Tiempo y Eternidad
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José Manuel Otaolaurruchi, L.C.
La esperanza que salva
Había una vez una bruja, de esas que vuelan por las noches montadas en su escoba, con
prominente nariz, enorme sombrero negro y amiga de cuervos y urracas. Cuando Maléfica
reía asomaba sus dos únicos dientes que le quedaban en la mandíbula. Esta hechicera era
muy temida porque robaba los sueños y las ilusiones de la gente y de inmediato
comenzaban a envejecer, se ensombrecía su rostro y si no recuperaban pronto sus sueños, el
desenlace era irremediable.
Y es que los hombres no podemos vivir sin esperanza. La edad no se mide por el número de
años vividos, sino por la fuerza de sus ilusiones. Comenzamos a envejecer cuando en lugar
de mirar hacia adelante, nos resignamos a vivir sólo de recuerdos.
La esperanza teologal es la virtud que nos mantiene firmes porque confiamos alcanzar
aquello que Dios nos ha prometido. La esperanza se puede definir como: “Un ya, pero
todavía no”. La confianza que se deposita en las realidades humanas o materiales es frágil e
inconsistente puesto que miles de imprevistos pueden frustrarla. La única esperanza cierta
es la que ponemos en Dios que no puede fallar ni engañarnos. Quien confía en Dios vive
lleno de alegría y paz porque Él siempre es fiel. La Solemnidad de la Santísima Trinidad
nos invita a confiar y a no tener miedo. Jesús antes de su ascensión a los cielos se despidió
de sus discípulos dispensándoles palabras de gran consuelo: “Sepan que yo estaré con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20).
La esperanza cristiana no tiene nada que ver con la consabida frase de Karl Max, “La
religión es el opio del pueblo”. Ya se tome opio en su acepción de sedante o analgésico o
como causa de los conflictos económicos. La esperanza nos compromete a transformar la
sociedad por medio de la caridad. Nada está más lejos de un buen cristiano que el vivir
enlagunado, perezoso, indiferente ante los problemas sociales. Cristo mismo nos invitó a
estar en vela porque no sabemos ni el día ni la hora (Mt. 24,43), nos urgió a caminar
mientras hay luz, haciendo alusión a aprovechar el tiempo que tenemos de vida para hacer
buenas obras (Jn. 12,35); nos mandó a trabajar duro porque de los esforzados es el reino de
los cielos.
La esperanza en Cristo nos da la fuerza para afrontar el presente, aunque sea fatigoso y
lleno de problemas, porque me conduce hacia una meta que es el cielo. La vida deja de ser
un fardo y se convierte en un hermoso reto cuando se tiene esperanza. Sólo cuando el
futuro es cierto, se hace llevadero el presente. El cristiano es el hombre que debe estar
dispuesto a dar razón de su esperanza (I P. 3,15). twitter.com/jmotaolaurruchi