Solemnidad. La Santísima Trinidad
El Dios Cristiano
Consternados en Bolivia por otro reciente linchamiento de un presunto asesino en
San Julián, ejecutado por una turba de gente, sólo podemos levantar nuestra voz
para invocar al Dios de la Vida, que es el Dios del amor, el Dios cristiano, y decir
públicamente que en su nombre se respete siempre la vida humana en todas las
circunstancias y en todas sus fases, desde su concepción hasta su final natural. No
existe ningún planteamiento aceptable de justicia que justifique actos de ese tipo,
ni la justicia comunitaria, ni la vindicativa, ni la remunerativa, pueden legitimar tal
barbarie. Evangelizar hoy a nuestro pueblo de Bolivia, anunciar el evangelio para
transformar las conciencias y las culturas implica concentrar nuestra atención en la
proclamación y en la enseñanza de los grandes valores del Evangelio, a saber, la
vida, la dignidad, la libertad y la fraternidad de los seres humanos, pues todos ellos
constituyen dones sagrados de Dios al ser humano, dones que hay que cuidar,
promover y defender, porque de Dios hemos recibido el Espíritu que nos hace Hijos
de un mismo Padre.
La Iglesia celebra la fiesta de la Santísima Trinidad, dogma fundamental del
cristianismo, que proclama la unidad en el amor de las tres personas que son un
solo Dios, vivo y verdadero, el Dios cristiano: el Padre, el Hijo Jesucristo y el
Espíritu Santo. Dios es amor, comunión íntima y comunicación viva de personas en
la Trinidad. Ese amor es el Padre que se ha manifestado en Jesucristo y se nos ha
dado con su Espíritu a los seres humanos para llevarnos hasta la verdad plena y
hacernos partícipes de su gloria, incluso en medio de las tribulaciones del tiempo
presente. Y ese Espíritu da vida a la comunidad eclesial suscitando una vida de
resistencia activa y aguante frente a los envites del mal en todas sus
manifestaciones, una vida de mucha más calidad y una esperanza inquebrantable.
Este Espíritu no tiene fronteras ni ideológicas ni nacionales sino que en todo lugar
inspira la gracia y el coraje para seguir comunicando y enseñando lo que Jesús ha
revelado y para poder enfrentarse a las mentalidades o ideologías de los poderes
que oprimen, maltratan o desprecian al ser humano y atentan contra su dignidad.
En esa misión os creyentes sólo contamos con el arma exclusiva de la palabra.
En el fragmento final del Evangelio de Mateo (Mt 28,16-20), texto cumbre y clave
interpretativa de evangelio, Jesús Resucitado se aparece a los Once discípulos en
una montaña de Galilea. El protagonista de la escena es Jesús. Todos los elementos
resaltan la aparición del Resucitado como una Cristofanía. Con el esquema de
presentación de las teofanías, o manifestaciones de Dios en el Antiguo Testamento
en los relatos de vocación-misión, el evangelista Mateo compone una escena de
exaltación del Resucitado, que se revela abiertamente como Dios a los Once
Discípulos para encomendarles la misión definitiva y universal (Éx 3,9-12; Jr 1,5-
8). En lo alto de una montaña de Galilea se revela Cristo Resucitado, como en el
Sinaí lo hiciera Dios con Moisés para dar las palabras de la Alianza a su Pueblo por
medio de Moisés. El evangelio de Mateo había empezado los discursos de Jesús
sobre una montaña, con el Sermón de la Montaña, proclamando la soberanía del
Reino de Dios como anuncio de dicha y de alegría para los pobres, para los
indigentes y para los discípulos. Ahora, aún en medio de las dudas para creer, los
discípulos adoran a su Señor, reconociendo así la divinidad de Jesús.
Jesús tiene la iniciativa en la actividad misionera y evangelizadora y por eso se
dirige a ellos con un triple mensaje que consiste en la revelación de su identidad,
en el encargo misionero y en la promesa de su presencia continua.
La autopresentación de Jesús Resucitado corresponde a una presentación divina, tal
como el arte bizantino lo representa en la figura del Pantócrator. Entre el cielo y la
tierra, el Resucitado, Señor de la vida y de la historia, abre el camino definitivo de
la humanidad hacia Dios. El discipulado adora a Jesús glorioso y escucha sus
últimas palabras sobre la tierra, aprende lo esencial de su mensaje y se dispone a
anunciar este mensaje a la humanidad.
El encargo misional de Jesús consta slo de un imperativo: “hagan discípulos a
todos los pueblos”. El mandato no tiene fronteras, es un envío de carácter
universal, que impulsará a los enviados a convertir en discípulos a todas las gentes
y pueblos, a todas las etnias y culturas, para hacer una sola familia humana en
torno al único Dios y Padre de Jesucristo. Hacer discípulos consiste en dar a conocer
a Jesús para hacer que otros lo sigan. Para ello deben aprender el nuevo estilo de
vida propuesto por Jesús y estar dispuestos a seguirlo hasta la cruz con todas sus
consecuencias. Los otros verbos del encargo están subordinados al de “hacer
discípulos”, pues para esto es preciso ir, bautizar y enseñar. La comunidad cristiana
no puede quedarse estática contemplando al Resucitado, sino que debe ponerse en
marcha.
Los otros dos verbos, en forma no personal, expresan el modo concreto de hacer
discípulos: “bautizando” y “enseando”. Son actividades íntimamente vinculadas.
Bautizar es consagrar a las gentes al Padre, Hijo y Espíritu Santo, para que se
incorporen a la vida del amor que tiene en la Trinidad su más radical identidad,
porque Dios es Amor. Pero no se trata sólo de bautizar sino también de “ensear”
todo lo dicho por Jesús a lo largo de los cinco discursos del evangelio de Mateo. La
enseñanza del nuevo mensaje de Jesús, acerca del Padre, del Espíritu, sobre el
Reino de Dios y su justicia, y acerca de la transformación que debe efectuarse en
todo auténtico discípulo y discípula, no es secundaria ni relativa, sino condición
indispensable para comprender las implicaciones de la pertenencia al discipulado en
el seguimiento del Crucificado y Resucitado.
Finalmente, una palabra que suscita la esperanza, la alegría y el consuelo: Es la
promesa de una presencia continua del Resucitado a lo largo de la historia. El Dios
con nosotros, Emmanuel, anunciado en Isaías y reconocido en el nacimiento de
Jesús, se convierte para los discípulos en la gran fuerza de su misión, como ocurrió
en la vocación de Moisés (cf. Ex 3,12).
Nosotros podemos vivir el amor trinitario cuando comprendamos que Dios Padre
está dentro de cada uno de nosotros, por medio de su Hijo Jesús, nuestro Hermano
y Señor, y que su Espíritu nos da fuerza para hacer lo que el mismo Jesús hizo:
entregarse a los demás. Cuando vivimos la unión con otros la fuerza de Dios se nos
activa y la entrega a los demás se hace más posible porque la comunidad -
manifestación trinitaria en esta historia- nos ilumina, nos apoya y nos corrige. Por
eso la Iglesia es la expresión de la Trinidad, porque es un grupo de personas que al
sentirse hermanos y al apoyarse mutuamente facilitan la acción del Dios cristiano,
que está en ellos como Padre que ama, como Hijo que se entrega y como Espíritu
que da fuerza y vida.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada
Escritura