XVIII Domingo del Tiempo Ordinario (B).
El que viene a mí
La figura de Moisés guiando al pueblo de Israel en su travesía por el
desierto sirve de contrapunto a la figura de Jesús, el Moisés definitivo. Dios
hizo llover el pan del cielo para saciar el hambre de los israelitas (cf Ex
16,2-4.12-15). “Dio orden a las altas nubes, abrió las compuertas del cielo:
Hizo llover sobre ellos maná, les dio un trigo celeste”, proclama el Salmo
77.
La salvación que Dios ofrece va más allá del alimento corporal: “No solo de
pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” ( Mt
4,4). El hombre necesita el alimento para poder vivir, pero necesita también
que la palabra de Dios oriente su caminar por este mundo proporcionando
luz y sentido para la existencia. El maná, el trigo celeste, evoca así un
alimento más alto: la Ley, la palabra de Dios que guiaba al pueblo.
Jesús reprocha a la gente el haberse quedado en un nivel muy primario en
la interpretación del signo de la multiplicación de los panes y de los peces:
“Os lo aseguro: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque
comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino
por el alimento que perdura, dando vida eterna” ( Jn 6,26-27).
Limitarse a cubrir las necesidades materiales equivale a despreciar la
abundancia de la salvación que Dios nos ofrece. El Concilio Vaticano II
advierte que “son muchísimos los que, tarados en su vida por el
materialismo práctico”, no quieren saber nada sobre las preguntas
fundamentales acerca de la auténtica condición humana (cf GS 10).
Debemos abrir las puertas de nuestro corazón para que Dios pueda entrar
en nuestras vidas, sin dejarnos empequeñecer por la búsqueda imparable
del bienestar.
Jesús también va más allá de las expectativas de sus oyentes cuando
contesta a la pregunta que le formulan: “¿Cómo podemos ocuparnos en los
trabajos que Dios quiere?” ( Jn 6,28). El Señor no les propone una lista de
obras que han de hacer para estar en regla con Dios. No se trata,
primeramente, de hacer , sino de creer : “Este es el trabajo que Dios quiere:
que creáis en el que Él ha enviado” ( Jn 6,29).
Como ha escrito Benedicto XVI, “la realidad más alta y esencial no la
podemos conseguir por nosotros mismos; tenemos que dejar que se nos
conceda y, por así decirlo, entrar en la dinámica de los dones que se nos
conceden”. La fe es, ante todo, un don de Dios que hemos de recibir, una
obra de Dios y no un trabajo nuestro, un esfuerzo meramente humano.
Creyendo en Jesús, adhiriéndonos a Él por la fe, encontramos el pan de
Dios “que baja del cielo y da vida al mundo” ( Jn 6,33). Él en Persona es el
trigo celeste, la auténtica Ley, la Palabra que se ha hecho carne para darnos
vida: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que
cree en mí no pasará nunca sed” ( Jn 6,35).
“El que viene a mí, esto es, el que cree en mí”. Creyendo en Él
encontraremos, como dice San Agustín, “esa saciedad eterna en donde
nunca hay hambre”.
Guillermo Juan Morado.