La semilla del Evangelio
Homilía para el XI Domingo del tiempo ordinario (ciclo B)
El profeta Ezequiel compara el pueblo de Israel, un pueblo débil y reducido
al volver del exilio de Babilonia, con un árbol plantado por Dios que pasa de
ser una rama tierna a convertirse en un cedro noble en el que anidarán las
aves del cielo; es decir las multitudes de todas las naciones (cf Ez 17,22-
24). De un modo muy semejante habla Jesús del Reino de Dios que Él
inaugura por medio de su Iglesia: es una realidad reducida en sus orígenes,
pero con vocación de universalidad.
¿Cómo crece el Reino de Dios? Lo hace de un modo escondido como una
semilla que cae en la tierra y que germina y va creciendo sin que el
sembrador sepa cómo (cf Mc 4,26-29). El hombre no puede comprender del
todo, ni mucho menos someter a su control, este crecimiento. Lo que ha de
hacer el agricultor es arrojar la semilla en el campo y esperar a que ella
germine por sí misma.
Muchas veces corremos el riesgo de querer planificar la expansión del
Evangelio y el crecimiento de la Iglesia con cálculos meramente humanos,
como si se tratase de una empresa que relaciona el coste con el beneficio.
Sin embargo no somos nosotros quienes hacemos que el Evangelio dé fruto,
sino que este da fruto automáticamente, milagrosamente, impulsado por
Dios mismo.
Quienes formamos la Iglesia podemos sentirnos angustiados ya que parece,
en esta época de crisis de la fe, que nuestra acción evangelizadora tiene
poco éxito. Se dedican enormes esfuerzos a la catequesis y, pese a ello, la
mayoría de los jóvenes se aparta de la Iglesia. Se invierte tiempo y trabajo
en descubrir las vocaciones al sacerdocio o a la vida consagrada sin que
siempre se pueda constatar un rebrote vocacional.
No está en nuestra mano decidir los plazos ni el modo de la propagación del
Evangelio. Nuestro deber es seguir sembrando sin cansarnos y sin pensar
que todo depende exclusivamente de nosotros. El éxito final está
asegurado, ya que depende de Dios, pero no necesariamente nosotros
veremos ese éxito aquí y ahora. Solo Dios sabe el día y la hora en que el
grano estará a punto para meter la hoz, porque habrá llegado la siega.
El Reino de Dios tiende a pasar desapercibido a los ojos del mundo como
puede pasar desapercibido un pequeño grano de mostaza (cf Mc 4,30-32).
En medio de la sociedad, la Iglesia, la comunidad de los creyentes, parece
cada día una realidad más insignificante, de menor tamaño. Y en ocasiones
los cristianos sentimos, en mayor o en menor medida, la hostilidad del
entorno y la presión en contra que ejercen los poderes adversos al
Evangelio.
La comparación con el grano de mostaza que hace Jesús nos debe llenar de
esperanza: la Iglesia es “el reino de Cristo, presente actualmente en
misterio” ( Lumen gentium 3) que se encamina al esplendor de la gloria,
cuando la pequeñez se convertirá en grandeza y el sufrimiento en gozo.
Pero también en el tiempo presente podemos percibir con los ojos de la fe
que ya ahora en la Iglesia se despliega la fuerza de Dios. Ya ahora en la
Iglesia pueden reunirse muchos hombres de todos los pueblos para
convertirse, oyendo el Evangelio, en discípulos de Jesús.
Lo importante, como escribe San Pablo, es esforzarse por agradar al Señor
(cf 2 Cor 5,6-10), teniendo confianza en Él y dejándonos guiar por la fe.
Guillermo Juan Morado