Contemplar el Evangelio de hoy
Día litúrgico: Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús (B)
Texto del Evangelio ( Jn 19,31-37): En aquel tiempo, los judíos, como era el día
de la Preparación, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el sábado porque
aquel sábado era muy solemne rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y
los retiraran. Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas del primero y del
otro crucificado con Él.
Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino
que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió
sangre y agua. El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él sabe que
dice la verdad, para que también vosotros creáis. Y todo esto sucedió para que se
cumpliera la Escritura: ‘No se le quebrará hueso alguno’. Y también otra Escritura
dice: ‘Mirarán al que traspasaron’.
Comentario: P. Raimondo M. SORGIA Mannai OP (San Domenico di Fiesole,
Florencia, Italia)
«Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza»
Hoy se nos ofrece ante los ojos corporales mejor todavía, ante los “ojos
interiores”, iluminados por la fe la figura de Cristo que, acabado de morir en la
Cruz, tuvo el costado abierto por una lanzada infligida por el centurión. «Al instante
salió sangre y agua» (Jn 19,34). ¡Espectáculo angustioso y, a la vez elocuentísimo!
No hay ni el más mínimo espacio para sostener la tesis de alguno que afirma una
muerte aparente: Jesús está ciertamente muerto al 100%. Es más, aquella
misteriosa “agua”, que no saldría de un cuerpo sano, normal, nos indica según la
medicina moderna que Cristo debió morir a causa de un infarto o, como decían
nuestros antepasados, con el corazón reventado. Sólo en este caso se verifica la
separación del suero de los glóbulos rojos. Esto explicaría aquel anómalo “sangre y
agua”.
Cristo, por tanto, ha muerto verdaderamente, y ha muerto sea a causa de nuestros
pecados, sea por su más vivo y principal deseo: poder cancelar nuestros pecados.
«Con mi muerte he vencido la muerte y he exaltado al hombre a la sublimidad del
cielo» (Melitón de Sardis). Dios, que ha mantenido la promesa de resucitar a su
Hijo, mantendrá también la segunda promesa: nos resucitará también a nosotros y
nos elevará a su propia diestra. Pero pone una condición mínima: creer en Él y
dejarnos salvar por Él. Dios no impone a nadie su amor en detrimento de la
humana libertad.
En fin, sobre aquel Hombre que ha sufrido la lanzada en su corazón, «mirarán al
que traspasaron» (Jn 19,37). Nos da confirmación también el Apocalipsis: «Mirad
que viene entre nubes, y todo ojo lo verá, especialmente los que le traspasaron»
(Ap 1, 7). Ésta es una sagrada exigencia de la divina justicia: al fin, también
aquellos que lo han rechazado obstinadamente, lo tendrán que reconocer. Incluso,
el tirano autoidólatra, el asesino despiadado, el ateo soberbio..., todos sin
excepción se verán constreñidos a arrodillarse ante Él, reconociéndolo como el
verdadero, único Dios. ¿No es mejor, entonces, serle amigos desde ahora?.
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