XIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
XIV Domingo del Tiempo Ordinario
Ez 2, 2-5; Sal 122; 2Co 12, 7-10; Mc 6, 1-6
Jesús salió de allí y se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos. Cuando llegó
el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba
estaba asombrada y decía: "¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que
le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? ¿No es
acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de
Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?". Y Jesús era para ellos un
motivo de tropiezo. Por eso les dijo: "Un profeta es despreciado solamente en su
pueblo, en su familia y en su casa". Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de
curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos. Y él se asombraba de su
falta de fe.
Proseguimos con las lecturas del tiempo ordinario, las cuales nos ayudan a vivir
como creyentes la vida cristiana, porque no solamente estamos llamados a decir
que se es creyente, sino a ser otros Cristo siempre y cuando en nuestras actitudes
en la vida diaria se manifiesta que buscamos configurarnos con Cristo. Al respecto
nos dice el Beato Juan Pablo II: "Tenemos que comprender que nuestro bien
más grande es la unión de nuestra voluntad con la voluntad de nuestro Padre
celestial, pues sólo así podemos recibir todo su amor, que nos lleva a la salvación y
a la plenitud de la vida (Juan Pablo II, Catequesis Salmo 142, 9 de julio de
2003).
La vida del profeta Ezequiel a quien hoy la liturgia propone leer es un ejemplo de
este hecho, en breves líneas el autor sagrado quiere sintetizar y presentar la razón
por la cual es llamado un profeta por parte de Dios. Comentando la primera lectura,
podemos decir que la vida de los profetas según el Antiguo Testamento se presenta
frecuentemente como signo de contradicción. Los profetas son objeto constante de
escándalo, juicio y desprecio por parte de su propio pueblo, porque en torno al
profeta estará un pueblo obstinado y pecador, que al ser puesto frente a la verdad
de la vida sin sentido que lleva se escandaliza y juzga, porque no acepta su
debilidad y pecado. Así el Beato Juan Pablo II dice: Es sabido que fueron los
diversos pecados del pueblo elegido -y sobre todo las frecuentes infidelidades
relacionadas con el culto al Dios uno, esto es, las varias formas de idolatría- los que
ofrecieron a los Profetas la oportunidad para las enunciaciones dichas (Juan
Pablo II, Catequesis La Significación esponsal del cuerpo y la condición de la
Alianza, 12 de enero de 1983).
Es importante exponer brevemente la figura o el sentido de la profecía en la Iglesia,
pues se puede pensar que este don de Dios ya está extinto en ella. Quizá el sentido
de profecía que presentaba el Antiguo Testamento ya no es el mismo en la Iglesia
de nuestros días, pero la profecía en el Antiguo Testamento no sólo indicaba o
anunciaba lo que Dios iba a cumplir. El profeta es una persona que ha sido elegida
para una misión, la cual muchas veces se rehusará a aceptar, pero que finalmente
acogerá con obediencia. En realidad el verdadero profeta o elegido de Dios (en el
sentido cristiano actual) es un hombre elegido para comunicar una verdad que no
es la suya, sino que pertenece a Aquel que lo ha elegido y lo ha enviado.
En este sentido el Papa Benedicto XVI dice: El “profeta” primero escucha y
contempla, luego habla, dejándose penetrar totalmente por ese amor por Dios que
no tiene miedo de nada y que es más fuerte que la muerte () El auténtico profeta
no se preocupa tanto de hacer obras, algo sin duda importante, pero nunca
esencial, se esfuerza sobre todo por ser testigo del amor de Dios, tratando de
vivirlo entre las realidades del mundo, aunque su presencia pueda resultar en
ocasiones “incómoda”, pues ofrece y encarna valores alternativos (Benedicto
XVI, Discurso a la Unión Internacional de las Superioras Generales, 7 de mayo de
2007). Pero también tenemos como San Pablo señala en sus cartas, lo que
caracteriza a los falsos profetas: quienes supuestamente en nombre de Dios
enseñan doctrinas equivocadas y se erigen a sí mismos como profetas y guías de
un pueblo. El falso profeta recibe en este mundo su paga ya que quizá de manera
inmediata obtenga el agradecimiento de sus oyentes, sin embargo, no llevará a los
hombres a adherirse a Dios de corazón. ¿Cómo podemos distinguir entre un
verdadero profeta y uno falso? Expuesto de una manera sencilla y recogiendo lo
que dice la primera lectura de Ezequiel y el Evangelio, el verdadero profeta de Dios
siempre será un signo de contradicción para sus oyentes pues su misión y la razón
de su elección estarán marcadas por hacer una llamada constante a sus oyentes a
vivir fieles a la Alianza con Dios, a vivir una fidelidad que surja de lo más profundo
del corazón.
El profeta Ezequiel, en el capítulo 11 de su libro ha proclamado estas palabras: “Yo
les daré un corazón nuevo y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su carne
el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis
preceptos, observen mis normas y las pongan en práctica, y así sean mi pueblo y
yo sea su Dios" (Ez 11, 19-20). La humanidad está destinada a renacer a una
nueva alianza. El primer símbolo es el del "corazón" que, en el lenguaje bíblico,
remite a la interioridad, lo más profundo del hombre.
Ante estas lecturas, la Iglesia nos está animando a todos nosotros a que no
dudemos que Dios, a través del Bautismo, nos ha hecho miembros de su pueblo sin
hacer acepción de nuestra procedencia, según la vocación particular a la cual nos
ha llamado (la vida matrimonial o a la vida consagrada) Nos ha elegido por el
Bautismo a participar de la triple función o ministerio de Cristo por la cual estamos
llamados a ser en este mundo: “sacerdotes, profetas y reyes.” (can. 204), sabiendo
que esta gracia viene de Dios y no de la carne y de la sangre.
Pbro. Oscar Balcázar Balcázar