Domingo 19 Tiempo Ordinario (Ciclo B)
+ Lectura del Santo Evangelio según San Juan
En aquel tiempo, criticaban los judíos a Jesús porque había dicho
«yo soy el pan bajado del cielo», y decían:
- ¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su
padre y a su madre?, ¿cómo dice ahora que ha bajado del cielo?
Jesús tomó la palabra y les dijo:
- No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre
que me ha enviado.
Y yo lo resucitaré el último día.
Está escrito en los profetas:"Serán todos discípulos de
Dios».
Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a
mí.
No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que viene
de Dios: ése ha visto al Padre.
Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna.
Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el
desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo,
para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de
este pan vivirá para siempre.
Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo.
Palabra del Seño r
Homilías
(A)
A muchos hombres y mujeres de esta generación, nacidos en
familias creyentes, bautizados a los pocos días de vida y educados
siempre en un ambiente cristiano, les ha podido suceder lo mismo
que a mí. Hemos respirado la fe de manera tan natural que
podemos llegar a pensar que lo normal es ser creyente.
Es curioso nuestro lenguaje. Hablamos como si creer fuera
el estado más normal. El que no adopta una postura creyente ante
la vida es considerado como un hombre o mujer al que le falta
algo. Entonces lo designamos con una forma privativa:
"increyente" o "incrédulo".
No nos damos cuenta de que la fe no es algo natural sino un
don inmerecido. Los increyentes no son gente tan extraña como a
nosotros nos puede parecer. Al contrario, somos los cristianos los
que tenemos que reconocer que resultamos bastante extraños.
¿Es normal ser hoy discípulos de un hombre ajusticiado por
los romanos hace veinte siglos, del que proclamamos que resucitó
a la vida porque era nada menos que el Hijo de Dios hecho
hombre?
¿Es razonable esperar en un más allá que podría ser sólo la
proyección de nuestros deseos y el engaño más colosal de la
humanidad?
¿No es sorprendente pretender acoger al mismo Cristo en
nuestra vida compartiendo juntos su Cuerpo y su Sangre en ritos y
celebraciones de carácter tan arcaico?
¿No es una presunción orar creyendo que Dios nos escucha
o leer los libros sagrados pensando que Dios nos está hablando?
El encuentro con increyentes que nos manifiestan
honradamente sus dudas e incertidumbres, nos puede ayudar hoy
a los cristianos a vivir la fe de manera más realista y humilde,
pero también con mayor gozo y agradecimiento.
La fe no es algo natural y espontáneo. Es un don
inmerecido, una aventura extraordinaria. Un modo de "estar en la
vida", que nace y se alimenta de la gracia de Dios.
Los creyentes deberíamos escuchar hoy de manera muy
particular las palabras de Jesús: "No critiquéis. Nadie puede venir
a mí si no lo trae el Padre que me ha enviado".
Más que llenar nuestro corazón de críticas amargas, hemos
de abrirnos a la acción del Padre.
Para creer es importante enfrentarse a la vida con sinceridad
total, pero es decisivo dejarse guiar por la mano amorosa de ese
Dios que conduce misteriosamente nuestra vida.
(B)
Los paisanos de Jesús recuerdan aún aquel alimento del
maná que comían sus antepasados cuando, al salir de Egipto,
atravesaban el desierto para llegar a la Tierra Prometida. Según
ellos Dios había enviado desde el cielo aquel maná para
alimentarles en el desierto.
“ Jesús tomó la palabra y les dijo:”
Jesús les habla ahora de otro pan, de otro maná, de otro
alimento que es capaz de alimentar, no el cuerpo, sino el espíritu.
Y además se presenta El mismo como ese nuevo maná, ese nuevo
alimento del alma. Y, por eso le critican, porque se hace tanto
como Dios; y ven que no es más que el hijo del carpintero.
“ Y yo lo resucitaré en el último día”
Les habla de un nuevo estilo de vida; de una forma distinta
de vivir; pero ellos no entienden nada. Están demasiado aferrados
a la tierra y al alimento diario. Muy parecido a nosotros que nos
interesamos mucho más por lo material que por el espíritu.
“ Os aseguro...”
Jesús trata de convencerles de que no solo de pan vive el
hombre; que tenemos posibilidad de vivir de otra forma más
humana y más digna.
Convencerles de que la felicidad no está en el dinero únicamente,
sino en el amor. Y, para ello, para que vean un ejemplo, se
presenta El mismo con un nuevo estilo de vida, haciendo el bien a
todos, entregado a los más necesitados.
“ Yo soy el pan...”
Les dice que hay una forma de vivir que es capaz de superar
hasta la misma muerte. Que esa nueva vida de amor y de entrega
y servicio a los demás es el camino para pasar a la vida eterna,
para no morir para siempre.
“ Y el pan que yo daré...”
El evangelio no nos dice si los paisanos de Jesús se
convencieron o no. Más bien parece que no llegó a convencerles
porque acabaron crucificándole, y ellos seguían viviendo igual
que antes. Puede que también a nosotros nos suceda lo mismo.
Decimos que creemos en Jesús, pero no tenemos demasiada
confianza en sus palabras. Preferimos seguir aferrados a la tierra y
vivir cómodamente, sin complicarnos la vida por los demás. No
nos interesamos mucho por alimentar nuestro espíritu, nuestra fe,
nuestro amor a los demás.
(C)
En esta vida, dentro de la gran diversidad y de las diferencias
entre nosotros, hay, sin embargo, una cosa en la que coincidimos
todos, absolutamente todos: mujeres y hombres, jóvenes y
adultos, pobres y ricos, blancos y negros. No hay una sola persona
en el mundo que no esté de acuerdo con ello. Todos queremos,
buscamos y nos interesamos por la felicidad y, a ser posible, por
una felicidad duradera, para siempre.
Este deseo de ser felices, de vivir felices: este deseo de
felicidad es innato en toda persona y es el que mueve toda nuestra
vida. De esto no nos quepa la menor duda.
Podremos dividirnos luego a la hora de pensar qué clase de
felicidad buscamos cada uno; qué entendemos cada uno por
felicidad y, sobre todo, el medio y la forma de conseguirla. Para
unos será el dinero, la comodidad, el bienestar, la salud, el poder
y la fuerza sobre los demás...y según eso usaremos muy distintos
métodos y formas de vida.
Pero de lo que no hay duda alguna es de que todos,
absolutamente todos, buscamos y queremos ser felices a poder ser
eternamente.
Pues bien; hoy Cristo nos ofrece en este evangelio que
hemos escuchado, no solo la felicidad, sino también el camino y
el modo de conseguirla.
La felicidad, nos dice, no está en tener cosas. No está ni en
el dinero, ni en la comodidad, ni en otras mil cosas que nosotros
buscamos. La felicidad está en el interior de cada uno, no en el
exterior. Está en ser personas, en el amor. En una palabra,
seremos felices en la medida en que amemos y nos dejemos amar;
en la medida en que amemos como Dios nos ama a nosotros.
Como el pájaro es feliz al aire libre, como el pez es feliz en
el agua, porque para ello han nacido; nosotros hemos nacido para
amar y ser amados y solo así seremos felices.
Además El mismo se nos presenta y se nos ofrece como el
pan del cielo; El se nos ofrece como alimento y camino para
lograr esa felicidad en el amor.
Todo lo demás, todo eso que nosotros creemos como
felicidad, no son sino sucedáneos y falsas felicidades, que duran
muy poco y nada valen para la vida eterna a la que todos estamos
llamados.
Si creemos que Cristo fue feliz en su vida porque amó hasta
la muerte y pasó la vida haciendo el bien, debemos también creer
en lo que nos dice, porque nos ama de verdad.
(D)
SABER VIVIR
Cuántas veces lo hemos escuchado: «Lo que verdaderamente
importa es saber vivir». Y, sin embargo, no nos resulta nada fácil
explicar qué es en verdad «saber vivir».
Con frecuencia, nuestra vida es demasiado rutinaria y
monótona de color gris. Pero hay momentos en que nuestra
existencia se vuelve feliz, se transfigura, aunque sea de manera
fugaz.
Momentos en los que el amor, la ternura, la convivencia, la
solidaridad, el trabajo creador o la fiesta, adquieren una intensidad
diferente. Nos sentimos vivir. Desde el fondo de nuestro ser, nos
decimos a nosotros mismos: «esto es vida».
El evangelio de hoy nos recuerda unas palabras de Jesús que
nos pueden dejar un tanto desconcertados: «Os lo aseguro: el que
cree tiene vida eterna».
La expresión «vida eterna» no significa simplemente una
vida de duración ilimitada, incluso, después de la muerte.
Se trata, antes que nada, de una vida de profundidad y calidad
nueva, una vida que pertenece al mundo definitivo. Una vida que
no puede ser destruida por un bacilo ni quedar truncada en el
cruce de cualquier carretera.
Una vida plena, que va más allá de nosotros mismos, porque
es ya una participación en la vida misma de Dios.
La tarea más apasionante que tenemos todos ante nosotros es
la de ver cómo ser humanos hoy. Cómo crecer como hombres.
Los cristianos creemos que la manera más auténtica de vivir como
hombres es la que nace de una adhesión total a Jesucristo. «Ser
cristiano significa ser hombre, no un tipo de hombre, sino el
hombre que Cristo crea en nosotros»
Quizás tengamos que empezar por creer que nuestra vida
puede ser más plena y profunda, más libre y gozosa. Quizás
tengamos que atrevernos a vivir el amor con más radicalidad, para
descubrir un poco qué es «tener vida abundante» . Al fin y al
cabo, como dice S. Juan: «Sabemos que hemos pasado de la
muerte a la vida, cuando amamos a nuestros hermanos».
Pero no se trata de amar porque nos han dicho que amemos,
sino porque nos sentimos radicalmente amados. Y porque
creemos cada vez con más firmeza que «nuestra vida está oculta
con Cristo en Dios».
Ciertamente, hay una vida, una plenitud, un dinamismo, una
libertad, una ternura, que «el mundo no puede dar» . Sólo lo
descubre quien acierta a enraizar su vida en Jesucristo.
(E)
NO PASAR DE DIOS
La incredulidad no es, como ingenuamente pueden pensar
algunos creyentes, una «deformación perversa del espíritu». Algo
propio de hombres malvados y retorcidos que pretenden
enfrentarse con Dios.
La incredulidad es una tentación siempre presente en nuestra
vida y que empieza a echar raíces en nuestro corazón desde el
momento mismo en que nos vamos organizando nuestra vida de
espaldas a Dios.
Vivimos en una sociedad donde Dios no se lleva. Se ha
quedado pequeño. Como algo poco importante que es fácil
arrinconar en algún lugar muy secundario de nuestra vida.
Lo más fácil es hoy vivir «pasando de Dios». ¿Qué puede
significar hoy para muchos hombres y mujeres la invitación de
Jesús a vivir como «discípulos de Dios» , escuchando lo que dice
el Padre?
Incluso, los que nos decimos «creyentes» estamos perdiendo
capacidad para escuchar a Dios. No es que Dios no hable ya en el
fondo de las conciencias. Es que, llenos de ruido, avidez,
posesiones y autosuficiencia, no sabemos ya percibir la presencia
del «más callado de todos» a quien damos el nombre de Dios.
Quizá sea ésta una de las mayores tragedias del hombre
contemporáneo. Estamos arrojando a Dios de nuestra conciencia.
Rehusamos escuchar su llamada que nos busca. Intentamos
ocultarnos a su mirada amistosa e inquietante. Preferimos «otros
dioses» con quienes vivir con más tranquilidad.
El Vaticano II nos recordaba que «la conciencia es el núcleo
más secreto y el sagrario del hombre, en el que se siente a solas
con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla»
(Gaudium et Spes, 16).
Cuando los hombres perdemos esta capacidad de escuchar la
invitación de Dios en el fondo de nuestra conciencia individual,
corremos el riesgo de gritar colectivamente afirmaciones muy
solemnes sobre el amor, la justicia, la solidaridad y honestidad,
pero sin darles luego cada uno un contenido práctico en nuestras
propias vidas.
Cuando no se escucha la llamada personal de Dios es fácil
escuchar los intereses egoístas de cada uno, las razones de la
eficacia inmediata, el miedo a correr riesgos excesivos, la
satisfacción de nuestros deseos por encima de todo.
No hemos de olvidar que los hombres vamos construyendo
nuestra vida no tanto en los acontecimientos ruidosos sino, sobre
todo, en esas horas calladas en que somos capaces de ser
«dóciles» al Dios que habla desde nuestra conciencia.
(F)
La primera lectura relata la huida de Elías, el profeta desesperado,
porque su misión profética no tiene éxito. Está al límite de sus
fuerzas y, como los decepcionados de la vida, emprende el
camino de lo fácil: la marcha atrás. Pero Dios le sale al encuentro
con pan y agua, alimento que le devuelve las fuerzas. Lo que a
Elías le salva de la muerte es el pan que Dios le prepara. Hoy
también esto es verdad.
Este hecho del profeta Elías es el que la liturgia nos ofrece para
orientar la lectura del pasaje de san Juan hoy proclamado.
El profeta, como nosotros en muchas ocasiones, se encuentra al
borde de sus fuerzas, desfallecido. Nosotros, alimentados sólo con
nuestros proyectos e ilusiones, con nuestras fuerzas y cualidades
descubrimos que perecemos en el intento de llevar a cabo nuestra
misión por muy elegidos de Dios que seamos y por muy
vocacionados que estemos. La vida nos desgasta, el camino nos
suscita hambre. No sirve de nada comer una vez. No sirve de nada
haberse alimentado un día con los panes y los peces
multiplicados. El hambre y la sed vuelven constantemente en
nuestra vida. Hay alimentos que sólo alimentan para un ratito. Lo
que Dios propone a los que creen en él es un alimento que dura.
Yo creo que por poca experiencia de vida cristiana que tengamos,
hemos aprendido que las cosas de Dios son de Dios y no las
manejamos nosotros. «Nadie puede venir a mí si no la trae el
Padre que me ha enviado». Lo de Dios no es nuestro. Los planes
de Dios no son nuestros planes. Para hacer que lo de Dios sea
nuestro necesitamos creer en Dios y aceptar a Dios. Cuando los
planes de Dios son los nuestros, entonces hemos comenzado a
alimentarnos de verdad de Dios. Dios entonces es ya nuestro
alimento.
Hay cosas que parecen muy sencillas, pero por eso mismo quizá
tardamos mucho en entenderlas. Cuando las cosas de Dios son
nuestras cosas es porque hemos aprendido a ver todo con ojos de
fe. El principal plan de Dios no es lo que tenemos que hacer, sino
la adhesión a Él de manera incondicional que le prestamos. No
creemos para hacer cosas. Creemos para tener como alimento a
Dios. Todo lo demás es consecuencia.
Dios no nos manda a Jesús para que sacie momentáneamente
nuestra hambre. Dios nos manda a Jesús para ser alimento
duradero. Él es el único que puede hablarnos del Padre. Él es el
único que conoce al Padre. Él es alimento porque nos puede
revelar los secretos de Dios que nadie más que Él conoce.
Cuando en nuestra experiencia normal nos encontramos con
personas que decimos que «nos alimentan» o que «estaríamos
colgados de sus palabras todo el tiempo porque dicen cosas que
nos encantan y nos llenan de vida», tenemos una ligera
aproximación a lo que Jesús propone a los que le escuchan: «Yo
soy el pan de vida».
(G)
¿Se han fijado ustedes lo malhumorados que andamos los
hombres actualmente?
¿Han comprobado la cantidad de gestos airados, de ademanes
amenazadores, de detalles de violencia contenida que jalonan
frecuentemente nuestras calles en los momentos más comunes?
¿Han oído ustedes cómo acciona -o accionamos- el claxon de un
coche en el mismo segundo en el que el color ámbar sustituye al
rojo para dar paso al verde en un semáforo?
¿Se han fijado ustedes qué difícil es que una persona aguante
serenamente la torpeza de un semejante, la lentitud de raciocinio
de otro, la menor preparación de un tercero para comprender una
cuestión cualquiera?
¿No han oído muchas veces esta frase: ¡A mí, por las buenas, lo
que quieran, pero por las malas...!? Por las malas" estamos
dispuestos a ser más duros que nadie, más «malos" que nadie,
más insoportables que nadie.
¿Recuerdan vagamente aquello que se llamaba «Urbanidad,,?
Pues quizá lo recuerden vagamente. Era eso tan bonito que nos
hacía ser educados, ceder un asiento a una persona de más edad,
bajarnos de la acera para que no lo hiciera el que venía en sentido
contrario, si ése que venía era un mayor, o una mujer, o un niño.
Era eso tan bonito que nos obligaba naturalmente (y tan
naturalmente que no se podía hacer lo contrario por el hábito que
se tenía) a sostener la puerta para que otra persona pasara, a
moderar el ademán, a no decir palabrotas, a cuidar el tono. ¿Lo
recuerdan? Era bonito y no tenía nada de mero formulismo. No.
No eran simplemente formas. Eran, o al menos así eran para
muchas personas, reflejo de algo más hondo y profundo que el
mero formulismo. Era el reflejo del respeto que los demás nos
merecían y del que nos merecíamos nosotros mismos. Era bonito.
A mí, al menos, me lo parecía.
Por eso hoy me ha gustado mucho la Epístola de San Pablo. Es
toda una lección de urbanidad. De la más exquisita urbanidad.
Léanla despacio. Hay en ella un precioso programa. Si lo
cumpliésemos, la vida sería grata, amable y maravillosa.
Desaparecería la ira, la amargura, los enfados, los insultos, toda
maldad. Los resultados se notarían inmediatamente en nuestras
calles, donde una brisa nueva refrescaría tanto ardor bélico como
padecemos: los cláxones estarían más callados, las caras menos
gesticulante s, loa ademanes serían menos violentos. Cumpliendo
el programa de San Pablo, los débiles estarían mejor atendidos,
porque no nos volveríamos iracundos contra el torpe, el menos
preparado, el menos espabilado de la comunidad. La vida sería
bonita y además no pondríamos triste al Espíritu Santo. Preciosa
frase y halagüeño resultado.
Y los cristianos podríamos hacerlo fácilmente, porque una vez
más tenemos el secreto del éxito en nuestras manos.
Antes he dicho que la urbanidad «antigua» (ahora el calificativo
de antiguo se gana en seguida, por la rapidez con que el tiempo
arrincona formas, modos e ideas) era reflejo de un sentimiento
interior. Igual me parece que los modos actuales obedecen,
posiblemente, a una insatisfacción interna. El hombre típicamente
actual, el prototipo del hombre de hoy, es -me parece- un hombre
profundamente insatisfecho, un hombre que se busca a sí mismo
por encima de todo y se está convirtiendo en un solitario; un
hombre insolidario con el «otro», al que apenas conoce y al que,
desde luego, no le concede importancia sino en tanto en cuanto
puede serle útil; un hombre que quizá ha perdido una jerarquía de
valores y la está sustituyendo por otra que no resiste el más
somero análisis. Es un hombre inseguro. Posiblemente por eso
necesite afirmarse con la violencia, con la fuerza, con el poderío
físico.
Frente a este hombre desasosegado, el cristiano tiene a su alcance
la Fuente de la Vida. Como Elías, si siente la tentación de la
impotencia o el cansancio de un viaje largo por terreno inhóspito
(¡qué inhóspita puede aparecer a ratos la existencia!), puede
tumbarse bajo la sombra refrescante de un árbol y esperar con
toda seguridad un alimento adecuado y vitalizante. Tenemos a
Cristo, a Cristo convertido en Pan de Vida. Lo dice El y lo hemos
experimentado en múltiples ocasiones.
Pero, naturalmente, hay que buscar el Pan sabiendo las exigencias
que su poder «vitamínico» contiene y sabiendo que damos un
menguado espectáculo al mundo cuando alarde amos de esta
comida y nos presentamos ante él tan flacos, pálidos y
empobrecidos como aquellos hombres que no comen de ese Pan
ni beben de este Vino.
P. Juan Jáuregui Castelo