“la buena semilla son los ciudadanos del Reino”
Mt 13, 36-43
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds
Lectio Divina
LA «BUENA SEMILLA» SEMBRADA POR EL HIJO DEL HOMBRE
Jesús vivió con Dios, una familiaridad que inculcó también a sus seguidores. En
efecto, Jesús se atrevió a invocar a Dios con el afectuoso nombre de «Abbá» (Mc
14,36; Rom 8,15; Gal 4,6); una expresión que se usaba en el seno de la intimidad
familiar para dirigirse al propio padre, y que ningún judío de su tiempo se hubiera
aventurado a usar en sus relaciones con Dios. Jesús, sin embargo, la utilizó
constantemente, sin preocuparse del escándalo que esa innovación podía suscitar
en sus adversarios. Quizás también por esto le condenaron como blasfemo (cf: Mt
26,65). Y no sólo la empleó él mismo, expresando de este modo su modo
extremadamente íntimo de relacionarse con Dios, sino que animó también a sus
oyentes a hacer lo mismo. Jesús quería que todos vivieran en presencia de Dios,
como ante aquel «Dios clemente y compasivo, paciente, lleno de amor y fiel» que
había pasado ante Moisés revelándole su nombre (Ex 34,6).
En este sentido se puede entender también la «buena semilla» sembrada por el
Hijo del hombre de la que nos habla el evangelio de hoy (Mt 13,37). Hemos de
preguntarnos si no dejamos que la cizaña ahogue la buena semilla con otros modos
de pensar y de vivir la relación con Dios. En efecto, con frecuencia el Dios-Abbá,
tierno y misericordioso, es sustituido en nuestra vida por otros dioses que no tienen
nada que ver con Aquel cuyo rostro nos fue revelado por Jesús. Esos dioses
engendran en nosotros actitudes que andan lejos de las que Jesús vivió
intensamente e inculcó con la misma intensidad en quienes querían seguirle.
ORACION
Señor Jesús, tu viviste una intimidad intensísima con Dios. Le llamabas «Abbá»,
con toda la ternura familiar que tal nombre incluye. De este modo, abriste un
camino nuevo en la humanidad por lo que respecta a las relaciones con el misterio
magno y último de la realidad, con ese misterio que nosotros llamamos Dios.
Muchos de los hombres de tu tiempo no te comprendieron; más aún, fueron
muchos los que se escandalizaron y te intimaron y condenaron por esto como
blasfemo. Estaban acostumbrados a un modo de tratar con Dios que se inspiraba
más en el temor y en la distancia que en el amor y la proximidad. Pero también hay
hombres y mujeres en nuestros días que no te comprenden en este punto, y tal vez
entre ellos estemos también nosotros mismos. Más de una vez ofrecemos el terreno
de nuestros corazones a la cizaña sembrada por el enemigo, y la buena semilla de
tu manera de invocar a Dios y de relacionarte con él queda ahogada por nuestra
ceguera y por nuestra hipocresía. Queremos decirte, Señor, que creemos en ti y,
como el apstol Felipe en la última cena, te repetimos con fe: “Seor, muéstranos
al Padre y nos basta” (Jn 14,8).