DOMINGO 11 ORDINARIO (B)
Lecturas: Ez 17,22-24; S.91; 2Cor 5,6-10; Mc
4,26-34
Homilía por el P. José Ramón Martínez Galdeano
S.J.
De su palabra nos llega
gracia tras gracia
Con la festividad del Corpus Christi el pasado
domingo la liturgia concluye la contemplación de los
grandes misterios de la fe. Volvemos ahora a la vida,
palabras y milagros de Jesús. De esta forma el Señor
nos va enseñando el significado de aquellos misterios.
En estos domingos la Iglesia elige como lectura
primera un texto paralelo al del evangelio. Así pone de
relieve que lo revelado por Dios al pueblo judío en el
Antiguo Testamento es una primera revelación que
prepara la revelación completa por Jesucristo. Por eso
cuando leemos el Antiguo Testamento, aunque sean
cosas importantes, lo más importante no son las
historias de Moisés, David y demás personajes y
acontecimientos, Lo más importante es lo que nos dice
sobre Jesucristo. Todas esas figuras y sucesos
simbolizan y predicen la obra que Dios realizará
cuando la historia esté madura para recibir a Jesús. Así
hemos de leer el Antiguo Testamento. Hoy ese ramito
cortado del alto cedro es Jesús, fruto del pueblo judío,
elegido por Dios para traérnoslo. La montaña elevada
es el Calvario; Babilonia es la selva de grandes cedros,
ha conquistado la Judea y se ha llevado desterrado al
pueblo. La Iglesia es el cedro noble que surgirá. El
Señor ensalza y hace florecer a los árboles humildes y
secos. Esto se cumplió en Jesús y se cumple y
cumplirá en nuestra Iglesia. “A través de todas las
palabras de la Sagrada Escritura Dios dice una sola
palabra, su Verbo único –es decir Jesús– en quien Él se
dice en plenitud. Por esta razón la Iglesia ha venerado
siempre las divinas Escrituras como venera también el
Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el
Pan de vida –con mayúscula porque señala a Cristo–
que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y
del Cuerpo de Cristo” (CIC 102-103).
El evangelio de hoy forma parte de un conjunto
de enseñanzas de Jesús sobre esa Palabra de Dios. El
pan de la palabra es tan necesario como el pan de la
Eucaristía. La fe, con que se recibe la Eucaristía, es
una respuesta, una acogida de la palabra; por eso para
creer y salvarse es preciso que se predique la palabra.
Ésta es la primera obligación de la Iglesia (Mc 16,16).
Pero, además de necesario, esa palabra, que la
Iglesia proclama es eficaz y cumplirá su misión. Ésta
es la enseñanza consoladora de las parábolas de las
semillas del trigo y la mostaza.
El campesino de la parábola siembra la semilla.
Ya no hace más, no necesita preocuparse. El no sabe
cómo, pero la semilla germina, crece, produce la
espiga y llega el grano. Tampoco se sabe cómo, pero
el diminuto grano de mostaza, más pequeño que otros,
brota y se hace una planta más alta y frondosa que las
otras semillas más voluminosas.
Para entrar en el Reino de Dios, ese conjunto de
verdades y medios que Jesús nos aporta para la
salvación, se entra con la fe. Pero la fe es creer en la
palabra de Dios; y para creer es necesario que la
palabra sea predicada (Ro 10,17). Pero si llega, estas
parábolas nos garantizan que esa palabra no se
quedará ahí sino que dará su fruto: sacudirá tal vez la
conciencia de pecado; podrá gustar y animar a
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reflexionar sobre ella y a sacar consecuencias
prácticas; podrá iluminar para descubrir y corregir
defectos de carácter; podrá estimular a la caridad con
el prójimo y los más necesitados; puede manifestar
sentidos de la Escritura; puede confortar en el
desaliento; puede encontrar sentido en la cruz que se
está sufriendo; puede abrir el alma al amor total a
Dios y decidirla a entregarle la vida entera. Lo que esta
enseñanza de Jesús garantiza es que no pasará
desapercibida, sino que nos llevará a ser mejores
discípulos de Cristo.
¿Por qué se permanece a veces años en los
mismos defectos y aun pecados? ¿Por qué no
alcanzamos un grado mayor de alguna virtud que
vemos nos es necesaria? Porque esto nos dice el Señor
por Isaías: “Como descienden la nieve y la lluvia de los
cielos y no vuelven allá sino que empapan la tierra, la
fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al
sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la
que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío sin
que haya realizado lo que quise y haya cumplido
aquello a que la envié” (Is 55,10-11). “Ciertamente es
viva la palabra de Dios y eficaz, y más cortante que
espada de doble filo. Penetra hasta las fronteras entre
el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas, y
escruta los pensamientos y sentimientos del corazón”
(Heb 4,12). La lectura constante de la palabra de Dios
alimenta el deseo de progreso espiritual y de ver a
Dios más de cerca, sacude la rutina, mantiene el
espíritu deportivo de esfuerzo y progreso constante,
superación de defectos y lucha por la virtud. No
olvidemos que las palabras de Dios “son espíritu y
vida” (Jn 6,63). “Se presentaban tus palabras y yo las
devoraba; era tu palabra para mí gozo y alegría de
corazón, porque se me llamaba por tu nombre, Señor
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Dios mío” (Jer 15,16). Tenemos tiempo para leer y ver
otras cosas menos útiles. Demos tiempo a la lectura y
escucha de la palabra. Leamos, meditemos la palabra
de Dios. Nuestra fe estará así bien alimentada.
Debemos testimoniar la fe. Es en la Iglesia su
primera obligación. La palabra de Dios nos da un gran
medio. “Les envío como ovejas entre lobos. Pero no se
preocupen de cómo o qué van a hablar. El Espíritu de
su Padre hablará en ustedes” (Mt 10,16.19s). María se
hizo madre de Dios y de la Iglesia cuando aceptó:
“hágase en mí según tu palabra”. Es para nosotros la
palabra de Jesús: “Mi madre y mis hermanos son los
que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lc
8,21).
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