DOMINGO 15 ORDINARIO (B)
Lecturas: Am 7,12-15; S. 84; Ef 1,3-14; Mc 6,7-13
Homilía del P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Los envió
y les dio su autoridad
Amós es enviado por Dios a profetizar y lo hará
guste o no al rey ni al sacerdote del templo idolátrico.
Jesús envía a sus discípulos a predicar. Es una orden. La
repetirá antes de la Ascensión: “Vayan por todo el mundo.
Prediquen el Evangelio a toda criatura” (Mt 28,18).
Los apóstoles y luego la Iglesia han considerado
siempre esta orden como una obligación inexcusable. Es
para la Iglesia una razón de ser: Está al servicio del
Evangelio. San Pablo dirá: “Ay de mí si no evangelizo”
(1Cor 9,16). También el Santo Padre Benedicto XVI, en la
Introducción a la encíclica Caritas in Veritate La Caridad
en la Verdad – se expresa así: “Defender la verdad,
proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la
vida son formas exigentes e insustituibles de caridad”
(1). Y citaré por fin al Papa Pablo VI, cuando visitó a los
cristianos de Filipinas:
“Para esto me ha enviado el mismo Cristo. Yo soy
apóstol y testigo. Debo predicar su nombre: Jesucristo es
el Mesías, el Hijo de Dios vivo; él es quien nos ha revelado
al Dios invisible, él es el primogénito de toda criatura, y
todo se mantiene en él. Él es también maestro y redentor
de los hombres; él nació, murió y resucitó por nosotros. Él
es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y
nos ama, compañero y amigo de vuestra vida, hombre de
dolor y de esperanza; él, ciertamente, vendrá de nuevo y
será finalmente nuestro juez también, como esperamos,
nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad. Yo nunca me
cansaría de hablar de él; él es la luz, la verdad, más aún,
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el camino, y la verdad y la vida. ¡Jesucristo! Recuérdenlo:
él es el objeto perenne de nuestra predicación; nuestro
anhelo es que su nombre resuene hasta los confines de la
tierra y por los siglos de los siglos” (Homil. en Manila
29/09/1970).
“¡Ay de mí si no evangelizo!”. Esta preocupación
nos atañe también a nosotros. Como el ADN de una
persona no está sólo en el órgano más importante sino en
cada célula, así el espíritu misionero debe estar en cada
cristiano. Quien carece de espíritu apostólico y misionero,
no tiene el Espíritu de Cristo. El texto de Mateo paralelo al
de Marcos de hoy dice que Jesús se compadeció de la
multitud que le seguía, “porque estaban cansados y
abatidos, como ovejas sin pastor, y entonces dijo a sus
discípulos: La mies es mucha y los obreros pocos.
Rueguen, pues, al Señor de la mies que envíe operarios a
su mies” (Mt 9,36-38). Sorprende que lo primero que les
pide no sea que vayan a la mies, sino que oren.
Todo el mundo podemos orar y la oración es
esencial para que la obra de la Iglesia de fruto. La oración
une a los racimos, a nosotros, con la vid, Cristo; y, si un
racimo goza de savia abundante, esa savia se difunde por
toda la vid y los frutos aumentan. Pero esto es lo que Dios
quiere, que demos fruto abundante (Jn 15,8). La Iglesia
que proclamó patrona de las misiones a Santa Teresa del
Niño Jesús, que encerrada en su convento carmelita nunca
pisó un territorio de misión, pero ofreció oraciones y
penitencias por la obra misionera, Ni San José ni la Virgen
María hicieron milagros ni tuvieron grandes predicaciones;
sin embargo San José es honrado como Patrono de la
Iglesia y María como su Madre. Nadie lo discute. Pero de
esos títulos indiscutibles se hicieron acreedores porque
oraron por la obra de Jesús y ofrecieron todas sus obras y
sacrificios por ella. Orando y ofreciendo nuestras buenas
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obras y sacrificios por la Iglesia y su misión, colaboramos
de modo muy eficaz con ella. Si cada mañana renovamos
el ofrecimiento a Cristo de nuestras obras y luego
aceptamos el esfuerzo y sacrificios para hacerlas con
perfección, daremos grandes pasos en la santidad. Por eso
la Iglesia aprecia tanto la obra del Apostolado de la
Oración.
Pero sin duda que lo más fundamental para
mantener el entusiasmo misionero es el amor a Jesucristo.
Quien ama de todo corazón a Jesucristo quiere que sea
conocido y amado; habla con entusiasmo de Él; lo busca
en el Sagrario, en la oración, en los evangelios; ofrece su
dinero para que sea más conocido; no se echa atrás ante
el sacrificio necesario para su servicio. La caridad y la cruz
son los argumentos mejores. Así vivió Cristo, así Pablo:
“La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe
del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por
mí” (Gal 2,20). Cada regreso de un hijo pródigo a la casa,
cada descubrimiento de alguien al que Cristo ama y llama,
cada uno de los que descubren que Dios y Jesús les ama,
nos da a los que le amamos una enorme alegría. Amemos
con pasión a Jesucristo; será un honor el trabajar con Él;
no nos importará “ir sin pan, ni alforja, ni dinero suelto en
la faja”; veremos con alegría que, donde nos reciben, son
expulsados los demonios, se curan los enfermos, nace la
esperanza, surge la sonrisa, asoma el sol de la fe y del
amor.
No esperemos más. Si en alguna medida lo estamos
haciendo, demos gracias a Dios por esa gracia y
continuemos haciéndolo aun mejor. Si tenemos que
reconocer con humildad que andamos deficitarios,
pidamos al Señor la gracia de no enterrar el talento de
nuestra fe. Pidamos al Señor esa gracia que la da a todo
el que se lo pida, leamos de Jesucristo y su doctrina,
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oremos, no tengamos miedo, pidamos que nos
acompañen incluso los milagros. Jesucristo quiere la
salvación de nuestros hermanos mucho más que nosotros.
Que María, Madre de la Iglesia nos consiga esas gracias.
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