Comentario al evangelio del Domingo 24 de Junio del 2012
La importancia de llamarse Juan
La tendencia de hacer de los hijos “clones” de sus
padres, llamándolos con el mismo nombre, se ve que es cosa que viene de lejos. También en el Israel
de los tiempos de Jesús existía esta costumbre. Sin embargo, no hay semejanzas ni parentescos que
puedan anular o disminuir la irrepetible originalidad de cada uno. Lo recordaba con su peculiar fuerza
expresiva Khalil Gibram, cuando, en “El Profeta”, a la petición “háblanos de los niños”, comienza
respondiendo “vuestros hijos no son hijos vuestros. Vienen a través vuestro, pero no vienen de
vosotros. Y, aunque están con vosotros, no os pertenecen”. De ahí la importancia del gesto de Zacarías,
secundando a su mujer Isabel, de darle a su hijo el hombre de Juan. Zacarías significa “El Señor se
acuerda”; y, aunque ese nombre tiene sentido en la situación de un hijo inesperado en la vejez, le
cuadra mejor a sus padres, pues tiene una inevitable referencia al pasado. El nombre de Juan, “Dios es
propicio” (o misericordioso), y también “Don de Dios”, habla de la inminencia de la novedad que Juan
habrá de preparar. Zacarías, viejo y mudo, es una buena imagen del Antiguo Testamento, que apenas
tiene ya nada que decir, pero que recibe todavía fuerzas para dar un último fruto que pondrá punto final
a esa larga historia del Dios de las promesas, depositadas en Israel a favor de toda la humanidad, y dará
el testigo a una época nueva, la del cumplimiento. Al darle el nombre de Juan, Zacarías intuye una
novedad que el Bautista no inaugura, pero a la que abre el camino en la inminencia de su venida.
En el nombre va implícita la misión que el hombre tiene que desempeñar en la vida, es decir su
vocación. A veces, ante una conversión radical, se exige un cambio de nombre, que significa un
cambio de vida. Es el caso del nombre nuevo, Pedro, que Jesús le da a Simón, el hijo de Juan. También
es frecuente que los adultos que acceden al bautismo elijan un nombre nuevo; o los que se consagran a
Dios al hacer su profesión religiosa. En contextos de vigencia del cristianismo ha sido tradición dar
nombres de santos, que son modelos de auténtica vida cristiana.
En Juan, cuya cercanía con Jesús la expresa la liturgia reservando el término “natividad” para el
nacimiento de Jesús, de María y del mismo Juan, descubrimos algunos rasgos esenciales de la vocación
humana y cristiana. En primer lugar, la llamada: desde el seno materno el hombre está llamado a
cumplir una misión en la vida. Es importante entender que no se trata de un destino ineludible que esté
escrito de antemano; este carácter abierto de la llamada se expresa muy bien en la pregunta que “todo
se hacían”: “¿qué va a ser de este niño?” Se trata, pues, de una llamada dialogal dirigida a la propia
libertad y que el ser humano debe realizar tomando decisiones propias para responder a ella.
En segundo lugar, esta llamada que se nos dirige y que nos trasciende, y que debe ser libremente
respondida, nos dice ya que la vida tiene sentido y que ese sentido comparece desde el mismo
momento de su concepción. Por tanto, somos responsables no sólo de nuestra propia vida, sino también
de la vida de los demás, que nos es confiada cuando ésta no puede todavía valerse por sí misma. Ahora
bien, esta proclamación de sentido puede ser impugnada y lo es con mucha frecuencia. Tenemos
permanentemente la tentación de reducir nuestra vida a un cúmulo de casualidades, que vacían de
sentido nuestra existencia: “En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas”.
Existen ciertamente experiencias vitales de decepción y frustración que pueden inclinarnos a pensar
así. Pero si se considera atentamente, caemos en la cuenta de que las mismas decepción y frustración
hablan de sentido, de expectativas que, por algún motivo, no han podido realizarse. Cuando alguien
proclama que la vida carece de sentido lo hace siempre con un deje de protesta que reconoce
implícitamente el sentido que niega. Si la vida careciera de todo sentido, ni siquiera nos daríamos
cuenta de ello y no haría falta proclamarlo.
Así pues, Juan, desde el seno materno nos habla de un sentido que es vocación (llamada) y misión, y
que es, además, servicio. Este es el tercer rasgo esencial que debemos señalar en la vocación humana y
que en Juan es especialmente visible. La misión de Juan es la de abrir camino y luego hacerse a un
lado, disminuir él, para que crezca Jesús. Realmente, para poder realizar la propia misión en la vida
hay que saber que estamos al servicio de algo que es más grande que nosotros y que, por tanto, no es
demasiado importante figurar y estar en el centro. Los grandes acontecimientos, igual que los grandes
personajes, no serían nada si no fuera por una multitud de personas que, sin figurar especialmente, han
vivido con fidelidad su propia vocación y han allanado el camino de eso y esos que son más grandes
que ellos, pero que sin ellos no serían nada. El mismo Jesús se ha sometido a esta misma ley de la
encarnación, de modo que para poder realizar su misión salvadora ha necesitado del cumplimiento fiel
de su misión de otras personas que como Juan de modo muy especial le han preparado el camino.
El filósofo cristiano Emmanuel Mounier expresó esta verdad con precisión al afirmar que “una persona
sólo alcanza su plena madurez en el momento en que ha elegido fidelidades que valen más que la
vida”. Y es que el hombre no crece ni madura cuando se afirma como centro del mundo y proclama
una independencia tan absoluta como imposible, sino cuando, tomando las riendas de su propia vida,
se consagra (se somete libremente y no de manera servil) a algo que descubre como más grande que él,
pero que lo libera de los estrechos límites de sí mismo y, así, lo engrandece. Esta verdad, que vemos
tan patente en Juan el Bautista, es igualmente evidente en Jesús, que no vive para sí, sino sometido a la
voluntad de su Padre, al servicio del Reino de Dios y al servicio de sus hermanos (cf. Lc 22, 27. 42).
Al contemplar la figura de Juan el Bautista y meditar con él sobre nuestra vocación y el sentido de
nuestra vida podemos comprender que en toda vocación cristiana hay un componente que nos asemeja
al Precursor. Jesús sigue viniendo al mundo, acercándose a los hombres, muchos de los cuales no lo
conocen, no saben de él. Para que Jesús pueda llegar hasta ellos, siguiendo las leyes de la encarnación,
necesita de precursores y mediadores que allanen el camino y preparen su venida. Todo cristiano está
llamado a realizar esta misión, cuando, por medio del testimonio de sus palabras y obras, está
señalando al “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29, 36).
José María Vegas, cmf