conservaremos la unidad: venerando a
esta Madre Nuestra sin mancha; amando al Romano Pontífice”.
2. Interrogan en la primera lectura de hoy a San Pablo, que comenzará su vida en
cautividad. Y “en esa noche se le apareci el Seor y le dijo: Mantén el ánimo, pues
igual que has dado testimonio de mí en Jerusalén, así debes darlo también en
Roma” (Hch 23,10-11) . Dios se sirve de la historia para ir llevando hacia Roma su
semilla y a los apóstoles Pedro y Pablo. También vemos hoy su fe en la
resurrección, que es lo que hoy está en la discusión de sectas judías. También en
nuestro tiempo, como entonces, muchos judíos han perdido la fe en la resurrección,
por eso la madre de Edith Stein se enfada mucho con su hija cuando entra al
Carmelo, pues piensa que sólo hay esta vida y no se puede malbaratar
recluyéndose (luego, cercana su muerte, hubo una reconciliación); también esta
santa dio su vida, en el holocausto judío. La resurrección de Jesús es el centro de
nuestra fe y esperanza. El Espíritu Santo nos ayuda para ir en el camino del Señor,
en fidelidad, no es camino de rosas. Supone sacrificios, pisar sobre espinas. La
oración de Jesús al Padre es fundamento para caminar con la Cruz de Jesús.
3. “Guárdame, Dios mío, pues me refugio en ti. Yo digo al Señor: «Tú eres mi
Señor, mi bien sólo está en ti». Señor, Tú eres mi copa y mi porción de herencia,
Tú eres quien mi suerte garantiza. Yo bendigo al Señor, que me aconseja, hasta de
noche mi conciencia me advierte; tengo siempre al Señor en mi presencia, lo tengo
a mi derecha y así nunca tropiezo. Por eso se alegra mi corazón, se gozan mis
entrañas, todo mi ser descansa bien seguro, pues Tú no me entregarás a la muerte
ni dejarás que tu amigo fiel baje a la tumba. Me enseñarás el camino de la vida,
plenitud de gozo en tu presencia, alegría perpetua a tu derecha” ( Salmo 16/15,1-
2a.5.11) . Dios, nuestro Padre, es la parte que nos ha tocado en herencia. Señor,
me abandono en ti, mi vida está en tus manos.
Llucià Pou Sabaté