XVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO B
(Éxodo 16:2-4.12-15; Efesios 4:17.20-24; Juan 6:24-35)
Es diciembre en agosto. Al menos, se llenan los estacionamientos de los malls por
unos días. La gente viene entusiasmada aprovechándose de la suspensión del
impuesto de ventas por el regreso a escuela. En el evangelio hoy encontramos a
personas buscando a Jesús con el mismo afán.
Gente práctica, los judíos quieren ver a Jesús porque les ha proveído con comida.
Si él puede darles el pan, ¿por qué querrían trabajar? Tal vez tengamos los
porqués semejantes para venir a la misa. Queremos que nuestros niños conozcan
los rudimentos de la fe. Deseamos que otros nos miren como gente buena. En una
historia una pareja se cambia de la Iglesia Metodista a la Episcopaliana porque
quiere socializarse con personas con mayores medios. Sin embargo, Jesús nos
exhortaría que nos olvidemos de estos motivos superficiales. “No trabajen por ese
alimento que se acaba” – dice a sus paisanos – “sino por el alimento que dura para
la vida eterna…” Quiere que veamos “más allá que el pan que consumimos” como
cuenta un himno eucarístico. Allá encontramos a aquél que da la vida eterna.
Que pensemos un momento en lo que es la “vida eterna”. El papa Benedicto
escribe que la vida eterna es no es nada menos que la “la vida misma, la vida real”
(vea Jesús de Nazaret, volumen II). Según él, se puede vivir esta vida en la
actualidad. Pues, la vida eterna consiste en conocer a Jesucristo. Es tener una
relación íntima con él. Como poseer una buena casa, en él encontramos amparo no
sólo de la furia de los elementos sino también de los infortunios de la vida. No
deberíamos pasar por alto la oportunidad de renovar nuestra relación con el Señor
cada domingo en la misa. Que nos esforcemos a recibir su cuerpo y sangre. Esto
quiere decir que si nos encontramos en el pecado mortal, que vayamos a la
confesión el sábado. No tomar por dado al Señor también significa que cuando es
el momento de recibirlo en la Santa Comunión, mostramos toda la reverencia
debida a un huésped tan ilustre.
La Iglesia ha puesto pautas para la recepción de la Santa Comunión. Tanto como
siguiéramos el protocolo para acogernos de la Reina Isabel, deberíamos acatar a
estas directrices. Primero, no hemos de integrarse en la fila de Comunión como si
fuera la caja en Wal-Mart. Es una procesión en que nos mostramos a ser
peregrinos en el camino a la vida eterna. En la fila deberíamos estar cantando el
himno eucarístico que es mucho más que un modo de pasar el tiempo de espera.
Es una oración de gracias de parte del entero Cuerpo de Cristo. Nuestra
participación muestra que venimos no tanto como individuos sino como miembros
del Cuerpo unidos a uno y otro.
Cuando llegamos al ministro de la Comunión, nos falta hacer un gesto de
reverencia. Esto no es una noción arbitraria – para mí un hincarse de rodilla, para
ti hacer un “high-five”. Más bien, el Misal Romano nos instruye que una sencilla
inclinación de la cabeza es el signo apropiado. Como se baja la bandera cuando
pasa por el presidente de la república, así inclinamos la cabeza al recibir al
Salvador.
Entonces el ministro el pan eucarístico nos dice, “El Cuerpo de Cristo” y él del cáliz,
“La Sangre de Cristo”. Estamos a la cumbre de nuestra fe. Deberíamos responder
firmemente, “Amén”, que significa en hebreo, “Así es”. Algunos querrán mostrar su
individualidad por decir algo particular como “Yo creo”, “Así es”, o no decir nada.
Tenemos que resistir tales impulsos desde que en este momento sobre todo no
somos singulares sino miembros del colectivo de Cristo. A veces la persona quiere
tomar la hostia y mojarla en la Sangre de Cristo, pero esta acción viola la tradición
sagrada. Al menos en los Estados Unidos el signo propio es que bebemos del cáliz
como indicación que estamos dispuestos a compartir en el sufrimiento del Señor.
¿Deberíamos recibir la hostia en la lengua? No necesariamente, pero hay derecho
de hacerlo. En ese caso deberíamos sacar la lengua pero no exagerada. Según
una costumbre antigua, se recibe la hostia en la mano. Ponemos nuestra mano
izquierda sobre la mano derecha para que se coloque la hostia en la mano izquierda
y la pongamos en nuestra boca con la derecha. Por supuesto, nuestras manos
deberían estar limpias y no deberíamos agarrar la hostia del ministro como si la
compráramos.
Andamos a recibir la Comunión como miembros del Cuerpo de Cristo. Y la
recibimos para ser aún más que ya somos. Es como una atleta entrenando todos
los días para hacerse aún más fuerte. Nunca deberíamos traicionar el Cuerpo de
Cristo que nos hemos hecho por vivir inmoralmente. Más bien, cada palabra que
decimos, cada acción que hacemos debería conformarse a la vida de Jesús. Pues,
aunque la hostia no es mucho en cuanto a pan -- un poco de polvo de harina y
algunas gotas de agua, tenemos que ver “más allá que el pan que consumimos”.
Es el mismo Jesús. Él es nuestra mano derecha y la izquierda. Es la vida misma, la
vida real.
Padre Carmelo Mele, O.P